Las semillas del perdón

Por razones personales y profesionales, cada vez que veo algo de este Rodrigo García –el otro es un atrevido dramaturgo español al que sigo desde hace años– pienso en el estupendo libro Cómo se cuenta un cuento, fruto interesantísimo del taller de guión que su padre, Gabriel García Márquez, coordinaba en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, Cuba.

Y lo hago porque este director bogotano trabaja mucho los textos de sus películas, construye sus personajes con gran riqueza de matices y muestra con valentía sus conflictos interiores, tal y como el autor de Memoria de mis putas tristes proclamaba en esos talleres de la finca de San Tranquilino y como se puede comprobar en sus trabajos de cine (Cosas que diría con solo mirarla, Ocho mujeres y, ahora, Madres e hijas) o en los de TV que ha participado (A dos metros bajo tierra o Los soprano).

La película que nos ocupa se acerca sin miramientos al tema doloroso de las pérdidas afectivas en tres historias maternofiliales relacionadas de manera muy inteligente. Una mujer que ahora cuida a su madre mayor y que entregó en adopción a su hija por indicación de ésta cuando dio a luz siendo una adolescente. Esa hija ya adulta que afronta sus retos vitales con el peso del pasado sobre todas sus decisiones. Y una joven madre que no puede tener hijos y se plantea la adopción.

Tres historias intensas de unas vidas marcadas por la ausencia e interpretadas por grandísimas actrices. Annette Bening, Naomi Watts y Kerri Washington en los papeles centrales de cada una, respectivamente, acompañadas por Samuel L. Jackson y Jimmy Smits, un eterno secundario de lujo, en la parte masculina.

La película posee una gran profundidad psicológica, lo que exige a los actores un gran esfuerzo interpretativo y los  convierte en una de las piezas clave, junto con un guión sobrio y medido al que sólo se le puede achacar la desaparición forzada, sin explicaciones y en contra de sus propias motivaciones, de un personaje medular hacia el final del filme.

Como las anteriores películas de este director, Madres e hijas es una historia de mujeres, un universo complejo afectiva y emocionalmente que García conoce bien y en el que los hombres son comparsas, aunque la mayoría de las veces con perfiles de elevado peso humano y dramático.

García nos abre en canal el corazón desgarrado de estas mujeres marcadas por el destino y por decisiones que han guiado sus vidas por sendas tortuosas. Una se sabe frágil, otra se cree invencible y otra tiene muchas dudas y pocas fuerzas, pero en todas ellas el azar vuelve a provocar un giro a sus proyectos para cambiarlas de vereda.

La película tiene mucho que ver con la suerte, la valentía, la fuerza, el dolor, el perdón, la lucha, las oportunidades, el arrepentimiento… y nos recuerda en ocasiones tramas que hemos leído en Auster o Carver o películas que hemos visto de González Inárritu, a la sazón, productor de Madres e hijas.

Que la protagonista de una película tenga más de 50 años es una rareza y un valor hoy día, lo mismo que ver a grandes actores secundarios en papeles de más de una frase, pero sobre todo lo es que podamos ver películas complejas en las que los conflictos internos de los personajes y sus afectos y emociones sean por lo menos tan importantes como la acción.

Quizá García haya recurrido demasiado al acompañamiento musical en las escenas de mayor intensidad emocional, pero en general ha compuesto una gran película, soberbiamente interpretada, magníficamente dirigida y muy bien escrita. Una película valiente, honesta y con sabor agridulce, como la vida misma.