Ofelia de Pablo
“Me llamo Alegría”, -parece una broma pesada –pienso- mientras un hombre enfundado en harapos y con pelo largo me estrecha su mano frente a una pequeña empresa de clasificación de reciclaje en el emblemático barrio de La Boca en Buenos Aires. Es una de las 35.000 personas censadas –fuentes extraoficiales hablan de más del doble- que recogen cartón y materiales reciclables en la ciudad, los llamados cartoneros. Alegría descarga barcos durante el día y por las noches se convierte en parte del ejército de cartoneros que viaja en los llamados trenes blancos hacia el centro de la capital con el fin de ganar algo con la basura de los demás. Quiere enviar a su hijo a la universidad para sacarle de la miseria.
Hasta aquí el relato puede parecerse a cualquier hombre de los que vemos en nuestros barrios hurgando en los contenedores. Pero cuando uno sale a la calle de la ciudad porteña puede comprobar como estos cartoneros invaden literalmente las calles. Familias enteras con sus hijos, incluso con bebés a la espalda, patrullan las cuadras en busca de los preciados tesoros. No son desarrapados ni drogadictos ni almas descarriadas. Muchos de ellos eran personas de clase media que tenían su hipoteca, su coche, sus hijos y su trabajo para sujetar toda esa ilusión de progreso. Un día llego la crisis y todo se desvaneció. “La solución - me cuenta Centurión mientras tira de su carrito repleto de cartones primorosamente doblados- salir a la calle a buscar en la basura”. “El problema –señala- son las mafias que controlan las zonas”. Los territorios están asignados y hay todo un negocio montado entorno a su miseria en el que se puede ver a menores recogiendo basura incluso en sus carricoches de juguete. Las drogas han hecho su aparición y se pueden ver escenas en las que niños esnifando pegamento son parte de la patrulla de cartoneros que trabajan hasta el amanecer.