El esclavo de los nueve espejos: Espejo cero

  • Publicamos un capítulo de la novela 'El esclavo de los nueve espejos'
  • La novela se puede comprar online en libreteria.com y en la misma web leerla por capítulos gratuitamente

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Llega a Libretería.com Raimundo Castro, autor de Los imprescindibles, la exitosa novela de los últimos maquis. Lo hace con una obra inedita que lleva por título "El esclavo de los nueve espejos", un singular homenaje a Jorge Luís Borges y Sigmundo Freud. Publicamos uno de los capítulos de este libro de este colaborador de cuartopoder.es. La novela se puede comprar para leerla online en libretería.com y se puede leer gratuitamente en la misma web por capítulos.

Envuelta en un ambiente borgiano, la obra nos permite gozar de la narrativa de Raimundo Castro que mientras te engancha con sus tramas, te seduce con las notas musicales de algunos compases que en ocasiones suenan a Galdós o a su venerado Valle Inclán. No podía faltar un guiño a la historia de nuestros tiempos que tan bien conoce por haber sido observador privilegiado de los acontecimientos de este país desde la Transición hasta nuestros días. En esta ocasión toma como referente la emblemática revista 'Ajoblanco' para poner un anuncio. En él su protagonista maldito busca un sicario que le mate, ya que él carece del suficiente valor para hacerlo. Así comienza la trama de esta novela, de esta historia entre historias.

El autor también de de 'La quema', 'Memorias para la paz', 'El sucesor' y, junto a Julia Navarro, 'La Izquierda que viene', deja en nuestras manos un libro que poco o nada tiene que ver con los anteriores.

ESPEJO CERO

Se estaba riendo de su pretenciosidad cuando le abrió la puerta, con lentitud de Igor, un caballero de corto y moderno smoking que portaba gafas y bigotes falsos, de plástico. Era evidente que los quevedos no tenían cristal y el pelo belfo parecía arrancado de una brocha de afeitar usada. No se lo creía ni él. Pero tampoco parecía interesado en hacerlo creíble.

Antes de entrar, Neblí miró al suelo y, sonriendo sin sonreír, mintiendo sin mentir, más que resuelto, masculló pensando en sí mismo: “¡Vamos allá, hijo de puta!”.

Dio las buenas noches conteniendo las ganas de reírse, pero el hombre le ofreció la mano sin firmeza, aunque no desganadamente, y le respondió con sequedad:

-Buenas noches, señora.

-Señor –corrigió Neblí, sorprendido-. Señor Neblí.

-Es igual –replicó el hombre burdamente disfrazado-. No importa el sexo como da lo mismo que lleve o no guadaña. Pero pase usted, señora. Y deme su chaqueta.

Neblí no dijo ni “no, gracias” porque llevaba la pistola en el bolsillo. Abotonó la prenda y se limitó a insistir, acentuando la palabra: “Neblí, señor Neblí”.

Su anfitrión se quitó el burdo remedo de máscara y, endulzando el tono, se justificó: “Me ha pillado gastándome una broma a mí mismo”. Y, sonriendo, dijo: “Andaba imitando a Groucho Marx y, cuando usted ha llamado, me estaba diciendo lo contrario de lo que él sentenciaba, eso de que tenía la intención de vivir para siempre o morir en el intento”. “Yo en cambio, señora, quiero morir o viviré eternamente si no lo intento”, añadió enigmáticamente. “Y créame; no es plato de buen gusto”, remató. Pero, aunque sonrió forzadamente, pareció molesto consigo mismo por haber hecho un juego de palabras tan vulgar.

Sonrió sibilinamente. “Ya lo entenderá”, dijo con brusquedad. Y retomó el gesto serio. Luego, le pidió que se sentase en uno de los sillones del enorme tresillo situado frente a la chimenea y le dio la espalda para ir a por una botella de Oporto. El verdugo aprovechó para prestar atención a la blancura de sus manos, la pulcritud de sus dedos largos. Y, por sus cuidadas uñas, comprendió que era un hombre que se concedía el lujo de despilfarrar el tiempo.

Admiró después su cabeza. Pese a contemplarla en escorzo, apreció perfectamente su nariz unamuniana, altanera, un auténtico pabellón de proa en un barco de guerra romano que tenía como ariete su barbilla. El pelo abundante, largo, peinado hacia atrás en oleaje de canas, flotaba sobre su cuello, indiferente a la diminuta calva de cura viejo, una crecida coronilla que apenas alcanzaba a vislumbrar por su estatura.

Cuando volvió con un Niepoort Garrafeira del setenta y siete, Neblí se cayó de culo sobre el cuero bruno del sillón. Aquel vino era la hostia. Siempre quiso probarlo, pero nunca supo dónde ni le dio de sí el bolsillo cuando lo encontró una tarde que fue al Ritz para controlar los movimientos de una madame de lujo a la que Antzara, contratado por un constructor, ordenó que le rompiese una pierna. ¡Un Garrafeira del setenta y siete!, gritó su mudez. ¡Y enterita!

El hacendado le confundió un poco más. Pero Neblí intuyó lo importante. Si quería que lo matase y lo trataba así sólo podía ser por una razón muy especial. Aquel hombre de sienes limpias y cejas unamunianas, de mirada sin azogue, transparente, parecía saberse dueño del mundo y poseedor de nada.

Se dijo que, pronto, él mismo le desvelaría el misterio. De modo que, mientras el contratante se acercaba a colocar sobre la mesa baja de andesita púrpura las dos copas labradas de Swarosky, dejó caer la cabeza sobre el colodrillo y contempló el enorme salón. Le recordó vagamente al de Ciudadano Kane. Por su gigantismo. Le llamó la atención, especialmente, la chimenea larga y combada, aunque comprendió enseguida que respondía al estilo de la tierra extremeña, tan parecido al castellano viejo y, sin embargo, tan singular por el aire sarraceno de su factura. Cuadros y tapices antiguos salpicaban por doquier los muros de la gran sala y las ventanas habían sido cegadas con enormes cortinas de terciopelo bermejo. Una lámpara descomunal que colgaba del techo abovedado, imitación ampliada de las medievales en rueda que antaño sostenían los cirios, iluminaba por completo la estancia con sus poderosas bombillas invisibles. Sin embargo, lo que más le llamó la atención fue la enorme escalera de piedra, sin barandilla, cuyos escalones se elevaban hasta perderse en el espejo de la puerta que se abría en el corazón de una pared transformada por completo en otro gran espejo. Las diminutas láminas de cristal, cuadriculadas, encajaban entre sí de tal manera que no estorbaban para nada la excitante sensación de que podría intentar saludarse a sí mismo sin alcanzarse nunca. Aquella estancia, pensó, parecía más grande que toda la casa junta vista desde fuera.

-Le impresiona, ¿eh? –dijo el anfitrión agachándose para servir los generosos. Pero chascó la lengua cuando comprobó que su referencia a las afecciones humanas no modificaba el gesto huraño del matón profesional.

Entonces, volvió a darle la mano sin apretar y se presentó secamente. “Soy Rogelio Suárez”, dijo. Y añadió de inmediato, sin esperar a que Neblí le dijera su nombre: “¿Sabe usted lo que ha venido a hacer?”. “Más o menos”, le replicó con el timbre átono que ya le era habitual.

Y es que Alejandro Neblí, explicó Abel Ruiz, aplicaba la clandestinidad a todo, sin excluir el habla. Podía gemir sin que, al transcribir su queja, pudiera colocársele admiración alguna. Y se expresaba oralmente como se dolía, sin estridencias, con gravedad profunda, como si todo lo que decía lo prescribiera el Papa y fuera a misa.

-Sólo usted- dijo don Rogelio con solemnidad apacible- puede librarme de la peor maldición que le puede caer a un ser humano.

Pareció dudar un momento sobre el modo en que expondría su relato. Neblí pensó que quizás esperaba que le preguntara: “¿Una maldición?”. Así que dijo: “¿Una maldición?”. Pero don Rogelio Suárez ya estaba exponiéndole la razón por la que deseaba que le matase.

-Soy un cobarde. El más rotundo de los cobardes- dijo.

Esa era, añadió, la razón fundamental por la que no se atrevía a suicidarse. Pero había otro elemento más. Quería que, una vez muerto, le garantizase la destrucción de los espejos que albergaba una estancia contigua al salón. Antes de empezar, debía jurárselo por Dios. Porque él, comentó amedrentado, no había podido hacerlo. Quiso hacerlo, pero nunca se atrevió.

-¿Que no se atrevió a romper unos espejos que quería destruir? –le preguntó Neblí, entre sorprendido y extrañado.

-Desde luego no fue por el dicho de que romper espejos da mala suerte. Es que soy su esclavo. Y estoy condenado a alimentarlos.

-¿Cómo dice? –le había replicado el ex policía, evidenciando el tono de quien empezaba a temerse el trato con un loco.

Aparentemente abstraído, con los ojos derrotados por el suelo, el terrateniente se explicó:

-Mire usted. Ahí al lado, donde acaban esas escaleras que parece que no dan a ningún sitio, hay una puerta que, como puede apreciar, es un espejo dentro del gran espejo de la pared. Da a una sala circular, esférica más bien, donde hay nueve espejos. Y cada uno de ellos contiene la existencia de personas que se encarnan en quienes los contemplan.

El marqués miró detenidamente a Neblí pero, al no apreciar la menor alteración en su rostro, continuó despistando su mirada hacia rincones inaccesibles a otros ojos que no fueran los suyos.

-Usted puede no creerme, pero comprobará lo que le digo cuando cumpla su no sé si desagradable tarea de matarme. Por eso le pido que destruya los espejos. Y, a qué engañarle, porque cabe la posibilidad de que si no lo hace, para su desgracia, sea usted mismo quien me sustituya como esclavo suyo. Porque, ¿sabe?, los espejos nos necesitan, se alimentan de nosotros. Sin nosotros, sin nuestros rostros, nuestras ansias, no son nada.

Hizo una pausa y volvió a mirar a Neblí, sonriendo con un deje de amarga ironía, como si adivinara que lo que iba a añadir desconcertaría a su interlocutor.

-Esos nueve espejos no son como los demás. Tienen retenidos a infinitos seres que son sus prisioneros. Personas que están condenadas a contemplarse siempre ante el cristal desde el otro lado del azogue y a contar sus singulares existencias como si hablasen consigo mismos. A ellos les da igual. No tienen escapatoria. Incluso creo que desearían liberarse sólo para desaparecer. Para olvidar y ser olvidados. Pero los malditos espejos no les dejan escapar. Y a mí no me permiten renunciar a seguir mirándome en ellos porque me necesitan para que les dé vida.

-¿Vida?

-Sí. Yo materializo el espíritu de los presos. Soy yo quien alimenta el vientre de los espejos. Cuando me miro en ellos, los activo. Mi presencia física ante cada uno de ellos les permite seguir existiendo y mantener su misteriosa función de carceleros.

Mientras lo decía, se le hundieron los hombros, volvió a perder la mirada y las palabras adquirieron un tono agónico. Para retomar su discurso, tuvo que apretar los puños hasta hincarse las uñas en las palmas.

- ¡No sabe lo insufrible que puede llegar a ser! Me refiero a encarnar vidas que me destruyen. Vidas generalmente cochambrosas, ridículas y aburridas. Sólo a veces, en muy contadas ocasiones, descubro sorprendentes hallazgos de la inteligencia o experimento sensaciones desconocidas que me reconfortan. Aunque, con el tiempo, todo me da igual. Y ya no sé quién soy.

El ex policía intuyó en don Rogelio Suárez una lucidez profunda, una clarividencia que no colindaba con la enajenación que cualquier mortal le atribuiría en ese estado. Miraba más allá de los muros. Y parecía estar burlándose de lo que más amaba. Entendió, fuera de sus palabras, que aquel hombre apasionado, de ademanes señoriales y conversación parsimoniosa, sentía en su interior lo que la razón nunca puede alcanzar por sí sola. Sin duda, vivía emotivamente lo que el discernimiento había acrisolado en su cabeza tras incontables meditaciones. Lo sufría.

-¿Es por eso por lo que quiere que le mate? –preguntó Neblí.

-Por eso –replicó. Y sus pupilas se le dilataron. Y era él quien poseía con su mirada todos los espejos inventados o por inventar, los que nacieron con el agua y morirán con ella-. ¡Tiene que matarme! -gimoteó alzando la voz.- Es la única solución.

Pareció desesperarse más allá de su profundo desaliento. Y se le hundieron los hombros, se le distendieron las facciones, rindió los brazos y sus manos huyeron entre los muslos hasta tocar el suelo. Luego suspiró lastimeramente y dijo: “¡Ay, los espejos!”. Y cosió los ojos a las baldosas para no desparramar la mirada sobre algo más que un vacío profundo que parecía contemplar mientras se perdía por un pozo abierto hacia el infierno.

Pese al endurecimiento de su carácter, Neblí se estremeció cuando le vio tan impotente, tan rendido, resignado. Se puso en pie y habló como si le comprendiese, pero no entendía nada.

-Interpreto bien si le digo que lo que usted pretende de mí es que le pegue un tiro para librarle, así, de la esclavitud a que le tienen sometido sus espejos… -dijo acabando de incorporarse sobre la mesa. Y don Rogelio, reconcentrando su espíritu disuelto por todo el salón, se irguió lentamente y asintió.

-¿Le parece bien que le entregue ahora mismo el dinero? – dijo yendo al grano. Y añadió sin esperar respuesta: “¿Son suficientes algo más de trece millones de pesetas? Es todo el cash que he podido reunir desde que hablamos”.

Se acercó a la chimenea y tomó un cabás escolar que estaba en la repisa. Lo abrió. Sacó varios billetes usados. De mil. De cinco mil pesetas. A Neblí le sorprendió que tanto dinero cupiera en tan poco espacio. Pero no hizo ningún comentario mientras, tras apartar las copas vacías del vintaje, su ¿podía decir ya víctima? depositaba los fajos verdes y violáceos sobre la gruesa lámina de pórfido rojo. Sólo se le aceleró un poco más el corazón.

Neblí tenía una última duda que necesitaba resolver antes de aceptar el trato. Quiso saber por qué y cómo habían esclavizado los espejos a su triste anfitrión. El atormentado señorito se limitó a decirle que era una maldición. Y que si quería conocerla a fondo, había un espejo, sólo uno, en el que el apresado era siempre el mismo: su padre, el hombre que dio origen a la abominación. Pero en lugar de explicárselo, concluyó, era preferible que él mismo contemplase, desde dentro, lo sucedido.

En ese momento, Neblí no se percató de la dimensión del reto. Sólo le importó la trófica prima que el asunto supondría para sus intereses. Era la única oportunidad que tenía de nutrir provechosamente sus bolsillos vacíos y decidió no pensar en la naturaleza del encargo. Si podía convencer a ese desquiciado marqués de que debía seguir viviendo su ignoraba si interesante o estúpida vida, lo haría con satisfacción y sin tener que matar a nadie. En cambio, si se empeñaba no obstante en morir, esos  trece millones de “calas” le despejarían cualquier duda cuando ejecutase su petición. El confuso universo del trastornado personaje y sus hambrientos espejos no le distraerían. De ninguna manera.

El náufrago le acompañó hasta la puerta de cristal, la abrió y le cedió el paso a la estancia de los nueve espejos. El aposento era esférico y los espejos colgaban de la pared redonda, elaborada con diminutos e imperceptibles espejuelos, donde una bombilla gigantesca que parecía una sicodélica bola de discoteca, iluminaba el infinito desde el epicentro abovedado de la sala. Un largo pasillo, a modo de repisa por la que podía pasearse cualquier fornido visitante, circunvalaba la pieza y permitía mirarse en cada uno de los nueve óvalos incrustados en la cintura del pozo de cristal. Cuando entró, le zozobraron los sentidos. Flotaba al andar por la ménsula especular y se veía infinitamente reflejado por doquier. Era como navegar por un mar de imágenes que le emborrachaban la mirada reproduciendo su figura desde puntos de vista que nunca hubiera podido ni siquiera imaginar.

Tardó en sosegarse porque no conseguía dar un paso sin que la sensación de hundirse le descompusiera el equilibrio. Y ni siquiera pudo girarse cuando escuchó que la puerta gemía y se cerraba a su espalda. Supo, sin darle importancia, que su anfitrión le había dejado solo. No se asustó. Estaba hechizado porque respiraba el aire perturbador e inquietante de lo mágico. Había reparado en que los cristales de los espejos carceleros, quizás impregnados por la pátina de sus muchos años, brillaban con más opacidad que el vidrio del conjunto. Y olfateó sus efluvios misteriosos.

Fue a mirarse en el primer pozo de luz. Y era él. Tenía, invertidas de izquierda a derecha, y viceversa, las mismas facciones. Aquella era su cara morena. Los mismos ojos grises, de ceniza sin rescoldos, sin asomo de brasas. La misma ceja diestra, ahora siniestra, sesgada por aquella cicatriz que le infirió una faca de entorpecida hoja. Esa mueca burlona, despectiva para con el mundo y para consigo mismo, invertida en la comisura de los labios. La idéntica barbilla mal rasurada. Aquel pelo rancio, alborotado y bruno…

Alzó el antebrazo y lo introdujo en las tripas de la luna. Movió los dedos y su mano derecha, rasgando una guitarra invisible, fue la de estribor. Dio el paso. Pero oyó una voz y no supo. No tenía su mismo tono, aunque sí el timbre despectivo y contundente. El otro movía los labios y él no tenía conciencia de hacerlo. Le dijo: “Tú, Rogelio, eras…”. Y él nunca fue Rogelio ni sabía nada de lo que su imagen, reflejada en el espejo, empezaba a contarle.

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