El patinete liberal y la acera enajenada

  • La ciudad de los ciudadanos ha de enfrentarse a continuas agresiones que tienen que ver con el transporte
  • La invasión del patinete en ciudades como Madrid o Barcelona hace del discurrir por sus aceras una arriesgada aventura

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Siempre a la defensiva, la ciudad de los ciudadanos ha de enfrentarse a continuas agresiones que tienen que ver con el transporte, debido ante todo al predominio adquirido por los medios mecánicos, principalmente el automóvil, pero también por sucedáneos que, como el conflictivo patinete eléctrico, pretenden contribuir a la mejora de la “movilidad”, poniendo sin embargo en evidencia la falacia de este pretendido nuevo paradigma.

Por supuesto que son las dimensiones de la ciudad –que la configuran como ente voraz e insaciable de espacio y tiempo, tanto hacia adentro como hacia afuera– las que la convierten en un problema creciente para que sus habitantes se desplacen en su interior, ya que gran parte de las funciones ordinarias han de hacerse en trasporte mecánico. Para el ciudadano, ese es el primer problema, o maldición, de la ciudad; pero para la dinámica capitalista, que pretende obsesivamente las economías de escala, es la ciudad expansiva, con creciente concentración de personas y necesidades, un objeto de negocios infinitos.

Desde los años de 1980 un cierto tipo de geógrafos, ingenieros y arquitectos, seguidos luego por sociólogos urbanos y, más recientemente, por forofos y visionarios de la sociedad de la información, dieron en lanzarse tras el objetivo de “poner en producción a la ciudad”, siendo generalmente poco conscientes de que tras este “ideal” acechaba el impulso comercial, insaciable, que unido a la prestigiada corriente de desorden generalizado, llamada desregulación, ha dado lugar a la acumulación de suculentos negocios, cada vez más tecnologizados, de entre los cuales los relacionados con las telecomunicaciones han sido los más espectaculares, pero que también han ido incluyendo nuevas “soluciones al transporte” que difícilmente pueden identificarse con la mejora de las condiciones de vida del urbanita.

Y así, gran parte de las innovaciones en la ciudad moderna, que sus dirigentes quieren hacer avanzada e inteligente (¡las smart cities de marras!) van contra el ciudadano normal, modesto y paciente, que suele tardar en demostrar su hartazgo ante tantos engaños y tonterías.

Es ahí, en el amplio panorama de elementos y ocurrencias antiurbanas que no decaen, donde ha hecho acto de presencia el patinete, con jugosa controversia, que nada más invadirnos ha puesto en evidencia no solamente su propia naturaleza agresiva y perturbadora sino, sobre todo, las degeneraciones por las que pueden encaminarse las ciudades cuando sus responsables y gestores renuncian a defender un auténtico espíritu urbano que, primero y ante todo, proteja al ciudadano común, de las múltiples formas que adquiere el envilecimiento de origen crematístico que lo convierte en peatón despreciado, acosado e inerme.

En Madrid, Barcelona y, en variable medida, en todas las demás ciudades de cierta envergadura, el discurrir por sus aceras ha llegado a convertirse en una arriesgada aventura: decenas de ingenios de una, dos y tres ruedas, antrópicos, mecánicos o eléctricos, convierten en suplicio el buen transitar martirizando a los viandantes y obligándolos a una permanente alerta, a un deambular desesperante y a una tensión más que justificada ante el peligro de atropello. A esto, al peligro móvil, ha de añadirse la ocupación, anárquica y nerviosa, multiforme y provisional de los sufridos vendedores del top manta, con lo que resulta obligado el zigzagueo, alerta e irritante, por las que un día, bien que lejano, llegaran a ser acogedoras vías de paseo y conversación.

Así que, aunque parezca mentira, se hace necesario recordar, e imponerlo por todos los medios, que la ciudad es para andarla, y por eso las aceras son sagradas; esto hay que proclamarlo cuando están a punto de ser expoliadas por modas y caprichos, allanadas sin miramiento ante la ola de inventiva de los traficantes de espejismos, habiéndose convertido en el último reducto de soberanía del urbanita, al que la invasión del automóvil, cada vez más exigente, le ha ido arrebatando espacios que debieran haber sido intocables.

Por supuesto que la desmesura de las ciudades, por una parte, y el estatus de privilegio otorgado (sin discusión) a los automóviles han hecho de la ciudad algo bien distinto a lo que supuso en su aparición en el Medievo como lugar de encuentro e intercambio, de avances sociales innegables, de relaciones y de integración socioeconómica campo-ciudad. Todo eso ha ido quedando, desgraciadamente, para la historia, y se impone la respuesta, vigorosa y exigente, de reivindicación de derechos tan esenciales como el de transitar, tranquila y creativamente, por nuestras calles invadidas. El peatón es el protagonista, el usuario privilegiado, el sujeto de derechos inalienables en nuestras calles; y en nuestras aceras no deben admitirse patinetes, bicicletas o cualquier otro artefacto extraño a la capacidad natural de los pacientes y esforzados bípedos, o sea, nosotros (salvo, por supuesto, los aparatos que asistan a las personas que lo necesiten).

Todos estos ingenios, incluidas las bicicletas, que pretenden mejorar nuestra movilidad, deben ser expulsados de las aceras y espacios peatonales, y canalizados en calzadas o senderos extraídos al automóvil, verdadero culpable, en el fondo, del actual desmadre. Es el automóvil el que debe ser objeto de políticas urbanas cada vez más restrictivas, y a su costa deberán ensayarse, y en su caso implantarse, esas “soluciones a la movilidad” que siempre deberán ser subsidiarias, más que alternativas, al andar y el caminar.

Y es el automóvil, claro está, contra el que hay que ir, limitando su tiranía y ubicuidad, y hacia él deben dirigirse las políticas municipales de ordenación del tráfico, no sustituyéndolas por ocurrencias de opresión al ciudadano. Ante la insolencia del patinete y similares, los responsables municipales deben responder con prohibiciones nítidas y no con medidas a medias (allanándose siempre ante la presión comercial y eludiendo el choque con las estrategias empresariales) como limitar su velocidad o admitirlos cuando la acera supera cierto ancho.

(Más que curioso, resulta grotesco comprobar que la totalidad de los usuarios del patinete y similares es gente joven o muy joven, que es la que tiene que andar porque puede y debe; y dejarse de paseos y exhibiciones en el terreno más irrenunciablemente ciudadano: las aceras. Las aceras son para el ciudadano, y hay que expulsar de ellas todo artefacto con ruedas.)

Era la liberalización, panacea de los tiempos, la que muchos esperaban que pudiera poner fin a los sufrimientos de la ciudad, empezando por los agobios de la movilidad: y parió los innumerables inventos rodantes e incontrolados, aparentemente destinados a que los automovilistas renuncien al coche (pero no al movimiento mecánico) y a que los peatones, hartos de ser bípedos erectos, miserablemente dependientes de sus dos piernas y su propia energía animal, den un paso exultante en su liberación e incluso en su progreso evolutivo…

De forma parecida a cómo se incrementa la economía informal y la delictiva en la ciudad contemporánea, apretada y productiva, esas creaciones que pretenden mejorar la movilidad pronto se convierten en contradictorias y –tenía que llegar– peligrosas para nuestra integridad física.

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