Alfonso Guerra se retira entre los escombros del modelo de la Transición

Treinta y siete años y tres meses después (se dice pronto) de su llegada a aquel Congreso que olía a franquismo repodrido, Alfonso Guerra González (74 años) anuncia su retirada. La noticia, no por conocida –ya comunicó al anterior secretario general, Alfredo Pérez Rubalcaba, que no volvería a encabezar la lista del PSOE por Sevilla-- deja de ser relevante por la personalidad del personaje y porque su marcha simboliza el final de una época y de una forma de hacer política de la cual algunos no quieren separarse. El “garlopista” del Estatuto Catalán --el prefiere que le llamen “carpintero”-- anunció su retirada al terminar el miércoles la tramitación del Presupuesto para 2015 en la comisión correspondiente, que preside. “Les agradezco su paciencia y colaboración; como es mi último presupuesto, vayan con mucha felicidad", dijo a sus señorías. Y ya en la puerta comentó a los informadores: “Ya me puedo ir, llevo 50 años cotizando a la Seguridad Social, no está mal; algo que ustedes no conseguirán lamentablemente, tal y como están las cosas”.

La predespedida de Guerra, a tres días del ahora llamado “proceso de participación democrática” de los catalanes sobre si quieren ser o no ser un Estado independiente, nos retrotrae a su última labor de gran calado: el “cepillado del Estatuto de Cataluña” en 2006 y su contribución, como presidente de la Comisión Constitucional entonces, a la rectificación de las promesas de José Luis Rodríguez Zapatero en el sentido de que respetaría el texto que enviara el Parlamento de Cataluña. Al decir del guerrista Txiki Benegas, Zapatero era un ingenuo que creía en la mesura de Maragall y de sus socios de ERC. Y a Guerra, que contribuyó con los votos de su sector en el PSOE a encumbrarle como secretario general en 2001 frente a José Bono, un jacobino en estado puro, le tocó arremangarse y alisar el proyecto hasta dejarlo como un pasamanos. Con todo, el PP recurrió al Constitucional y el alto tribunal, aun después del referendo catalán, le metió más garlopa contra las competencias judiciales. De aquellos polvos vienen estos lodos, pero Guerra ha dicho que con él no cuenten para arreglar las nuevas averías. También se cansan los metales.

Sobre su vida política lo ha escrito todo (o casi todo) en los tres tomos de memorias que ha publicado entre 2005 y 2013 con títulos tan sugerentes como Cuando el tiempo nos alcanza (abarca desde la infancia a la llegada al Gobierno en 1982), Dejando atrás los vientos (su etapa de vicepresidente del Gobierno con Felipe González entre 1982 y 1991) y Una página difícil de arrancar (desde su dimisión hasta la última legislatura de Zapatero). Puesto que la memoria es selectiva y con la sinceridad de los políticos ocurre como con el amor verdadero, que sobrevendrá una o dos veces por siglo, Guerra se ha ahorrado detalles que podrían ser escalofriantes para la “modélica Transición”, comenzando por el resultado de las primeras elecciones democráticas de 1977. El jefe del gabinete de Adolfo Suárez era José Manuel Otero Novás, que había estado al servicio de Manuel Fraga como ministro de la Gobernación y vicepresidente del Gobierno de Arias Navarro. Reconocía Otero Novás el susto que se llevaron al ver los resultados que iban llegando aquella noche del 15 de junio de 1977. La izquierda (PSOE y PCE) ganaba a la UCD. Entonces se votaba a los 21 años. Ya de madrugada, Suárez los tranquilizó: “Tranquilos, esto lo arreglo yo”. Se sabe que hubo llamadas, reuniones, cabildeos. Guerra era secretario de Organización y jefe de la campaña electoral del PSOE. Lo que ocurrió aquella noche nunca se contó. Se perdió, acaso en aras del bien común, como esos datos que se pierden en el ordenador y que van a parar a la parte oscura de la luna.

Guerra no fue padre de la Constitución, pero los ponentes o padres propiamente dichos sabían que ningún paso decisivo se daba sin que él y Fernando Abril Martorel estuvieran de acuerdo. Jordi Solé Tura consultaba con Santiago Carrillo y Manuel Fraga consigo mismo y tronaba – “¡España se rompe!”-- contra la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran el Estado español. Con el paso del tiempo, aquel Fraga se sintió encantado con la autonomía de Galicia y reclamó un federalismo menos edulcorado incluso del que ahora propone Pedro Sánchez como solución a la aspiración soberanista del nacionalismo catalán y, paradojas de la vida, Guerra llegó a declarar que con las autonomías se había ido demasiado lejos. Si hasta 1991 mantuvo a raya a los llamados “renovadores” del PSOE –en puridad, liberales privatizadores, desreguladores y partidarios del enriquecimiento fácil y rápido--, su dimisión como vicepresidente del Ejecutivo por la escandalera del despacho de tráfico de influencias que montó su hermano Juan en la delegación del Gobierno en Sevilla le sumió en una menguante pérdida de poder, lo cual no quiere decir que el “guerrismo” no siguiera vivo y organizado dentro del partido, como quedó de relieve en la elección de Zapatero frente a Bono.

Su fina ironía, verbo preciso, o la acritud de sus caracterizaciones del adversario contribuyeron a amenizar la política. Equiparó a Suárez con un “tahur del Misisipi”, motejó a José Pedro Pérez Llorca como "zorro plateado", puso Bambi a Zapatero y llamó "mariposón" a Mariano Rajoy. Éste se enfadó y tuvo que aclarar: "dícese del que va de flor en flor". Guerra se va, ha empezado a decir adiós a un edificio que se desemorona carcomido por la corrupción y la voracidad de los privilegios, a una política demoledora contra los trabajadores (uno de cada cuatro en paro) y contra los jóvenes (la generación mejor formada, camino del exilio laboral). Su tándem con González -al que cocinaba los platos y servía de hombre malo- posee una cierta semejanza, salvando las distancias y las circunstancias,, con el que ahora forman Pablo Iglesias y Juan Carlos Mondero. Guerra y González construyeron desde la base un partido hace cuarenta años con las siglas históricas del PSOE, e Iglesias y Monedero lo están construyendo con la ventaja de la libertad conquistada y con una fuerza similiar: la de la indignación, la juventud y la ambición de una sociedad más justa e igualitaria.

Europa Press (YouTube)