
La muerte es cosa de todos, como la vida misma, pero hay maneras de acercarse a ella muy diferentes. ¿Acercarse, he dicho? Enfrentarse, quería decir. Ponerse enfrente. Mirarle a la cara con la que se le ha representado tantas veces. Dicen que las religiones se inventaron fundamentalmente para eso. Se requiere coraje para jugar una partidita de ajedrez con la tercera de las Moiras, entretenida como suele estar en cortar el hilo de la vida de los mortales. Hay quien también afirma que el arte y la literatura existen porque morimos. Puede ser.
De las mil formas que habrá para enfrentarse a la muerte, entresaco dos que acaban de publicarse en español. La de Julian Barnes, cuyo Nada que temer (Anagrama) probablemente ya hayan leído. Y la de Emily Dickinson, de la que Bartleby Editores acaba de traducir sus Poemas a la muerte. Dos talantes y dos moods anglosajones distantes en el tiempo y en el espacio: británico él, norteamericana ella; del siglo XIX ella, coetáneo nuestro él.
Barnes –traducido con gracia por Jaime Zulaika– adopta el tono distante del humor, entre el razonamiento académico y la risita floja del que anda nervioso y atemorizado. Mantiene un diálogo monologado con su hermano mayor, G. sobre lo que confiesa un hallazgo propio: “No creo en Dios pero le echo de menos”, que su hermano, filósofo, encuentra sensiblero, pero que a él le sirve para trazar un relato autobiográfico y familiar en torno a creer o no creer y a cómo esto distingue la contemplación de la muerte ajena y propia.
En su afán de consuelo busca el autor a amigos y celebridades literarias queridas y las pone a cavilar en unas páginas divertidas y aleccionadoras, desde Montaigne a Flaubert, de Jules Renard a Nabokov. La muerte no tiene gracia y su feo aliento parece querer cebarse en el escritor a medida que él va desgranando sus descubrimientos hasta dejar en suspenso un final –quizás por superstición irreprimible–, con varias pruebas de imprenta, y una consulta desesperada al lector, en busca de consuelo.
Dickinson, sublime, delicada y dura a la vez, sutil y directa, eleva su poesía en este volumen esencial y cuidado que cumple con el deber de mostrar el original junto a una traducción casi impecable de Rubén Martín. La poeta comparte con el novelista su “obsesión ineludible” y –al contrario que él- ella sí ha visto morir a muchas personas por su trabajo de enfermera.
No se plantea la muerte, como explica el prólogo muy justamente, como problema filosófico, estético, mitológico sino como algo de lo que nada puede saberse por más que se haya escrito. Sus poemas, intensos, visionarios, tratan de indagar en ese acontecimiento desconocido por todos los que estamos destinados, aunque sin entusiasmo, a conocerlo un día: He visto a un Ojo Moribundo/ dar vueltas […] buscando Algo […] / Luego empezó a nublarse / […] / luego, a cerrarse en soldadura- / sin revelar qué era aquello / que le hubiera salvado, de ser visto-.
En su indagación, oscila Dickinson entre lo inconmensurable y el pequeño detalle, como esas menudencias que preocupan a los moribundos cuando quieren dejar en orden sus asuntos en la tierra. Así va la poeta entre el color del jardín y la oquedad más oscura y desasosegante: Si no estuviera viva / cuando los Petirrojos vengan, / a ese de Corbata Carmesí / dale una miga en mi Memoria. / Y si no te pudiera dar las gracias / por estar muy dormida, / has de saber que lo estaré intentando / con labios de Granito. Es la única certeza, acaso, la de lo que sabemos que pasará después, que la conversación amena dura hasta que el Musgo nos alcanzó los labios / y nos cubrió – los nombres- .
Ese recurso del jardín y el bosque, tan fácil en apariencia, cobra un tamaño de gigante en Dickinson, una poeta que ha sido tratada con cierta condescendencia, subestimada su valía, quizás por haber sido leída –cuando lo ha sido– sin el cuidado exigido por su poesía intensa, sobria. A muchos críticos ha parecido inocente, naif, aunque no al profesor norteamericano Harold Bloom quien la elogió en su famoso Canon Occidental.
En fin que estas lecturas me han traído otras a la memoria, como Patrimonio, de Philip Roth, en que da cuenta de la vida de su padre una vez muerto. O, por razones algo diferentes pero pertinentes también, la que ahora leo, Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente.
Una rueda de autores y lectores en busca de la cara de la muerte y del halo que deja a su paso en aquellos a los que se ha querido. Y una cara muy alejada, por cierto, de los efectos especiales de las películas gore o de acción trepidante que la convierten en plástico. Un rostro pavorosamente sereno, aquietado, de perfil casi imperceptible. Sin aliento. Como los que encuentra Juan Rulfo en su Pedro Páramo, inolvidable.
Muy bien, Elvira, pero también hay otra manera de ver a la Parca, según nos enseñó nuestro Noel Clarasó:»Sólo se mueren los tontos».
Gracias, Elvira
Mucho se ha escrito sobre la muerte, es verdad, pero nada como verla pasar de cerca y llevarse a alguien querido.
tiernos los poemas de Emily Dickinson. De rulfo me quedo con ‘Luvina’ , ese pueblo fantasma de cielos despejados y y un sol ardiente donde solo quedan los muertos en su cementerio sin nadie que los visite.
Disculpen la falta de acentos.