Ciudadano Welles

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Orson Welles, en la imagen de un cartel promocional de la película 'Ciudadano Kane', en 1941. / Wikimedia

La historia es de sobra conocida: un joven de 25 años que jamás se había puesto detrás de una cámara de cine, dirigió, protagonizó y escribió (la escritura junto a Hermann Mankiewicz) Citizen Kane, considerada durante décadas en todas las listas de crítica especializada la mejor película de todos los tiempos. Cuando la ceguera todavía no había velado sus ojos, un joven Jorge Luis Borges dijo de ella: "Abrumadoramente, infinitamente, Orson Welles exhibe fragmentos de la vida del hombre Charles Foster Kane y nos invita a combinarlos y reconstruirlo". Ese rompecabezas magistral no sólo marcaría buena parte de la historia del cine sino también la obra de Welles e incluso su propia biografía, que parece despedazarse a partir de esa fulgurante explosión primigenia como la lluvia de espejos rotos en La dama de Shanghai. Él mismo lo admitió muchos años después: "Empecé en la cumbre y desde entonces no he hecho más que rodar cuesta abajo".

Acaba de editarse en España Ciudadano Welles (Capitan Swing), un suculento libro de entrevistas con Peter Bogdanovich donde el viejo Orson, a finales de los sesenta, echa la vista atrás, a ese formidable cosmos desparramado hecho de películas geniales, películas inacabadas y películas fallidas, pero también de obras teatrales, programas radiofónicos, mujeres despampanantes, comidas pantagruélicas, amistades y cigarros. La impresión, por emplear el término borgiano, es abrumadora (la radiación que produce la cercanía de un talento de primer orden) pero también íntima y cercana, como si el lector estuviera a un lado de la mesa, escuchando charlar a dos amigos.

A diferencia de Mis almuerzos con Orson Welles (que fue objeto de una magnífica reseña por Juan Ángel Juristo), donde aparecía el cineasta al término de su vida charlando con su amigo Henry Jaglom sobre todo lo que pudo ser y no fue, este excitante diálogo con Bogdanovich muestra a Welles en la brecha, cuando acababa de entregar varias joyas del séptimo arte, todavía no había rodado F for Fake, su testamento cinematográfico, y aún tenía dos décadas de desencanto por delante. Es un Orson desenfadado, alegre, vital, bullicioso y bromista, un ciudadano del mundo en el sentido exacto del término. Pero resulta curioso que ambos libros, el de Jaglom y el de Bogdanovich, procedentes de cintas grabadas, hayan estado a punto de desaparecer en una rocambolesca historia de extravíos que parece sacada directamente del guión de Mr. Arkadin.

Sobre la figura de Orson Welles, uno de los grandes mitos del cine, pesan muchos sambenitos, casi todos ellos falsos. Uno de los más persistentes es la acusación de que robó a Mankiewicz la autoría del guión de Citizen Kane, acusación que se desmonta en varios párrafos del libro de Bogdanovich. Otro es el legendario instinto autodestructivo que, entre otros desastres, le llevó a abandonar El cuarto mandamiento (una película que, asegura, hubiera sido su obra maestra si no se la hubieran destrozado en la sala de montaje) para irse a rodar al carnaval de Rio, cuando en realidad estaba obedeciendo una sugerencia del presidente Roosevelt para filmar una gran trilogía propagandística en tiempo de guerra que acabó en nada. Si algo queda claro a lo largo del libro es la generosidad apabullante de este orondo caballero estadounidense que le regaló a Charlie Chaplin una de sus mejores películas (Monsieur Verdoux) y que dice de Charlton Heston: "el mejor hombre para trabajar con él que jamás existió en el cine".

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Cubierta del libro de Bodganovich editado en España por Capitán Swing.

En la espléndida biografía de Barbara Leaming se insinúa que el genio del pequeño Orson, que quedó huérfano muy joven, se marcó a fuego desde muy niño ante la insistencia de sus tutores. Su vida parece una película inverosímil. A los dieciséis años, sin más bagaje que unas cuantas obras de teatro universitarias, triunfó en una compañía teatral de Dublín con una actuación que mereció una reseña trasatlántica en The New York Times. Aparte de su enorme estatura y su presencia de gárgola, Orson contaba con la baza de su voz increíble, que él había enronquecido mediante ejercicios de declamación y el humo de los puros. Poco después regresó a Nueva York pero, ante la falta de ofertas de trabajo, vagabundeó por Marruecos donde conoció a Thami el Glaoui, rajá de Marrakech. Tras varias aventuras con concubinas reales y viajes en autobuses llenos de gallinas, se instaló una temporada en Sevilla justo encima de una casa de putas. Con lo que sacó de sus primeros cuentos publicados, debutó como torero en una actuación lamentable que le valió una lluvia de botellazos, uno de los cuales le dejó de recuerdo una cicatriz sobre el labio.

Después llegaron sus espectaculares triunfos teatrales y sus narraciones radiofónicas, en las que revolucionó por completo el medio. De una de ellas, la célebre adaptación de La guerra de los mundos de Wells, que provocó una oleada de pánico en los Estados Unidos, le llegó una inesperada oferta de la RKO que le ofrecía un contrato como ningún advenedizo había tenido antes en el cine. Su primera opción fue el intento de adaptar El corazón de las tinieblas, de Conrad, un sueño que perseguiría durante años y que se acabó diluyendo como tantos otros sueños suyos. Se encerró un mes entero todas las noches para aprender el arte cinematográfico viendo una y otra vez La diligencia, de John Ford, un maestro consagrado que le acabaría aceptando en su yate y en su pandilla a pesar de sus irreconciliables diferencias políticas. Igual que había aprendido la tradición shakespearana de los grandes actores irlandeses, durante la filmación de Citizen Kane absorbió como una esponja todo lo que había que aprender sobre el arte cinematográfico, en especial de su director de fotografía, el prodigioso Gregg Toland. Quien, al final del rodaje, le dio las gracias por lo mucho que había aprendido a su lado: "Es la única forma de aprender algo" dijo Toland, "de alguien que no sabe nada".

La película supuso un éxito inmenso, aunque más de reconocimiento que de taquilla, un monumento en el que el lenguaje del séptimo arte quedó fijado para siempre. El teatro, el circo, el cine, la biografía, la novela, la radio, el periodismo, la prensa; Orson lo mezcló todo en su chistera de mago y logró un milagro del celuloide. Por algo ya era un mago profesional que, en años venideros, serraría a Marlene Dietrich por la mitad para luego recomponerla, y raparía y teñiría de rubio platino la espléndida cabellera de Gilda, aunque nunca pudo recomponer su matrimonio con la dulce Rita Hayworth. El gran magnate de la prensa, William Randolph Hearst, intentó hacer todo lo posible para arruinar a ese enfant terrible que había tenido el descaro de bautizar el trineo de la infancia de Kane, Rosebud, con el apodo que él daba a las partes íntimas de su amante, Marion Davies. Aunque fuese con efecto retardado, la maldición de Hearst funcionó y con efectos devastadores: alguien dijo que, igual que Erich Von Stroheim había sido el mejor director de cine mudo desperdiciado en Hollywood, Orson Welles fue la mayor potencia creadora que se había acercado a Hollywood y que Hollywood acabaría desterrando.

En efecto, fue una piedra rodando montaña abajo, de fracaso glorioso en fracaso, rodando maravillas como La dama de Shanghai, Otelo, Macbeth o Sed de mal mientras hacía juegos malabares con su economía y sobrevivía actuando como secundario de lujo en películas que indeleblemente quedaban marcadas con su sello: el sermón a los balleneros en Moby Dick de Huston; el discurso contra la pena de muerte en Impulso criminal de Fleischer; la aparición malévola de Harry Lime en El tercer hombre, una película en la que la leyenda quiere ver la mano maestra de Orson y que él, en la intimidad con Bogdanovich, atribuye por completo al talento de Carol Reed y Alex Korda.

La efigie de niño grande con cara de torta no le abandonó jamás, ni aunque la disfrazara con barba y la adornase con un gran puro, y Orson, que siempre había luchado contra la obesidad, la aprovechó en su última gran epopeya, Campanadas a medianoche, una fabulosa recreación de Shakespeare en la que se reservó el papel de sir John Falstaff. Al rodarla, en la misma España medieval donde también quiso resucitar a don Quijote, es muy posible que Orson sintiera en la traición del príncipe Hal, que repudia al viejo Falstaff, su mentor, cuando llega a rey, la misma bofetada de desprecio que le había dado el mundo. "Lo que hemos vivido, amigo mío, lo que hemos vivido".

MrBongoWorldwide (YouTube)
2 Comments
  1. Leo Rojo says

    Gran artículo. Casi tan grande como lo fue Welles (casi, y en todos los sentidos). Era alguien tan especial que supo rodearse de gente tan especial como él. Uno de ellos fue Perico Vidal, al que le unió una gran amistad y del que algún día tendrías que hacer una reseña porque su biografía es la de Dios: http://www.elcinemiodecadadia.es/el-gran-momento-de-perico-vidal-2/

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