Una enfermedad incurable

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WG Sewald. FOTO:JERRY BAUER

La impresión que se tiene, al acabar un buen libro, es que la sustancia nutriente que lo integra crece en el interior del cerebro, como una infección saludable y va ganando terreno a medida que pasa el tiempo: sin duda se trata del golpe en la cabeza que debe dar a quien lo lee un buen libro que, de otra manera no merecería la pena leer, según escribió Kafka.

Con él y con otros de sus escritores viajeros preferidos: Walser, Stendhal, Broch, Mann… inicia W.G. Sebald sus viajes de Vértigo (Anagrama, 2010). Un libro en cuatro partes, como una sinfonía, que parecen relatos y como tales pueden leerse, pero que suponen un todo.

No teman, no quiero soltarles una crítica de este libro, muy bien comentado ya, sino confesar mi afición por el estilo de este alemán transterrado en Inglaterra, encantado con Italia, muerto demasiado pronto, por accidente, y de cómo su mirada pesimista contempla el caos reinante por todas partes mientras, a paso de caracol, va poniendo cierto orden, iluminando justo el sendero por el que transcurrir.

El encadenamiento sucesivo, aunque no necesariamente lineal, de lo narrado, evocaciones históricas, biográficas, a propósito de un hecho banal o cotidiano: ir al dentista, por ejemplo, despliega tal cantidad de reflexiones que la lectora -pues de mí se trata- corre el peligro de perderse, enredarse en el barullo. No el de Sebald, por cierto, sino el que se me organiza a la que pierda una pizca de atención sobre lo leído.

Su observación minuciosa puede resultar a veces exasperante, cuando el sueño gana la partida a la línea, tres o cuatro veces leída sin éxito, por ejemplo. Pero es infalible atinando en la experiencia universal, por mínima que ésta sea: “…me quedé dormido cuando el dolor de cabeza comenzaba a retirarse como se retira la humedad oscura de la arena paulatinamente más clara después de la marea” (p. 88).

También me adhiere su compasión, otro componente esencial de su estilo. Juzguen si no: “Un perro… que como todos los perros sin dueño, parecía caminar en diagonal respecto a la dirección en la que se mueve, se me había unido en la plaza de la Catedral, andando siempre, a partir de entonces, un trecho por delante de mí. Si me paraba a mirar un poco el río, también él se detenía y, meditabundo, contemplaba el fluir del agua. Si reanudaba la marcha, también él se volvía a poner en camino” (p.113).

O quizá prefieran ésta: “De pronto me sorprendió la presencia de un par de gallinas en medio de un campo verde… Por un momento que todavía no he podido comprender, la imagen que ofrecía ese pequeño grupo de gallinas que se había atrevido a salir tan lejos, al campo abierto, conmovió mi corazón. En términos generales, no sé qué es lo que a veces me conmueve tanto de determinadas cosas o seres vivos” (p.155). Esa indeterminación, el no saber de algunas de las cosas que nos pasan, me parece otra característica universal de las que Sebald acierta a expresar siempre. 

Sebald mantiene en todo momento el tono melancólico del que se nutre su estilo. No es una impostura, claro, sino una inevitable compañía por haber nacido donde y cuando nació, esa Alemania cargada de culpa, y por estar dotado de una rara, implacable capacidad de observación. O a lo mejor le pasa como a don Quijote, que ha leído demasiadas novelas; dicen que de buscar el conocimiento en la literatura se contagia la melancolía. Una terrible enfermedad.

Hace años, habló de esto en una entrevista, lograda por jabatos del periodismo cultural, dado lo reacio del autor a esas prácticas. Incide en lo que hablábamos en la anterior entrada: “Mi melancolía se debe a que el paisaje está amenazado realmente; de hecho, está desapareciendo… Eso milita contra la experiencia de mi infancia”. Voilà.

Me queda una duda de la que no he encontrado explicación en parte alguna. Ojala vengan en mi auxilio bondadosas cabezas sebaldófilas.  A lo largo del libro la fecha 1913 aparece en diferentes ocasiones: Sebald hojea la prensa de 1913, lee el diario de Samuel Pepys, en una edición de 1913, y alguna otra referencia que ahora no encuentro. Busco y veo que su admirado Franz Kafka viajó de Venecia a Verona en 1913 y que en esa fecha se produce la Segunda Guerra Balcánica, preludio de la Gran Guerrra. La guerra está en su obra y en su vida: la destrucción, la desolación, la muerte. Y otra pregunta: ¿por qué termina su narración con la cifra 2013?

Puestos a efemérides, Stendhal, que abre la novela y respira por toda ella, así como por el propio autor, murió un 22 de marzo de hace 168 años. Una fecha nada redonda, de modo que solamente un prurito neuróticamente periodístico me empuja a mencionarlo. Ustedes perdonen.

3 Comments
  1. chiqui says

    Elvira, nos dejas con citas de este autor muy sugerentes y sugestivas. Entran ganas de leerlo. No me extraña que te guste. Gracias.

  2. Patrick says

    Toutes mes félicitations à Elvira pour la qualité et l’intérêt de cette rubrique !

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