El fantasma de la Carrera de San Jerónimo (I)

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Raimundo Castro *

El año que viene ejque lo tuvo claro. José Bono mandó llamar a su despacho al comisario. Aquello, dijo, no podía continuar así. Se lo había comentado el propio rey Juan Carlos en una cacería por ahí, donde los Montes de Toledo, nada menos que en la finca de La Salsera. No se atrevió a preguntar a su Majestad quién se lo dijo, pero lo adivinó. Llamó al jefe de los espías, su amigo Alfredo Sáez. Había sido él. Normal. Pero, coño, podía haberle informado antes, ¿no?

Al Rey le preocupaba que las voces del Palacio cuestionasen la democracia, pero, sobre todo, que se metieran con su familia.

-Luís -dijo con solemnidad el presidente, echando el cuerpo a un lado y reclinando la espalda como un cardenal.- Tiene usted que detenerme a los fantasmas del Congreso.

-¿A todos?-replicó asustado el comisario.

-A los que sean.

-¿Los políticos?

-No, hombre, no. No me sea burro.

-¿A quién entonces? ¿A los periodistas?

-Que no, hombre de Dios, que no es eso. Me refiero a los fantasmas de verdad.

-¡Coño!
-¡Si ejque…!

LUIS SE MESABA EL PELO CANO y se atusaba el colodrillo que se había despeinado con los nervios. Aun alucinaba cuando llamó a su contacto en la Casa Real. Era un hombre quien confiaba plenamente.

-¿Tú qué sabes de los fantasmas?

-Lo que te ha dicho Bono. Parece raro, pero es lo que afirma el CNI. Lo malo es que el de los vuestros que trabaja para ellos no se aclara. Dice incongruencias. Que si se oyen pasos por la noche. Que si hay puertas que chirrían. Las chorradas de siempre. Y lo más raro: que alguien con voz de ultratumba anda cagándose en los muertos de todos los políticos, pone a parir la democracia y, especialmente, dice barbaridades de la Corona.

-Así que, claro, el Rey anda molesto…

-¡Qué va! Al Rey le importa un pito. Pero ya sabes. Con eso de las campañas contra su figura, anda mosqueado. Y es mejor aclarar las cosas. Por si la prensa.

-Pues como se enteren de que buscamos fantasmas, estamos apañaos.

-Sé que puedes hacerlo con discreción. Lo importante, ya sabes, es que nadie se entere.

-Eso espero -dijo Luis-. Y volvió a despeinarse.

NO QUISO INFORMARLE EN SU DESPACHO. Y menos, claro, por teléfono. No era que le constase la posibilidad de que se hicieran grabaciones o escuchas ilegales en el Congreso. ¡Qué iba! Pero era mejor no tentar al diablo. Después de todo, las meigas son las meigas aunque tampoco existan. Y si en el Palacio había fantasmas… ¿qué otras cosas no podría haber?

Pensó en llevarse a Paco, el inspector más veterano, al "Bar Manolo" o cualquier otro sitio de los alrededores. Para contárselo con detenimiento. Pero se arrepintió enseguida. ¿Dónde iba? ¡Si las tascas estaban plagadas de políticos y plumillas! Dio un paseo con él hasta la Puerta del Sol. Mucho follón, más ruido. Perfecto. Ni que preocuparse.

Le puso la mano en el hombro y acercó los labios a su oído.
-Tienes que hacerme un favor muy grande -dijo.

-¿Qué?

-Que tienes…-se dio cuenta de que era inútil seguir hablando sin dejar de andar. Era mejor que le viese los labios. "En el Congreso -dijo deletreando las palabras- hay fantasmas".

-¡A porrón!

-¡Que no, joder, que no! ¡Que hay fantasmas de verdad!

-¿Cómo que de verdad? -le respondió casi chillando también, pensando que el comisario le gritaba por sus propios problemas de oído.

Luis le explicó a Paco todos los detalles y Paco se lo tomó como todo. Tan panchamente.

-Pues habrá que buscar a los fantasmas -dijo alzando al tiempo los hombros y los mofletes.

CARMEN, SU MUJER, SALVÓ LOS MUEBLES. -Yo, Paco, no sé mucho de esto -dijo sin alterarse por el conocimiento de la noticia-. Pero hay un tipo en la tele, Iker no sé qué, que se lo sabe todo de estos asuntos. Y dicen que va de científico…
La idea era buena, pero Paco se quedó quieto parao, como diría él mismo. ¿Y quién le ponía en contacto con ese tal Iker? ¿Y cómo le decía lo del Congreso sin que se corriese la voz? Tenía que engañar a algún periodista de los majos, de los que respetaban aquello de no me hagas preguntas ahora que ya te contaré y luego perdían la curiosidad en cuanto surgía otra pelea entre diputados del mismo partido. Algunos eran buenos chicos pero siempre acababan distrayéndose, perdiéndose en la bruma del momento.

El especialista se llamaba Iker Jiménez y Paco anduvo cerca de matar a su mujer cuando lo vio por primera vez en televisión. ¡Si era un muñeco! Menos mal que su María se lo aclaró enseguida. Eso lo hacia la cadena para promocionar a sus estrellas. Pero hombre, ¿no veía allí mismo, también de cartón, a Zapatero y el Papa?

El amigo plumilla era de una televisión rival, pero conocía a una colaboradora de Iker Jiménez de cuando andaban juntos, antes de que la empresa se rompiese en dos.

La cadena de amistades funcionó. Paco se entrevistó con el colaborador del paraperiodista milenario en presencia del amigo común. Sólo quería saber, dijo, si existía algún grupo de cazafantasmas en Madrid y conocía la manera de ponerse en contacto con ellos.

El interlocutor se rió de su ignorancia. Bastaba entrar en Internet. O buscar en la asociación de parasicólogos. Los había así, dijo juntando las yemas de los dedos. Pero…Transformó el rostro por completo y la piel se le tiñó de cera, pero encontró una solución. La única seria, dijo. Tenía que llamar al Grupo Hepta. Era el más "apañao". El padre Pilón y sus muchachos, sus jubilados de espíritu juvenil, llevaban muchos años trabajándose los polstergeist patrios. Desde lo del Palacio de Linares hasta las caras de Bélmez o el Baúl del Monje es que no habían parado.

Hacía cincuenta años que José María Pilón y su inseparable péndulo practicaban la radiestesia con eficacia y era famoso porque descubrió dónde habían escondido los GRAPO a Oriol y Villaescusa cuando los secuestraron. El jesuita, contó el periodista de los fenómenos paranormales, creó un equipo multidisciplinar a finales de los ochenta. Eran unos trescientos amigos de todos los oficios que ayudaban en las investigaciones de forma desinteresada. Y, lo mejor, con absoluta discreción.

A LOS PARASICÓLOGOS LES ENCANTÓ EL ENCARGO. ¡Anda que no les gustaba a ellos, dijo Sol, colarse en los viejos caserones y palacios donde acontecían fenómenos de ultratumba! Lo malo era lo contrario. Que casi nunca les dejaban husmear.

Fue un honor. El comisario les hizo una acreditación extraoficial, muy a pesar del Secretario General, siempre tan riguroso, y se les permitió introducir todo tipo de aparatos especiales. Siempre acompañados por su policía de los otros, el del CNI, y por Arturo, un hombre de Paco, se les concedió una semana para investigar todos los días desde medianoche hasta las siete de la mañana. En todo momento les guió un ujier sabihondillo que prefirió ocultar su nombre porque desconfiaba de que aquello, como queda demostrado aquí, se guardara en secreto de verdad.

Pilón dio la primera pista. Bono tuvo el detalle de invitar al equipo a que visitara las tribunas en un día de pleno. Y ahí ya notó el maestro, perspicaz, que el péndulo se movía ostensiblemente cuando pasaban por una de las salas cercanas al palco de autoridades. Le informaron de que, algunas tardes, a la hora de la siesta, salían de esa estancia unos gemidos sospechosos, pero el grupo no detectó ningún fenómeno extraño. Ni irregularidades magnéticas, ni luminosidades extraterrenas, ni aires fríos, ni nada de nada. Fue entonces cuando Paco, que se lo sabía todo del Palacio, por los años, recordó que era en esa sala donde la reina Isabel II se citaba con sus amantes del mundo diplomático cuando se veía obligada a presidir un pleno. Pilón se dijo que podría ser que…Pero no. Aunque la historia de la señora daba qué temer, prefería pensar bien.

Como buen jesuita, miró al techo para despistar. Y todos la imitaron. Menos uno de los investigadores que dijo en voz alta:

-¡Si es que los Borbones!-. Y como todos se quedaran mirándole, añadió tan fresco que parecían haber sido engendrados para el fornicio: "Fíjense que Fernando VII, y está escrito, tenía tales atributos que se anudaba un pañuelo al instrumento para no provocar desgarros a las damas. Y su hija, es sabido, fue tan promiscua que nadie sabe de cierto quién fue el padre de Alfonso XII. Bueno, que lo fue cualquiera menos su padre, don Francisco de Asís, de quien se decía que tenía más amantes masculinos que su esposa…

LA MIRADA FURIBUNDA DEL PADRE PILÓN cortó en seco la exposición del indecoroso cronista antes de que manifestase nuevos despropósitos.

-Aquí huele mal- dijo para cambiar de tema.

Y efectivamente, de una parte de la habitación salía cierto tufillo extraño, como de pedorreta. Fue Piedad, la coordinadora, quien sospechó la variable. ¿Y si se trataba de un problema de clariesencia, de olores de otra dimensión? En el Palacio de Linares ya detectaron una vez esos fenómenos de osmogénesis.

Paco, que seguía con ellos, les orientó. Ahí también echaba las siestas el Caudillo, matizó, pero no creía que fuera eso. Franco, le habían dicho, no olía. Ni bien, ni mal. Así que se limitó a señalar que al lado, donde se alzaba la escalerilla de siete peldaños, estaba el que fue lavabo de la reina, ahora clausurado. Pilón acercó el péndulo y la vibración se acentuó. Empujó la puerta y, para su sorpresa, chirrió.

El inspector subió corriendo y se le adelantó. No podía ser. Siempre estaba cerrada. Él mismo tenía la llave en el despacho. Alguien, dedujo, había forzado el pequeño cerrojo.

Abrió la puerta a tope y la pestilencia saltó al pasillo. Dentro, la taza estaba atascada por papeles y algún preservativo. La falta de presión del agua había colaborado al estancamiento. Los gemidos, el mal olor… Alguien se había pasado de listo. Y de gusto. Se tomarían las medidas necesarias. Pero recordó lo que le decía su mujer cuando le pillaba sentado en la taza y olía fatal: "¡Estás vivo!". Y sentenció que aquello era de lo más natural del mundo.

Descartada la primera impresión, fue preciso hacer un recorrido más profundo de las salas y pasillos del Palacio y su ampliación. Arturo recomendó acercarse a la Galería de los Retratos de la primera planta. Había un policía que se negaba a cruzarla por la noche porque aseguraba haberse topado con el espectro del comunero de la cabeza cortada, el del cuadro de Gisbert. Había visto flotar la cabeza en el aire como cuando colgaba de la mano del verdugo en el patíbulo. Lo juró. Él mismo había sentido miedo después, aunque sólo de las sombras y del crujido de las maderas bajo la moqueta.

Pasaron por el pasillo iluminado y lo único que les impresionó fue la belleza de la pintura. Nadie dijo nada pero todo el mundo se acordó de la vieja enciclopedia infantil donde se reproducía el cuadro de los comuneros de Castilla. Un escalofrío les recorrió la espalda, pero no de miedo, sino de nostalgia.

Desde allí se escuchaba, lejano, el batir de las hojas de bronce de la puerta principal, la de los Leones. Se acercaron al vestíbulo en fila india, siguiendo al padre Pilón. Aunque desconfiado, siempre era el más valiente. El crujido leve del portalón no invitaba, sin embargo, a temor alguno. Un colaborador del jesuita ya entrado en días, especialista en la medición de los campos magnéticos, comentó:
-Me pidieron una vez que investigase el eco de los cascos del caballo del general Pavía. Fue cuando las Cortes eran las Cortes. Un procurador amigo mío me dijo que había días que resonaban con estrépito, sobre todo después de los debates sobre la necesidad de la apertura del Régimen. Puede ser que el fantasma del general llame a la puerta reclamando su caballo.

-Don Pedro, no sea burro- le replicó Pilón-. ¿No sabe usted que Pavía ni siquiera acudió al Congreso a disolverlo?

Ahí se lució el poli que colaboraba con los otros. Según el Diario de Sesiones, Pavía mandó dos mil guardias y soldados. Entraron doscientos, pegaron unos tiros y obligaron a los diputados a salir aunque algunos, como el presidente depuesto, don Emilio Castelar, se mostró dispuesto a morir en el escaño. Cuando Castelar salió, Pavía le envió un emisario para pedirle que siguiera en el poder y el ilustre orador le mandó a freír espárragos tras una charla bajo la estatua de Neptuno.

Como allí no quedaba otra fantasmagoría que la vaporosa memoria del tiempo en que al Congreso se entraba por el bar, la troupe, agotada por esa primera noche de pesquisas, se fue a dormir. Sin embargo, cuando cruzaba el Salón de los Pasos Perdidos, don José María creyó escuchar unos gritos apenas perceptibles que reclamaban, imperiosos, un poquito de dignidad. Le pareció extraño. Así que, por si aquello, le pidió a Piedad que pusiera un momento el magnetófono especial con el que captaban las psicofonías. Al poco sintió una enorme serenidad de espíritu y dijo:

-Ya está.

Y ya estaba.

(*) Raimundo Castro (Torremocha, Cáceres, 1955). Periodista y escritor. Este texto obtuvo el premio de la II Edición de Relato Parlamentario, concedido por la Asociación de Periodistas Parlamentarios y el Congreso de los Diputados.
2 Comments
  1. me says

    Mondante.

  2. Fionny says

    Rafael e Roney,pelo que vcs falaram e easomts sentindo, o Twitter se nao tivermos filtros vai virar barulho.Acredito que vai ter uma turma que vai ficar nos tres micro posts diarios, a galera que vai topar tudo, gente que vai ter varios para cada ocasiao O uso variado e de cada um.Estou procurando ainda o meu jeito.Nao tenho a galera do Twitter e nao sei o que e8 ter uma turminha ali.Deve ser bacana, mas deveria ser fechado.Vou ainda de varios perfis, um para cada situacao.Valeram os comentarios e8 bom saber que nao estou enloucecendo sozinho rs..abracos,Nepo.

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