El mejor enemigo del perro

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Un amigo ingenioso decía que en la vida hay dos tipos de personas: las que les gustan los perros y las que les gustan los gatos. Estoy de acuerdo y añado que entre el primer grupo hay un porcentaje de gente que más que gustarles se enamoran de sus mascotas y otro tanto que los consideran personas que, aunque no sepan hablar, tienen mejores sentimientos que muchas que sí.

Sin entrar en las causas de un comportamiento tan, digamos para no ser ofensivos, aberrante, lo que nos llevaría a intentar elaborar una teoría psiquiátrica-sociológica sobre la soledad, la necesidad de amor y otras cosas verdaderamente transcendentales, lo que este elevado índice de perversión provoca es que programas como el de Malas pulgas en Cuatro tengan tan buena acogida.

Como ya sabemos que en la TV cuando algo funciona hay sacarle todo su jugo y parece que estos programas (coach) de adiestramiento de perros a la cadena de Prisa le funcionaron bien cuando tenían que importarlo de EEUU, se llamaba El encantador de perros y lo presentaba César Millán, un tipo que parece un cruce -permítaseme la expresión biológica- entre Cantinflas y  Billy Bob Thornton, que al parecer adiestraba perros de celebridades hollywoodienses de más o menos denso pelaje, han comprado uno a Bocaboca presentado por el autóctono Borja Capponi, un adiestrador muy simpático que tiene experiencia en esto de los canes.

Empezó hace unas semanas los viernes en prime time en sustitución del fracasado Soy adicto, que la semana pasada se despidió de su audiencia (395.000 fieles) desde las profundidades de la noche, donde fue postergado para regocijo de insomnes y adictos al café. En este tiempo ha logrado mantener su cuota -el primer programa tuvo el 8,2% del share con 1.206.000 espectadores y el viernes pasado el 8% con 1.129.000- y por consiguiente su horario privilegiado.

En entregas pasadas hemos podido ver, entre otras cosas, a una pareja de gays cuyos perros (Chance y Chantal) no se soportaban y debían vivir con una valla para niños dividiendo el piso, a un señor mayor que era sacado a pasear literalmente por su perro, a una familia que no podía dominar los ímpetus aventureros de su golden retriewer, a otra cuyo hambriento beagle se comía hasta los restos de los platos del lavavajillas, a un renacuajo de menos de un palmo al que la testosterona le salía por las orejas, a un sharpei que no soportaba a la tía del dueño, a una pareja de whippets que se recorrían todas las encimeras de la cocina cuando sus dueños salían de casa, a un yorkshire que se quedaba afónico de tanto de ladrar…, y así hasta tres historias por capítulo, a cual más desoladora.

Porque lo común en todas ellas es la desesperación de los dueños, a los que la convivencia con su perro se les ha hecho insoportable hace tiempo, bien por debilidad de carácter, bien por ignorancia, bien por atrevimiento, y a la mayoría de los cuales se les saltan las lágrimas de incredulidad y de emoción cuando comprueban que su mascota se comporta de manera distinta después de unos minutos y unas breves indicaciones del adiestrador, a pesar de que algunos se hubiesen resignado, otros se hubiesen planteado dar el perro en adopción y otros preferimos no pensarlo.

El formato es simple. Primero se ofrece un resumen en imágenes de los momentos más impactantes del programa y luego se presentan los tres casos en tres bloques, uno por cada familia y perro, con el insoportable corte publicitario de rigor. En cada uno de ellos los dueños plantean el problema que tienen con su mascota, el entrenador detecta enseguida cuál es la causa y se ponen todos manos a la obra. Al cabo de unas instrucciones y unas horas de práctica –el rodaje es de un solo día- todas las familias son capaces de cambiar el comportamiento de su perro.

Aseguran en Cuatro que “Borja Capponi ha logrado desarrollar dinámicas educativas con resultados sobresalientes que permiten rehabilitar al animal en una sola sesión y en menos de un día”. Y es ahí donde anida nuestro escepticismo, pues nos resulta difícil asumir que un perro cambie su proceder en unas horas, aunque sea en destrezas tan simples. Sería interesante comprobar dentro de un tiempo si se mantiene el comportamiento o si los dueños más débiles han desistido de su firmeza con los perros más montaraces o díscolos.  Salvando las distancias, nos viene a la cabeza el difunto Ángel Cristo y sus leones, qué le vamos a hacer.

A nosotros nos parece indignante que se pueda comprar un perro con la misma facilidad que una bicicleta o un kilo de patatas. Como exigir un examen para obtener una licencia de “dueño de perro” –como se hace para conducir un coche- sería complicado, lo mínimo es esperar de los vendedores una explicación de las características de la raza, de sus necesidades, de su evolución y del adiestramiento mínimo requerido. No nos vale: no crecerá mucho, hay que sacarlo tres veces al día y son 500 euros. Pero sabemos que el negocio es el negocio (criadores, vendedores, peluquerías, veterinarios, comida, complementos, pastillas…) y corren malos tiempos para la responsabilidad. Además, para eso están luego las asociaciones de animales abandonados como El refugio o las perreras municipales, si no qué sería de ellas.

Ah, y programas como Malas pulgas, que nos parece bien hecho y pertinente por tres razones fundamentales: porque somos del tipo de personas a quien nos gustan los perros, porque suponemos que habrá gente que al verlo empezará a pensar, seguramente por primera vez en su vida, que su perro no es una persona sino un animal, y porque probablemente habrá alguien que después de ver el programa antes de comprarle un perro a sus hijos por Navidad prefiera comprarles una consola, una bicicleta o incluso un kilo de patatas.

1 Comment
  1. celine says

    De acuerdo, señor Serrano. Es sintomático que ese tipo de programas casi siempre sean sesgados en un país donde se maltrata, abandona y tortura a los animales, especialmente a los perros. Donde se ahorca a los galgos tras la temporada de caza, donde se tiene que contemplar, impotente, a los pobre chuchos abandonados a su (mala) suerte porque un capullo tuvo la idea de comprarle el «juguetito» a su repelente niño.

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