Los años previos a la Gran Guerra

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Evolución de las alianzas militares durante la I Guerra Mundial (1914-1918). VERDE OSCURO: Aliados; VERDE CLARO: Colonias y territorios Ocupados por los aliados; NARANJA: Imperios Centrales; NARANJA CLARO: Colonias y territorios Ocupados por los Imperios Centrales; GRIS: Países y Territorios Neutrales. / Wikipedia

Cien años después de aquella hecatombe, la analogía de algunos de los factores más importantes que la desataron nos salen al paso de manera llamativa. El más evidente de todos, seguramente sea el sentido de la aceleración del tiempo, de la producción y la economía, de la política, de la cultura, de la sociedad, de la vida misma. Nunca hasta finales del siglo XIX y principios del XX se habían producido cambios tan radicales, tan inéditos en Europa y los Estados Unidos, con una repercusión directamente interrelacionada con el resto del mundo, colonizado por Occidente y Rusia principalmente. Por primera vez en la historia, gracias a la ciencia y su aplicación técnica, a la fiebre tecnológica e innovadora, la mecanización de la industria, al telégrafo y la prensa de masas, debe hablarse de mundialización, de relaciones políticas y económicas en trance de globalización. La producción masiva de bienes fabricados, el comercio y el crédito que invaden los mercados internacionales de los imperios europeos, antes de 1914, se convierten en objeto de disputa. Su control será motivo de fundamental aspiración, acompañada y pareja de la carrera armamentística en la expansión y el dominio de los mares. Su finalidad, además del despojo de riquezas y el saqueo, sumisión y, en muchos casos, aniquilación de pueblos y naciones enteros, era como la aureola de poder para la vieja mentalidad imperial europea, en esos años recuperada con peligroso frenesí y simbolizada, más que en ningún otro, por la ambición desmedida, impetuosa, del káiser Guillermo II de Alemania.

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El Spwith Camel, caza biplano británico utilizado en la I Guerra Mundial. / Wikipedia

La tecnología conseguida en aquellos años dio un envite vertiginoso a la vida en todos los órdenes, gracias a su velocidad intrínseca; y la velocidad generaba poder, aunque en su entraña alentara una capacidad de destrucción hasta entonces desconocida. Desde 1890 a 1914, la rapidez de los cambios fue asombrosa, nunca antes imaginada. El viejo orden de seguridad burguesa sucumbía en todos los aspectos, dejando a la sociedad bienpensante atónita, inerme, desconcertada y temerosa. Nada se resistía a los descubrimientos científicos trascendentes, al avance de la técnica, de la espectacularidad de sus inventos (la incipiente aviación, los coches y sus rallys, la simple bicicleta, cuya autonomía y posibilidades daban alas a la propia libertad personal…). Velocidad mecánica (hay que advertirlo a los lectores de hoy, acostumbrados, como lo más normal, a la inmediatez de la velocidad digital) que fascinaba como lo nunca visto y arrastraba a las gentes a una existencia personal desconocida, tan excitante como confusa y opresiva, tan insegura. La industria y la expansión urbana desplazaban a la agricultura, que vomitaba en los grandes suburbios de las capitales la mano de obra excedente, harapienta y ávida de futuro, a menudo una sórdida perspectiva. Los terratenientes europeos, sobre todo ingleses y franceses (más lentamente los muy conservadores alemanes y austriacos), fueron olvidando las viejas formas aristocráticas para emparentar esta vez con la industria, los bancos y sus créditos, fuente de enriquecimiento rápido y prometedor.

Así lo entendió también el poder político europeo, que derivó hacia los empresarios y banqueros como artífices decisivos de la explotación y depredación coloniales, ansiosos de riquezas y posesiones sin límite, en un contexto nacional e internacional de insensatez, incertidumbre y precariedad políticos. La coyuntura debilitaba el liberalismo, sobre todo más allá de las fronteras europeas, en las colonias, donde se vio como símbolo odioso de Occidente; con reacciones violentas racistas y etnicistas. Así la guerra de los Bóxers en la China de 1900, el intento de regresión y mantenimiento de las esencias más puras de la tradición en Japón, el panislamismo de la yihad y la sangre contra los infieles occidentales en todo el espectro musulmán de su dominio. Por doquier llegaban ecos, información y fotografías de la prensa acerca de la aventura imperial, de la violencia y la revolución en los lugares más lejanos de la tierra, y en los mismos límites de Europa: la guerra de los Bóers (1899-1902), la revolución de México, el exterminio escalonado (1894-1915) de millones de armenios a manos de los otomanos, o el más espantoso de todos: el genocidio del Congo, que un ser repugnante, Leopoldo II de Bélgica, compró como finca privada con la única obsesión de enriquecerse con la producción de caucho. El terror inefable de su explotación se llevó por delante unos diez millones de seres humanos, hombres mujeres y niños salvajemente mutilados, torturados, masacrados por los esbirros colonialistas (la aventura del Congo francés no fue menos salvaje). El socialismo, mientras, trataba en Europa de seducir y controlar a las masas frente a dos temibles rivales, sin duda los más siniestros y peligrosos desde el punto de vista político: el nacionalismo y las religiones que, al cabo de estos cien años transcurridos, parecen haber vuelto a ganar la batalla.

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Cartel italiano de principios del siglo XX en el que se caricaturiza a Guillermo II mordiendo una bola del mundo. La leyenda de abajo dice: "El glotón. Demasiado duro". / Wikipedia

Hacia 1907, año en que se celebró en La Haya la Conferencia Internacional de la Paz, encuentro en que se formalizaron, sobre todo, las normas que debían regir la guerra, se habían perfilado las alianzas militares que desatarían la catástrofe de 1914, principalmente Reino Unido, Francia y Rusia frente a Alemania, Austria-Hungría y el Imperio otomano. Lo que parece importante es insistir en que en los dos bloques se había desatado una carrera enloquecida de confianza en la fuerza y la expansión, gracias a una tecnología que, aplicada al rearme y la potencia de fuego, amenazaba un desenlace inimaginado. Aquellos años previos fueron un tiempo de militarismo rampante, con algunas luces intensas y alternativas por la paz, finalmente apagadas por una barbarie que sorprendió a una sociedad ansiosa, huyendo hacia ninguna parte. Algo parecido a la zozobra del mundo masculino ante los primeros brotes de la liberación de la mujer de aquellos años pioneros. En Francia trascendió una muy seria preocupación por la disminución ostensible de la tasa de natalidad. Un dato contundente, amenazador para la idea de virilidad imperante, que encendió un punto de alarma, por primera vez en la historia, en una sociedad hecha a la medida del sexo masculino. La supremacía de los hombres empezó su cuenta atrás de la mano de mujeres fuertes, inteligentes y resueltas que extendieron su semilla liberadora con su ejemplo y sacrificio. La reacción masculina ante aquel fenómeno inédito tuvo una manifestación de comparsa en la carrera imparable hacia la guerra: el káiser Guillermo II adoraba los uniformes militares; el zar Nicolás II se embelesaba ante los alamares y la perfección de la disposición de la chatarra condecorativa sobre las pecheras…: “Nunca se habían visto tantos uniformes y bigotes en las calles de Berlín, París y San Petersburgo -escribe Philipp Blom-. Nunca se habían devorado en casa tantas exhibiciones abiertamente misóginas de grandeza masculina (…). Sin embargo, ni todo ese pavoneo, esos desfiles, ese retorcerse de bigotes y sacar brillo a grandes fusiles, consiguieron ocultar que el juego había terminado”. Lo que vino fue el aliento putrefacto de la bestia, intenso y fétido como constante del nuevo siglo XX. En 1899, apesadumbrado por las masacres de la guerra de los Bóxers, Rabindranath Tagore fue uno de los que con más lucidez atisbó el brillo acerado de la guadaña de la muerte con que se abría un tiempo nuevo: “El sol del siglo se pone entre nubes de sangre. Hoy, en el festival del odio, las armas suenan con el enloquecedor y terrible canto de la muerte”.

(*) Agustín García Simón es escritor y editor. Este artículo es el primero de una serie de tres, a propósito del centenario de la I Guerra Mundial, que se publica esta semana.
(II) / El salto a lo desconocido.
(y III) / 1919: el espejismo de la paz.
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