Peligro, cerco eléctrico

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Javier Mestre *

Una instalación.... / J. M.
Una instalación de una valla electrificada, con el cartel de advertencia a la derecha, en el barrio de Miraflores de Lima. / J. M.

De regreso del Perú, hay una imagen que no ha dejado de inquietarme. Los edificios del barrio de Miraflores de Lima están rodeados de vallas electrificadas. Peligro, cerco eléctrico, advierten al paseante los alambres que defienden de la calle cualquier edificio aparentemente modesto, de clase media. Alta tensión, y una calavera. Fortalezas patéticas del siglo XXI. La gente con ingresos vive prisionera de sus privilegios en una megalópolis en la que, a vista de pájaro, en realidad predominan los edificios pobres de ladrillo a medio enlucir, como un pardo calamar gigante que envuelve, amenazante, la ciudad pituca, que es como dicen “pija” los peruanos.

Hablando allá con la gente, hay una percepción generalizada de rápido deterioro de la seguridad en las calles. Curiosamente, Perú, hasta hace unos años, era visto como un país relativamente seguro, por lo menos en lo tocante a la delincuencia común. El miedo y la inseguridad estuvieron asociados a Sendero Luminoso, pero cuando el estado peruano derrotó a este grupo de iluminados brutales, regresó la tranquilidad a la vida cotidiana de los barrios céntricos de las grandes ciudades. Hoy, sin embargo, estamos en la hora de los cercos eléctricos y los vigilantes en cada esquina. La clase media peruana ha entrado en la progresiva bunkerización que sufren las clases medias de otros países latinoamericanos. Y ese incremento de la violencia cotidiana es paralelo al asentamiento del neoliberalismo como régimen económico y político indiscutible.

Perú heredó de la dictadura de Velasco Alvarado (gobernó entre 1968 y 1975) una economía con un fuerte sector público, una oligarquía debilitada y leyes proteccionistas y que defendían los derechos de los trabajadores en el mercado laboral. Ya entonces, Perú adolecía de un débil sistema de protección social, con poca cobertura en el sistema público de salud y menor aún en lo tocante a pensiones, con una vocación pública, universalista y de reparto que no pasó de declaración de intenciones tras la caída de la dictadura. Sin embargo, la prevalencia de un fuerte sector público y de una normativa protectora en lo laboral y lo económico daban a la clase trabajadora un disfrute proporcional mucho mayor de la riqueza nacional y una relativa estabilidad en el empleo y las condiciones de vida a capas muy importantes de la población.

En los noventa, Fujimori impuso un plan de ajuste estructural brutal que incluyó medidas radicales de liberalización, privatización, recorte y devaluación y precarización de la mano de obra. Dio un golpe de estado para prolongar su mandato y así, entre otras cosas, eliminar las trabas constitucionales para la privatización del sistema de pensiones. Hoy en día, tras diez años de fuerte crecimiento económico, en Perú el 63% de los trabajadores sigue sin tener ningún tipo de cobertura, ni sanitaria ni de pensiones, y los que se jubilan comprueban que el sistema privado, con altas comisiones financieras, proporciona pensiones miserables que ni siquiera duran hasta el momento del fallecimiento. Veinte años de neoliberalismo han dado lugar a un crecimiento económico que apenas ha beneficiado a las mayorías, porque lo que más ha crecido han sido la precariedad y la desigualdad.

Las grandes ciudades peruanas han visto incrementada muy rápidamente su población. Se ha acentuado el proceso de proletarización de la sociedad indígena y rural, que ha formado gigantescas barriadas de viviendas informales permanentemente inacabadas que siembran de pardo ladrillo y viales de tierra los cerros de Lima, Arequipa o Trujillo. De ahí procede la creciente inseguridad que se percibe en los barrios acomodados. El nuevo orden neoliberal lleva consigo una descomposición cultural brutal porque transforma a las personas en meros factores productivos al albur de los vaivenes de la economía privada. Las estructuras tradicionales se colapsan y la respuesta cultural está marcada por el orden de valores y representaciones de un sistema de medios de comunicación que está ética y estéticamente subordinado a la lógica neoliberal, individualista, consumista y violenta.

Cuando en Venezuela se produjo el caracazo, la explosión violenta de las capas populares embrutecidas tras una década de neoliberalismo, en Perú aún no habían salido de la resaca del nacional populismo (por llamarlo de algún modo) de Velasco Alvarado. Hoy, gracias a década y media de chavismo, en Venezuela se han reducido de manera notoria la desigualdad social y la pobreza. Sin embargo, esto no ha bastado para reducir la violencia. Los estragos culturales del neoliberalismo constituyen un camino sin retorno cuyo daño colateral más notorio es el deterioro generalizado de las condiciones de la convivencia ciudadana.

¿Cuánto tiempo vamos a tardar en ver los letreros de “peligro, cerco eléctrico” en España? La Europa alemana ha tomado ese camino desde hace tiempo, y las cifras mediocres de mejoría macroeconómica ni por asomo ilustran el proceso de deterioro institucional, cultural y social en el que nos están insertando a martillazos.

(*) Javier Mestre (Madrid, 1967) es profesor de Lengua y Literatura y escritor. En 2014 publicó su segunda novela, Made in Spain (Caballo de Troya).

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