El fantasma de la Carrera de San Jerónimo (II)

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Raimundo Castro *

El día siguiente todos acudieron al Salón de los Pasos Perdidos, oficialmente de Conferencias según el ujier que les guiaba. "Pero nadie lo llama así", dijo en tono bajo, de complicidad.
Pilón ordenó desplegar toda su artillería antifantasmagórica, incluyendo la Jaula de Faraday que absorbía las radiaciones hertzianas. Pensó que lo mejor era descartar, de entrada, que el Congreso fuera una de las "casas que matan", como él mismo las llamaba, esos edificios en los que las alteraciones del subsuelo perturbaban las radiaciones terrestres y causaban enfermedades como la esterilidad o el cáncer. Después de todo, las voces de ultratumba y las nebulosas espectrales del cercano Palacio de Linares se debieron a la confluencia de aguas subterráneas en la plaza de Cibeles, donde paraba el arroyo Abroñigal.

Recordó la que se lió en los ochenta con las psicofonías del fantasma de la niña Raimunda y la discreta investigación posterior que se hizo en los pasadizos que rodean la caja fuerte del Banco de España. Todo fue culpa del agua embalsamada. Y no había fantasmas de ningún tenor. Ni aparecidos, ni desdoblados, ni ectoplásmicos, ni del diablo que los fundiese. Nada.

El moderno zahorí descartó que las aguas de algún regato subterráneo influyeran en el Palacio del Congreso, pero estaba convencido de que había oído algo porque la noche anterior, el zumbido de sus oídos fue un acúfeno perfecto. Se dispuso a tirar de lo que hiciese falta, aunque tuviera que llevar a todos sus expertos, a Paloma, al abacomante, el aeromante, el experto en geomancia, el nigromante, el xilomante, el de la piromancia o el psicógrafo, todos juntos. Sin embargo, lo único que consiguió fue una vaga aunque prolongada psicofonía. Era la voz de un hombre recio que pareciera pasear por el salón bordoneando dos palabras: "¡Malditos viceversas!". Pero era difícil apreciar las palabras con claridad.

El ujier que los guiaba era uno de esos nuevos que no paran de leer a Esteinbeck y gente así. Por eso se atrevió a decir que podía ser el espíritu de un diputado de la primera república, el albéitar Rafael Pérez del Álamo. Fue un socialista de primera hornada que tomó Loja con 5.000 campesinos en 1861 y siete años después se sumó a la Gloriosa de Prim. Después de ser varios años diputado y viendo los vaivenes políticos que conllevó la pobre revolución, hizo un librito que concluyó con una frase de órdago: "En este país de los viceversas todo es posible menos tener memoria".

Podía ser él, dijo. Pero no hubo nada que hacer porque la psicofonía era poco precisa y allí no se corporeizaba nadie, ni salían manchas en las paredes. Por no haber, no hubo ni asomo de ectoplasmias, psicoquinésis o precogniciones.

SI ACASO, MUY CERCA, donde la Sala de Ministros, se ofreció una alternativa. Todos los medidores apuntaban hacia allí. El péndulo, la cámara Faraday, la bola de Paloma, un estigma que le salió a Pedro en un brazo e incluso la cámara de video percibieron algo. Entraron casi a oscuras. Arturo se dirigió hacia el interior para dar la luz y se pegó un buen susto. El contorno sombrío de algo parecido a un hombre se dirigió hacia él a la misma velocidad que él se dirigió al interruptor. Se dio de bruces con el cristal de la puerta que separaba el hall de la sala de reuniones. Las puertas batidas cedieron y cayó rodando. Todos se quedaron quietos hasta que se levantó y encendió la araña del techo. Como si nada.

El ujier se apresuró a colocar una sábana sobre la mesa ovoide para evitar que los trastos rayasen la madera de nogal. Activaron todo lo que tenían. Y tampoco hubo suerte. El retrato de don Juan Carlos pintado por Macarrón parecía reírse de ellos. Todo estaba limpio. Fue como si la lejía dieciochesca se impusiera al tiempo y hubiera borrado hasta el sudor de los revolcones sobre las alfombras.

Ya volvían sobre sus pasos por la pequeña salita de entrada, llamada "La Bombonera", cuando Paloma se estremeció. Allí había algo. Sí, ahí estaba, indicó, lo que habían detectado desde el Salón de los Pasos Perdidos.

Esa era, dijo el ujier, la única estancia que mantenía la decoración original del Palacio, la que le pusieron cuando se construyó a mediados del siglo XIX. Las sillas, las mesas, las telas de la pared, todas en terciopelo rojo sobre purpurina dorada, incluso los espejos, eran de época. Sólo habían sido restaurados.

Paloma sacó de su bolso la bola de cristal. Pidió que apagasen la luz y dejasen únicamente la del pasillo. Una especie de niebla se agitó en el interior de la esfera. A todos les pareció ver pequeños halos de luz crecientes, semejantes a los que emiten los proyectores de cine.

-Ya está -insistió el ujier-. Son las películas de Romanones. También era cinéfilo. En los años veinte, contó, Alfonso XIII le pidió a Romanones que encargase al director Ramón Baños varias películas pornográficas, a 6.000 pesetas cada una. El Marqués de Sotelo y Miguel Primo de Rivera recomendaron al autor porque habían visto alguna de sus películas en el burdel valenciano de Casa Rosita. Lo raro, matizó el bedel, era que las películas sólo se visionaban en el palacio real o en burdeles de lujo que se cerraban para la ocasión.

Pilón explicó que la bola podía identificar sucesos ocurridos a distancia, sobre todo cuando el espíritu del protagonista estaba atrapado en la salita. De todos modos, añadió, al día siguiente traería al experto en psicoscopia, por ver si al contacto con la tela de las sillas o la mesa descubría la personalidad del espíritu atrapado entre este mundo y el de más allá. También llamaría a su mejor paragnosta por si encontraba algo oculto en los reflejos del envejecido espejo de la pared. Que nunca se sabía.

Se aburrieron como si viesen llover. Después de que el sensitivo tocase y retocase los objetos buscando el pasado de sus dueños, no hubo nada. Si acaso una psicofonía extraña, casi inaudible, que, según sospecharon después, podían ser las palabras de un diputado catalanista llamado Joan Ventosa a quien Romanones le había dicho que le tenía afecto y que, en fin, si tenía que fusilarle… "Me fusilará con cariño", le había replicado.

Algo era algo. Y Pilón se fue contento a buscar en otro sitio. Porque no le quedó ninguna duda que el fantasma del Cojo de piernas, que no de cojones, como lo definió no recordaba quién, anduvo por el Congreso. Sobre todo cuando comprobó que el magnetófono había grabado una casi imperceptible parafonía sardónica que se iba perdiendo hacia la calle. "¡Menuda tropa!", iba repitiendo. "¡Menuda tropa!".

DE HABER SIDO UN FANTASMA, lo hubiera sido en pena, pensó el joven ujier cuando entraron en la galería del Orden del Día y se detuvo ante el busto de Julián Besteiro. Era el símbolo de la República traicionada, de lo que pudo haber sido y nunca volvería a ser. No como entonces. No con aquellos sueños, se dijo. Porque la monarquía parlamentaria funcionaba, estaba bien. Nunca España disfrutó de tanta democracia y tanta paz. Pero no era lo mismo.

Aquel rostro de la República no era fantasmagórico pero sí alegórico. Representaba a todos los perdedores que en el mundo han sido. A los que merecieron ganar y no lo hicieron, a quienes dieron la vida por el bienestar de los seres humanos sin más recompensa que su dignidad. De no hacer lo que hacían, pensaban, su propia vergüenza les hubiera arrastrado hasta el fangal.

Aunque comprobó con su péndulo que allí no se detectaba nada extrasensorial, el padre Pilón detuvo al grupo un momento, como si pasara algo de verdad, para respetar la meditación del ujier. Nadie comprendió el porqué ni nadie dijo nada. Pero hasta los aparatos guardaron un minuto de silencio.

Fue el tiempo justo para reflexionar sobre el camino a seguir. Paco dijo que lo mejor era pasarse por el almacén de documentos del sótano. Se perdieron entre boletines del Estado, del Congreso y de papeles institucionales archivados con tino y no detectaron ninguna presencia espectral. La sordidez de los largos túneles no invitaba al miedo, sino al tedio. "El espíritu de la ley es soporífero", dijo el ujier con más apatía que gracia. Y todos asintieron sin pronunciar palabra.

En los distintos pisos de los aparcamientos tampoco captaron ningún fenómeno de telecinesia o fantasmogénesis aunque grabaron vídeos y colocaron magnetofones especiales y otros aparatos que medían el calor, las fuerzas magnéticas, las teleplastias, las luces y hasta los signos alucinatorios. Pilón recordó en voz alta que Polstergeist significaba en alemán "duende ruidoso". Y añadió que iban mal encaminados. Ahí no había nada. Ni duendes, ni ruidosos.

Habían recorrido todo el viejo edificio y sus ampliaciones, incluso las nuevas del otro lado de la Carrera de San Jerónimo, y su esfuerzo no les había dado ningún resultado positivo. Pareciera, además, que en los años de Franco se hubiera paralizado por completo la actividad paranormal. Ni siquiera había apuntes de fantasmagorías. Nadie hablaba, nadie se reía, nada ni nadie insinuaba sus lamentos ultraterrenos. Quizás hasta los espíritus le tenían miedo a Franco, dijo el ujier. Y la lió. Daba mal fario tentar a la bicha. Franco…

Fue decir su nombre y el día siguiente, a falta de sólo dos jornadas, le informaron a Paco de una curiosidad. ¿A que no sabía qué? Pues eso, que habían visto a Tejero paseándose por los alrededores del palacio, controlando.

-Será nostalgia -dijo Arturo.

-O mono de… -añadió el otro de los otros.

-Mono ¿de qué?- cortó Paco al instante, más tranquilo que Federer sin Nadal en pista-. ¡Ese sí que es un pobre fantasma!

Recordó que Tejero podía pasearse por donde quisiera siempre que no tirase de tricornio ni le tocase los pinjantes a los demás y sentenció que ellos tenían que estar a lo que estaban. Ni a setas ni a Rolex, dijo. A fantasmas.

En esas entraron en el hemiciclo y subieron al bar secreto que abrió Gregorio Peces Barba para mantener alejada a la prensa de los diputados durante los plenos. Al grupo de Pilón, acostumbrado a no extrañarse nunca de nada, le sorprendió que se entrase por donde ponía "salida".

LA CAFETERÍA estaba completamente a oscuras. El ujier sin nombre se acercó al cuadro de luces e iluminó la barra y el salón de las viejas butacas. No se supo si fue porque al abrir las puertas se formó corriente, pero lo cierto fue que las botellas tintinearon en los estantes.

-Hay alguien.

-O algo.

A los hombres de Pilón se les erizó hasta el pelo del sobaco. El maestro pidió que se abriera una de las rejas por la que se accedía al mostrador. Había dos y estaban cerradas para evitar que el personal se trincase los espirituosos fuera de horas, sin pagar.

Allí, por primera vez, descubrieron algo indefinible. En el vídeo se grabaron auras fantasmales y el magnetófono recogió psicofonías bastante claras. Sin embargo, aquellas presencias manifestaron todo lo contrario a lo que se buscaba. Por lo captado, los espectros se proclamaban más españoles que nadie y reclamaban ayuda a los próceres de la patria.

Tras estudiar lo grabado sin que ese día durmiese nadie del núcleo duro porque sólo faltaban dos noches para concluir la investigación, el equipo Hepta estableció que los aparecidos, aquellas imágenes alucinatorias que se difuminaban como la niebla, representaban a dos procuradores muertos. No les resultó difícil deducirlo.

Conjugando contornos y voces de ultratumba distinguieron a dos seres que flotaban en el aire agarrados del brazo como dos amigos. Uno parecía llevar una vaporosa túnica de color índigo y un turbante oscuro y el otro, aunque de piel negra, vestía como los diplomáticos de los años sesenta, con traje de seda azul grisáceo y la corbatita, también azulona, delgada y con prendedor. El árabe no hablaba en español, sino en lengua hasaní, pero el otro dijo, por los dos, que eran procuradores de las Cortes de Franco y se habían quedado atrapados en el palacio cuando se descolonizaron de mala manera sus países. Fueron a reclamar a Franco su condición de españoles y ahí estaban, de pardillos. Preferían, insistieron, la dominación española que la marroquí o la del dictador Macías. Incluso dijeron sus nombres. Se llamaban Salaia Uld- Abeida Uld Sidahamed y Edmundo Bosio Dioko. Respectivamente. Ambos habían intervenido ahí al lado, en el hemiciclo, para pedir a la madre España que no abandonase a sus hijos.

Aquello, a juicio de Pilón, era una prueba contundente. Haber, había fantasmas, sentenció.

Lo malo fue que se esfumaron echando chispas cuando supieron que Franco había muerto y en España había una monarquía democrática. Debieron pensar que ya no tenían a quién reclamar y que no tenía sentido continuar allí. Sin embargo, antes de que desapareciesen dejaron un mensaje que captó el psicógrafo. Estaba en el cristal que cubría uno de los viejos carteles de loterías que colgaban de las paredes del salón. Echando vaho, se podía leer: "No nos dejéis solos".

Pilón comprobó la existencia de esos dos procuradores y guardó las pruebas como euro en lingotes. Algún día, si no le permitían dárselas a Iker, las publicaría en sus memorias. Y esos datos demostrarían la fuerza de su ciencia paranormal.

(*) Raimundo Castro (Torremocha, Cáceres, 1955). Periodista y escritor. Este texto obtuvo el premio de la II Edición de Relato Parlamentario, concedido por la Asociación de Periodistas Parlamentarios y el Congreso de los Diputados.

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