Dos por dos son uno

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Agota Kristof, en 2004. / Sandro Campardo (Efe)

Los hermanos han estado dando guerra en la literatura y la mitología desde Caín y Abel o desde Cástor y Polux, por lo menos. En ocasiones son hermanos gemelos, en ocasiones mellizos y otras ni siquiera parecen de la misma familia. A veces se aman, a veces se odian, a veces fundan Roma y tampoco es raro que se maten entre sí. La semejanza física entre gemelos dio lugar a alegres malentendidos en el teatro clásico y en alguna comedia de Shakespeare, pero cobró un aire maléfico durante el Romanticismo, donde se tiñó del aura del doppelgänger alemán y del fetch escocés, dos figuras del folklore que solían traer augurios de muerte. Antes y después del auge del psicoanálisis, los escritores exploraron básicamente dos variantes: un hombre que se desdobla en dos; dos hombres que en realidad son uno.

Hoffman, Andersen, Hawthorne, Le Fanu y Gautier exploraron con mayor o menor fortuna la torva fantasía del desdoblamiento. Nuestro Espronceda, hoy tan olvidado, escribió su obra maestra, El estudiante de Salamanca, articulando su poema a través de un diálogo de sombras en donde se prefiguran ya los escalofríos de Poe y Stevenson. Con ellos entramos ya de lleno en el reino del terror, en la lucha entre el bien y el mal desatada en el alma del héroe. En William Wilson, Poe le confirió al doble del protagonista la carga moral de la conciencia, una falla esencial que heredarían Markheim de Stevenson, El doble de Dostoievsky, El Horla de Maupassant y El vizconde demediado de Calvino. Luego vendrían muchos otros, de Papini a Borges y de Cortázar a Nabokov, pero fue Stevenson en 1885 quien logró la cristalización definitiva del mito en El extraño caso del Doctor Jekyll y Mr. Hyde.

Con todo, la idea de un hombre desdoblado no resulta tan perversa como su reverso: dos o más personas que en realidad son la misma. La hipótesis de un par de gemelos perfectos nos perturba porque atenta directamente contra el sacrosanto principio de la identidad personal. Aunque la ciencia asegure que no hay dos copos de nieve iguales, un solo gemelo idéntico hace saltar por los aires la falacia del yo: nos vuelve superfluos, prescindibles. En El otro, Tom Tryon jugó con una pareja de adorables gemelos que se repartían las tareas y travesuras según la fórmula de Jekyll y Hyde: uno ayudaba en las tareas de la granja mientras otro cometía asesinatos y atrocidades inenarrables. Robert Mulligan dirigiría una adaptación cinematográfica de la novela que resultó una de las mejores películas de terror jamás filmadas. En el cine, la idea de geminación, del juego de espejos, siempre adquiere un sesgo escalofriante; difícil olvidar a las fantasmales gemelas cogidas de la mano en el geométrico pasillo de El resplandor de Stanley Kubrick.

En 1986, Agota Kristof publicó El gran cuaderno, la historia de dos gemelos húngaros, Claus y Lucas, a los que su madre deja al cuidado de abuela durante la guerra. La abuela es una anciana despiadada y los gemelos tienen que aprender a sobrevivir en un régimen brutal que prefigura la dictadura comunista. Por su tono seco y su violencia explícita, la obra recuerda El pájaro pintado de Jerzy Kosinski y, al igual que en la novela del polaco, los gemelos no se resignan pasivamente a aceptar el papel de víctimas. El gran cuaderno es la historia de su aprendizaje, los ejercicios de ortografía del dolor, la crueldad y la humillación a los que Claus y Lucas se someten voluntariamente para soportar los castigos del mundo. También –y ahí está una de las grandes diferencias con Kosinski– es un cuaderno de redacción, una especie de diario donde los gemelos elaboran, entre otras cosas, una sencilla y portentosa poética:

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Cubierta de una edición de la obra 'Claus y Lucas' publicada por El Aleph.

Para decidir si algo está “bien” o “mal” tenemos una regla muy sencilla: la redacción debe ser verdadera. Debemos escribir lo que es, lo que vemos, lo que oímos, lo que hacemos. 

Por ejemplo, está prohibido escribir: “la abuela se parece a una bruja”. Pero sí está permitido escribir: “la gente llama a la abuela ‘la Bruja’”. (...)

Escribiremos: “comemos muchas nueces”, y no: “nos gustan las nueces”, porque la palabra “gustar” no es una palabra segura, carece de precisión y objetividad. “Nos gustan las nueces” y “nos gusta nuestra madre” no puede querer decir lo mismo. La primera fórmula designa un gusto agradable a la boca, y la segunda, un sentimiento.

Las palabras que definen los sentimientos son muy vagas; es mejor evitar usarlas y atenerse a la descripción de los objetos, de los seres humanos y de uno mismo, es decir, a la descripción fiel de los hechos.

He ahí la técnica de depuración y simplificación implacable a la que Kristof somete a la narración, un conductismo químicamente puro que reduce la historia a sus elementos esenciales. Es una lección de minimalismo en la que Kristof, una exiliada que había nacido en Csvikánd, Hungría, en 1935, parece aprovechar tanto la enseñanza del idioma francés (el instrumento que aprendió tardíamente) como su trabajo agotador en una fábrica de relojes. Los movimientos mecánicos que debía repetir durante horas se corresponden con la sintaxis breve y concisa, las frases ajustadas, los escuetos párrafos que van encajando a la perfección. El resultado es una prosa desnudada al máximo, una implacable maquinaria de precisión donde el horror, la guerra y las arbitrarias torturas se muestran a través de una claridad alucinante. No estoy seguro, pero creo que es uno de los pocos libros escritos en primera persona del plural: todo lo que le sucede a un hermano, le sucede al otro. Por eso, en el casi inconcebible final, cuando los dos hermanos se separan y uno de ellos cruza la frontera, tiene el efecto de un animal despedazado, de un huevo que se rompe.

La novela, que fue rechazada en varias editoriales por su salvajismo, obtuvo un éxito resonante casi desde su publicación, fue traducida a 33 idiomas y ganó el premio Europeo de Literatura Francesa. Con todo, Kristof no había terminado ahí la epopeya de Claus y Lucas, al contrario, necesitó dos libros más para explorar el drama de su separación. El segundo, La prueba (publicado en 2001), se centra en la historia de Lucas, el gemelo que se queda en la casa de la abuela; el “nosotros” se ha diluido en una tercera persona tradicional, una voz cuyo eco va desmintiendo los hechos aparentemente indestructibles puestos por escrito en El gran cuaderno. Al acabar el lector ya no sabe dónde están los límites entre la realidad y la ficción, las verdades y las patrañas. La poética de acero establecida en el primer tomo se ha hecho añicos en un juego de espejos. Aun así, Kristof llevó todavía más lejos este complejo aparato de perspectivas al añadir otra narración más, la del hermano exiliado, Klaus, en el tercer y último tomo publicado en 2008 y significativamente titulado La tercera mentira.

Fue una suerte que yo no leyera la magna trilogía de Kristof hasta mucho después de haber terminado mi novela Punto de fisión, donde aparecen también el tema del desdoblamiento en una pareja de gemelos supervivientes de la tragedia de Chernobyl. Probablemente no me hubiera atrevido ni a intentarlo, no ya por el miedo a repetirla, sino por la sospecha de resultar superfluo: un gemelo nacido muerto.

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