Félix Bornstein
Todos hemos aprendido la lección que, a su pesar, nos enseñó el pobre e inexperto Narciso. Creernos los mejores del mundo, ofrecernos a los demás como modelos de inteligencia y rectitud, es una sensación muy placentera siempre que dibujemos nuestra imagen de manera prudente, al estilo de los mejores copistas. Narciso se ahogó en las aguas del estanque que reflejaban su bella efigie, en ese beso mortal de sí mismo que, exento de todo peligro, sólo está al alcance de los dioses. Los humanos, sin embargo, debemos andar con algo más de cuidado en pos de la ansiada inmortalidad y nuestra vanidad ha de ser, si se me permite la expresión, un “narcisismo de segundo grado”; una vanidad por mano interpuesta, algo así como una fotografía que sea la representación fiel del insigne antecesor -naturalmente ya desaparecido hace tiempo para que podamos fungir ante el mundo como sus herederos legítimos y no como rivales de tono menor- al que nos queremos parecer. Con esa etiqueta triunfaremos. Seguro. Incluso los pelmazos más irreductibles al sentido del ridículo, bien enfundados en esa escafandra aislante de la realidad que es una buena burbuja narcisista, pueden conseguirlo. Pondré un ejemplo de esta patología utilitaria detrás del breve recuerdo que sigue.
Durante el tardofranquismo –los jóvenes que, como el que suscribe, éramos más o menos imperfectos demócratas- no sólo debíamos protegernos de los “rigores” de la policía, de los jueces de orden público y de bastantes curas babosos encargados de moldear nuestro carácter, sino también de los abrazos asfixiantes propinados por algunas almas bienaventuradas que, habiendo colaborado con la dictadura en sus momentos fundacionales y habiéndose desenganchado posteriormente de ella, generalmente sin consecuencias demasiado desagradables para su oficio, fama y hacienda, pretendían tener la llave del futuro de ESPAÑA, así, con todas sus letras mayúsculas. Como Néstor hizo con Telémaco cuando éste le visitó en busca de consejo para dar con el paradero de su padre Ulises, esos desafectos del franquismo a los que me refiero, la mayoría profesores universitarios, sacerdotes existencialistas e incluso algún antiguo seminarista que luego fue duque y Grande de España, estaban encantados de ser el fiel de la balanza en la que nosotros, entonces jóvenes contestatarios, pesábamos el humilde bagaje intelectual que en aquel tiempo tan miserable atesorábamos. El problema era que, a diferencia de Telémaco, nosotros huíamos de los padres y aún nos cargaba bastante más ser adoptados sin nuestro consentimiento por algún padrastro voluntarioso.
Uno de esos próceres era don Pedro Laín Entralgo, sin duda una buena persona, un hombre cultísimo y con alguna que otra represalia política a sus espaldas por su, desde 1956 –año en que todo el equipo del ministro de Educación Joaquín Ruiz-Giménez, con don Pedro ocupando el cargo de rector de la Universidad Central de Madrid, si la memoria no me falla, y con la única salvedad de un jurista muy prometedor que se llamaba Torcuato Fernández Miranda, fue cesado a perpetuidad por Franco debido a las veleidades “aperturistas” de dicho equipo en pro de la reforma de la enseñanza universitaria-, paulatino desapego de las filas del franquismo en busca de aires más liberales, siempre dentro del catolicismo institucional de nuestro bendito país. Pero, a pesar de las buenas intenciones de Laín Entralgo y de sus almas gemelas, lo cierto es que sus putativos discípulos éramos, casi todos, unos muchachos muy brutos incapaces de asimilar su refinada retórica intelectual, de navegar por los meandros dejados aquí y allá por la corriente impetuosa que era el sobrecogedor pensamiento español de posguerra. Al menos, el que había permanecido en la finca del Generalísimo, con las contadas excepciones que algunos aún recordamos. No sólo no entendíamos casi nada de lo que decían o escribían Javier Zubiri o Millán Puelles, sino que aproximadamente nos pasaba lo mismo con los artículos periodísticos y los libros de, por ejemplo, don Julián Marías o el ya citado Laín Entralgo. Sin duda nuestro marxismo ramplón era, como esos ilustres y rectos varones nos enseñaban, un producto metafísico ya entonces muy pasado de moda, y el suyo era Alto Pensamiento de verdad, pero a nuestra culturilla de cabreros desharrapados en el seno de las clases medias formadas en la maravillosa Universidad española de los años 70, los escritos de esos dilectos humanistas nos parecían inalcanzables, hojas volanderas en un cielo sublime y muy grácil, es verdad, pero excesivamente despegado de la tierra polvorienta que era nuestra realidad de cada día.
Pedro Laín (1908-2001) fue lo que antiguamente se llamaba un “sabio”. Médico, antropólogo, licenciado en Ciencias Químicas, ensayista, autor dramático, profesor universitario, nada le resultó ajeno a este patricio aragonés…ni siquiera la milicia y la política. Dos años después del centenario de su nacimiento, acaba de aparecer (Ed. Triacastela, 2010), una antología recopilatoria de sus principales textos posteriores a la citada “ruptura” de 1956 bajo el título “Reconciliar España”. Su eje atraviesa fundamentalmente los decenios de 1960 y 1970, subdividido, según la ordenación dispuesta por su biógrafo Diego Gracia, en dos apartados: “Una y diversa España” y “A qué llamamos España”. Pero esta clasificación no es más que una categoría meramente cronológica y formal, porque el menú es de plato único: “el Ser de España”. España como mosaico de culturas y territorios diversos, como encrucijada en la que se vierten aspiraciones políticas distintas y contradictorias (el énfasis de Laín discurre principalmente entre los polos opuestos de Castilla y Cataluña), destinadas sin embargo –tal es la naturaleza de ese “Ser” misterioso, por fortuna- a impulsar una misión y un proyecto de vida comunes, aunque el autor no por ello se olvida de fondear ocasionalmente su barco en otros puertos menores, como su infancia escolar en Soria, su visión filosófico-paisajística de Toledo o la contemplación del alma “contrahistórica” y siempre rebosante de “actualidad” de la villa y corte de Madrid.
O sea, que treinta o cuarenta años después de la irrupción entre mis coetáneos de las lecciones del maestro, heme aquí con la inesperada ocasión que me brinda la Editorial Triacastela de comprobar si, ya lejana -¡ay- mi ignorante juventud, dispongo por fin de las suficientes condiciones mentales para comprenderle o, por el contrario y pese al tiempo transcurrido, sigo en mis trece. Y, naturalmente, me pierde la curiosidad de saber si ahora aprobaría o no dicho “test lainiano” y a ello me entrego, con infinita paciencia, debo reconocerlo, durante unos cuantos días de este mes de agosto de 2010.
Y sí, ahora sí lo comprendo todo. Incluso antes de abrir el libro, porque en su portada, el codo derecho descansando sobre una mesa y la mano correspondiente en la función de soporte del rostro patricio, figura un Laín pensativo, a caballo entre la serenidad y el hartazgo que le produce su papel de guía indagatorio de ese “Ser de España” que sólo Ortega, Zubiri, Américo Castro y otros pocos escogidos como el propio Laín han descubierto, libres de pasiones e intereses personales y frente a la indiferencia cuando no ofuscación de la abrumadora mayoría del vulgo. En ese retrato de portada, el turolense es el “alter ego”, moderno y actualizado, del gran Jovellanos retratado por Goya, con lo que, antes de leer la primera página del libro, se cierra el círculo de esa bella idealización narcisista de la que hablaba al principio, que fue a mi humilde parecer el ancla y la pauta de conducta, intelectual y moral, de don Pedro Laín Entralgo. La mejor representación de esa hasta ahora imposible “Tercera España”, imposible -por emplear los conceptos de Américo Castro- debido a las “vividuras”, las “moradas vitales” y las “misiones históricas” de la España real, que, pese a su continuo fracaso a lo largo de los tiempos, constituye no obstante su patrimonio inalienable, su esencia eterna, de los que no puede sacarla ni Dios.
Y, si Dios se muestra impotente en esta cuestión, no bien se entiende que algunos le acompañen en tromba. Pero ellos lo pasan divinamente, pese a las rémoras y piedras puestas en el camino de estos ilustrados, que no tienen intereses materiales y que sólo a sí mismos pertenecen, por los hijos contumaces e impresentables de “As duas Espanhas”, en expresión afortunada del portugués Fidelino de Figueiredo, repetida luego hasta la saciedad. Para don Pedro los conflictos de la España contemporánea se deben, aunque no desconoce algún sustrato muy soterrado de lucha de clases sociales, de dominación económica y política de unos y sometimiento forzoso de otros, principalmente a las “creencias”, sobre todo religiosas y de fundamento identitario territorial y nacionalista, entre los diversos individuos y pueblos que componen el “Ser de España”, un ser muy condicionado, según don Pedro, por la Reconquista, la cultura impuesta por la pobreza del suelo patrio e incluso por la fisonomía moral del paisaje, muy variado, eso sí, de nuestra piel de toro.
Pero el nacionalsindicalista de primera hora, el amigo político de uno de los pocos dirigentes con pedigrí auténtico de fascista español, como fue Gerardo Salvador Merino, el responsable de la edición de folletos y propaganda bélica de los sublevados contra la República, el falangista radical y de mano dura que fue el Laín protegido de Serrano Suñer, entre marzo de 1938 y febrero de 1941, el Laín que en el libro ahora reseñado alaba a la Institución Libre de Enseñanza pero que insinuaba que estaba manipulada por la masonería en las páginas del diario “Arriba España”, el hombre hecho y derecho y ya en la treintena, y no un mozalbete afiliado a la Falange originaria como “camisa vieja”, que era el Laín de aquellos años de guerra y represión salvaje, pudo haber tenido las razones que entonces juzgara oportunas o sinceras para ese comportamiento político, pero no puede despachar su conducta diciendo muchos años después (pág. 18 del libro, escrita ya en pleno 1967), que, habiendo optado por el bando enemigo de la República, “…dentro de él me afilié –en 1937- al grupo –la Falange- que más abiertamente proclamaba esa actitud SUPERADORA…” de las causas de la esa “ya bisecular divergencia” de España. Salvo que la “índole cavilosa del alma” de don Pedro, como él mismo se presentaba ante el público, le llevara a creerse, ya desde sus años mozos, la encarnación de don Baltasar Melchor Gaspar María de Jovellanos, a pesar de no haber nacido el día de la Adoración de los Reyes Magos.
Ancha es Castilla, y la Historia más. Me gusta mucho cómo defiendes en tu artículo el rigor de la memoria a la vez que la flexibilidad en la comprensión de su evolución. Nada humano me es ajeno, excepto la mala fe.
A Mara9:Muchas gracias por tu comentario, pero mucho me temo que el maestro te dejaría sin merienda por decir «ancha es Castilla»; porque, según él, Castilla ni es llanura ni curva cóncava, sino la pura convexidad del «antivalle»; ¿y qué es un «antivalle»? Escucha (pág.68 del libro,»Guía plástica de Castilla, 1960):»Bien distinta es la experiencia de contemplar la tierra convexa, el antivalle, la lenta y ondulada constitución geométrica del horizonte a la manera de un ingente casquete esférico o como fragmentario relieve de un enorme cilindro acostado. Quien así ve el mundo en torno, siente que su mirada va poco a poco ascendiendo hasta la línea en que se juntan la tierra y el cielo, para despeñarse o descolgarse luego, ya sin objeto y como menesterosa de él, al otro lado de esa línea, hacia un «más allá» saciador o decepcionante que la convexidad del paisaje anuncia y en que la manca realidad del paisaje se completa. Husserl llamó «apresentación» el acto psíquico que nos hace conjeturada o «compresente» la parte de un objeto no inmediatamente percibida por nosotros». ¿No te parece maravilloso, Mara9? ¿No ilustra bien lo anterior la maestría de los doctores del «Ser de España»?
Jolines.
Mucha enjundia en este agosto que amenaza atronadora tormenta. Mucha tormenta en esas duas Espanhas (ni idea de la autoría de esa expresión). Hasta a la hora de la siesta se aprende algo gracias a la «infinita paciencia» señor Bornstein. Gracias.
A Celine: Muchas gracias por su comentario. Paciencia, sí. Pero poca y recreativa. Nada comparable a la verdadera paciencia, la que tanta gente se vio obligada a desarrollar en los «grises» 60 y 70. Y a la santa paciencia que hoy en día hay que tener ante injusticias mucho menos líricas que las que cometió con nosotros el entonces inofensivo y bueno de Laín.
Me encanta su artículo, en el que se retrata el narcisismo militante de un ser que cree, ¿sinceramente? que puede pasar por el cristal de sus acciones sin romperlo ni mancharlo.