La casa de Bernarda Alba al borde del mar

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El cine siempre ha encontrado un filón en las enfermedades mentales y sería una tarea inacabable recordar algunas películas o personajes tocados por la locura en alguna de sus formas. Lo que no es tan habitual es que la esquizofrenia se convierta en la protagonista indirecta de una película española de ficción y menos todavía que esté firmada por la pareja de directores Dunia Ayaso y Felix Sabroso, cuyos trabajos anteriores han estado bastante alejados del drama (Perdona bonita pero Lucas me quería a mí, El grito en el cielo, Descongélate…)

En España estos temas han sido casi siempre territorio reservado para el cine documental, que en varias ocasiones ha diseccionado más o menos desapasionada y respetuosamente el mundo de la esquizofrenia, una enfermedad devastadora si no se controla con medicamentos y transmisible en los genes. En nuestra memoria siempre el inolvidable Joaquím Jordá y su espléndida Monos como Becky y recientemente una interesante propuesta de un discípulo del añorado José Luis Guerín, Abel García Roure, con Una cierta verdad.

En esta ocasión los directores y guionistas de La isla interior se han ido a sus islas canarias natales para recibir las variadas subvenciones insulares y de paso darle curro a los amigos y han rodado una historia sobrecogedora de una familia de cinco miembros marcada por la esquizofrenia de su progenitor, de cuyas vidas nos muestran los tres días anteriores a la muerte del padre.

Pero la propuesta de La isla interior es mucho más que la esquizofrenia, que es sobre todo la excusa argumental. Lo que han querido mostrar sus responsables son las relaciones que establecen con el mundo y entre sí los componentes de esa familia tocada por la locura, porque es ahí donde aflora el drama de estos seres frágiles y triplemente aislados -en su isla, en su casa y en sí- a los que les resulta muy difícil comunicarse con ellos mismos, con su familia y con el exterior.

La enfermedad y el temor a ella les han hecho establecer a este matrimonio y sus tres hijos unos vínculos perversos que son la causa de su dolor y a la vez su alivio en un bucle imperfecto que los destruye y los arroja a una soledad devastadora. No tienen la fuerza moral necesaria ni las condiciones emocionales suficientes para cortar los lazos, los nudos, que los unen, y no hacerlo los reconforta fugazmente aunque a la vez sea su perdición.

La isla interior es una casa de Bernarda Alba al borde del mar en las Islas Canarias habitada por seres castrados y afectivamente discapacitados que luchan contra su destino funesto con las fuerzas justas, una cueva ocupada por soledades unidas por perversos enganches emocionales y por la necesidad infinita de amor que viven entre delirios de negación del fracaso unas vidas al filo de la imposibilidad.

Ayaso y Sabroso han encontrado el ritmo pausado que necesita la historia, en la que cualquier vestigio de humor esconde un drama profundo condensado en el estremecedor plano final, y han sabido acompañar el tono intimista del relato con planos limpios y cálidos, siempre con su colorido básico reconocible en todas sus películas, como en las de Almodóvar, con quien guardan también ciertas semejanzas temáticas en el recorrido de sus carreras, que han ido desde la comedia coral disparatada al drama personal.

Esta sobresaliente película no sería la misma sin el trabajo excelente y entregado de los actores. Candela Peña, musa habitual de esta pareja de directores, se ha dejado la piel sacando el dolor y el rencor de las entrañas; Alberto San Juan se ha desangrado por dentro para mostrarnos la fragilidad de su personaje; Cristina Marcos nos ha enseñado el desamparo y la locura desatada; Celso Bugallo ha compuesto una persona que no es tal más que en su momento final; Geraldine Chaplin se ha consumido por dentro ante nosotros de pena, rabia y celos; y Antonio de la Torre ha puesto el contrapunto de simpleza de los que se dicen normales sin serlo tanto.

A quienes en la adolescencia nos dolió el alma por el desamor y la muerte y leímos algunos de los más tristes poemas jamás escritos, o eso nos parecía entonces, sabemos que Lope de Vega nos dedicó hace cuatro siglos un romance pesaroso marcado por la soledad y la pena: A mis soledades voy, de mis soledades vengo…. Y la soledad, la pena y el miedo son los acompañantes del viaje que hacen cada día y año tras año de un fracaso al siguiente todos los miembros de esta familia de unión imperfecta retratada con respeto, profundidad y elegancia por Ayaso y Sabroso.

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