Billie Holiday, la fruta del dolor

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Imagen de Billie Holiday tomada en 1949. / Wikimedia Commons
Imagen de Billie Holiday tomada en 1949. / Wikimedia Commons

Billie Holiday podía haber hecho suya aquella frase terrible de la cantaora Tía Anica la Piriñaca: "Cuando canto a gusto me sabe la boca a sangre". Todo lo que Billie cantaba estaba transido de dolor, de pérdida, de deseo, de desesperanza, de tristeza, de alcohol, de injusticia, de camas deshechas. Más allá de su propia tragedia personal, cada vez que abría la boca, arropada por un piano, una batería y un contrabajo, sonaban las canciones de los esclavos negros, el murmullo de las plantaciones de algodón, el oprobio de los barcos cruzando el Atlántico con su carga humana encadenada en las bodegas.

Su vida fue un escarmiento, un viacrucis, desde los correazos que le daban sus familiares de pequeña hasta las palizas que le propinaron una tras otra los hombres de su vida, los cuales ella iba escogiendo con un mal gusto infalible. Incluso cuando llegaba un período de amor o de calma no solía durar mucho, bien por un instinto autodestructivo que nunca le falló, bien por pura y simple mala suerte. De niña tenía la costumbre de dormir en brazos de su bisabuela, hasta el día en que la anciana murió mientras dormía y hubo que romperle los brazos para que la soltara.

Sadie, su madre, fregaba escaleras y trabajaba de criada para una familia blanca de Baltimore, pero la despidieron al quedarse embarazada de Billie. Sólo tenía trece años. Su padre, Clarence Holiday, siempre quiso ser trompetista pero durante la guerra de trincheras una vaharada de gas tóxico le arañó los pulmones. "Sospecho que si hubiera querido ser pianista" dijo Billie, "le hubieran pegado un tiro en una mano". Era uno de esos cenizos irresponsables a los que perseguía una nube negra, un padre en busca y captura que no quiso saber nada de su hija hasta que empezó a triunfar. Lo único que heredó Billie de él fue el apellido y la mala estrella.

La irrefutable sucesión de desgracias prosiguió en un burdel donde entró a trabajar con trece años, la misma edad a la que la tuvo su madre. En Lady Sings the Blues, su autobiografía, escrita con una prosa a navaja, Billie dice: "Una puta puede echar mil quinientos polvos por día, pero no le gusta que nadie la viole". Hablaba por experiencia, porque cuando contaba diez años, un vecino la forzó con ayuda de la dueña de un burdel que la sujetaba los brazos. Después, la policía le echó la culpa a ella por andar por ahí provocando y la recluyeron en una horrenda institución católica. Tras una temporada cobrando veinte dólares el polvo, Billie se puso a fregar escaleras. También hacía recados y cambiaba las toallas en un burdel, y a menudo le perdonaba a la dueña el sueldo a cambio de que le permitiera escuchar la gramola que ella guardaba en su cuarto. Los discos de Louis Armstrong y de Bessie Smith, sus primeros maestros, le revelaron los secretos del fraseo; los excesos con el alcohol, el tabaco y las drogas le dejaron la voz como una taza rota desde la que se derrama el ronco lamento de su raza.

Se casó con el gran saxofonista Ben Webster, que era un santo, pero que se volvía un loco homicida cuando bebía, y casi siempre estaba borracho. Cuando no lo estaba, ella lo animaba a beber, como si quisiera retarlo, entablar un dúo a gritos. El resto de sus relaciones no le fue mucho mejor. Vivió en una época en que unas veces ni siquiera la dejaban entrar a los bares donde iba a cantar y otras veces las camareras se negaban a servirle en la misma barra que a los clientes blancos. En un club de Detroit, cuando actuaba junto a la banda de Count Basie, como era de piel mucho más oscura que el resto de la banda, tuvo que maquillarse con grasa para no desentonar.

Tiene docenas de grabaciones estrictamente inolvidables, pero su canción más famosa siempre será Strange Fruit, un terrible lamento contra el racismo que habla de los negros ahorcados como extrañas frutas colgadas de los árboles. La escribió Abel Meeropol, un judío blanco afiliado al Partido Comunista de los Estados Unidos que se quedó horrorizado al ver la foto del linchamiento de Abram Smith y Thomas Shipp. Primero escribió el poema y luego le añadió la música, aunque es el timbre trémulo y pantanoso de Billie Holiday lo que realmente la convierte en un hito inolvidable, uno de los himnos del pasado siglo, del rango emocional de La canción de la tierra de Mahler y el tono de denuncia de un discurso de Martin Luther King. La primera vez que la interpretó, en 1939, en el Café Society de Nueva York, el público se quedó helado durante un minuto, como golpeado por un tifón, y luego, poco a poco, empezó a aplaudir. Billie confesó que, en realidad, no le gustaba cantarla porque se ponía literalmente enferma, le revolvía las tripas. Le recordaba que, aunque se subiera a un escenario llevando un vestido de raso y una gardenia en el pelo, siempre seguiría trabajando en una plantación.

valeriamusic08
2 Comments
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