Los siete magníficos ya no cabalgan

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Ofelia de Pablo

Foto: Ofelia de Pablo.

Monument Valley es la imagen del oeste americano, un lugar donde leyenda y realidad conviven. En escenarios de películas cien veces vistas conviven las tribus de indios navajos, los vaqueros y los espectaculares monumentos de roca rojiza en mitad del desierto. Fue John Ford en 1938 quien comenzó a promocionar Monument Valley cuando decidió rodar Stagecoach, desde entonces son muchas las películas que se han rodado aquí y se ha utilizado su imagen para realizar varias campañas publicitarias.

Aquí es donde me sumerjo en el territorio navajo, son las tierras que el gobierno ha asignado a los indios que una vez fueron dueños de todo y que ahora están condenados a vivir en las mal llamadas reservas indias.

Conduzco hasta el final de la carretera 191, en la frontera con Arizona donde se encuentra el Parque de la tribu Navaja Tse´Bii´Ndzisgaii - en lengua nativa-, un lugar espectacular reconocido en el mundo entero pero que paradójicamente no lo es tanto en Estados Unidos, quizás porque en vez de formar parte de la red gubernamental de parques nacionales está dentro del poco popular territorio navajo.

Una polvorienta pista –aquí no está todo asfaltado como en los otros parques- se adentra en la parte abierta al público de Monument Valley y permite recorrer sus principales formaciones. El paisaje de los monumentos de arenisca rojiza me recuerda a las persecuciones a caballo por las llanuras, a indios cortando cabelleras o hermosas historias de amor a la sombra de las catedrales de piedra rojiza. Un lujo para los sentidos que se multiplicará por mil al atardecer cuando el sol se desplaza hasta el ocaso perfilando con mimo infinito las hermosas formaciones. Me baño en un haz luz dorada que tras de mí ilumina la tierra teñida de color sangre. El astro rey se esconde y en su lugar un millón de estrellas conquista uno de los firmamentos más hermosos de la tierra.

Es en el interior del parque tribal, alejados de la sociedad actual donde numerosas familias de las tribus navajas tratan de seguir viviendo como siempre lo han hecho. Cada día después de llevar a pastar sus rebaños vuelven al poblado y se recogen en sus tipis -tiendas cónicas de piel animal-. Mantienen su lengua, sus ritos y costumbres al margen del vertiginoso mundo que les rodea aunque los tiempos cambian y cada vez es más difícil cazar y cultivar como antes. Al final la mayoría tiene que optar por trabajar como guías para los turistas en el parque, otros se dedican a vender artesanía y muchos se han visto obligados a abandonar su territorio para encontrar sustento para la familia.

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