Piernas para qué os quiero (I)

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Miguel Albero *

El asiento es incómodo. Muy incomodo. Las piernas no tienen sitio, la vecina es demasiado vecina, y al techo le huelo la respiración. Por si fuera poco, a mí me deben oler las axilas, aunque comprobarlo no puedo, porque extender los brazos es tan imposible como bajarse en marcha, o pedir una ración de calamares. Y es que aquí no hay escapatoria posible, no hay cafetería como en los trenes, ni me puedo parar como en la autopista, y comprar esa música que sólo se encuentra en los bares de carretera. Miro hacia arriba y veo botones, la luz, el aire que me falta, y un interruptor rojo con una dibujada azafata sin piernas, por si ocurre lo peor. Y lo peor ya está ocurriendo, la azafata no tiene piernas, porque aunque venga la de verdad no se las vería, aquí estoy, amarrado sin cuerdas como un muerto en su cajón, y encima he sido yo quien ha decidido subirse, las desgracias cuando ya las intuíamos son mucho menos llevaderas. Mendoza me espera, Mendoza, las viñas, y ese aire a secarral, a Almería con los Andes al fondo, enormes y sin un asomo de verde, allí no crece un árbol ni en navidad. Pero Mendoza está todavía muy lejos, el capitán da la bienvenida a bordo y traza el recorrido con desgana, luego lo repetirá casi en inglés y ya sin gana alguna, y nada se le entiende porque nada dice, ni falta que hace, que nadie le ha pedido explicaciones, como si fuera un taxista de esos que te consultan el recorrido, para comprobar que eres nuevo en la ciudad y que pueden llevarte a dar un paseo de pago antes de acercarte al hotel.

Sigo incómodo. Empiezo a estar además agobiado, agobiado por no poder salir ahora que ése no poder salir es todavía más evidente, cuando ya viene la comida, y como un imbécil he abierto la mesita, igual que me abroché hace un rato el cinturón, le di mi billete a una joven sin sonrisa cuando iba a embarcar, o me cierro casi siempre la bragueta después de hacer pis. Con el mismo gesto mecánico he bajado la mesa, le he pedido vino blanco a la azafata cuyas piernas apenas he intuido, y me he visto de pronto como si yo también fuera nuevo en la plaza, condenado para siempre, no me dan ya mis piernas, y a ellas tampoco las veo ya, soy como el dibujito de la azafata, como la luna, que tampoco gasta extremidades. La bandeja contiene la porquería de siempre, porquería de plástico en plástico envuelta. Pero aquí todo tiene su explicación, como en los textos sagrados, no te sirven el plástico para que te alimentes o disfrutes, te ponen la comida para que te entretengas, y por eso todo es imposible de abrir, la bandeja, la bolsa con los cubiertos, el azúcar diminuto, la salsa para la ensalada, la leche para el café, la toallita perfumada de nada que para nada sirve. Y así se te pasa el trayecto, sin darte cuenta de que puedes morir en cualquier momento, que ese ingenio en el que vas está en el aire, y además te has gastado para subir a él lo que no inviertes en la educación de tus hijos. Antes de despegar yo había decidido no comer, no pedir ni siquiera la bandeja, y aquí estoy repitiendo café, todo sea por intentar verle las piernas a la azafata, y ya es curiosidad y no lujuria, repitiendo café y pan duro para combatir la ansiedad, por eso vuelvo a pedir otra botellita de esas de vino blanco, y la azafata asiente sin piernas pero con una gran sonrisa, para luego olvidarse, y así pasan los minutos, y, por fin lo siento, ya tenemos que recoger, estamos llegando.

El viaje dura dos horas. A veces menos, pero nunca menos de una eternidad, ahora ya ha pasado lo peor, ya debemos estar llegando de verdad, porque la azafata sin piernas ha vuelto para  recogerme la bandeja, aunque yo sigo sin ver las mías, no puedo cerrar la mesita dichosa. La vecina intenta ayudarme pero casi es peor, y además está demasiado cerca, y yo no la conozco de nada, no es amiga mía, ni conocida, ni siquiera la he visto cuando embarcábamos. Debería haber tomado el ómnibus, se viaja de noche, los asientos son cada vez más cómodos, y aunque el viaje es largo no hay que embarcar, ni hay riesgo de que se despresurice la cabina, eso de avisar al principio de los riesgos presagia una desgracia, ya se nos alcanza que el engendro puede caerse, pero no es de buen gusto recordárnoslo cada vez que subimos.

Pero yo vine en avión y no en ómnibus, ahora es inútil pensar otra cosa, y la vecina sigue intentando ayudarme, he tenido que darle al fin al botón de la azafata sin piernas, que era rojo y se ha encendido, y ha venido cuando ha podido, el pasillo es lo que es y no se puede saltar una a la torera el carrito con las bandejas. La azafata tampoco ha podido arreglarlo, la mesilla no sube, ya está, no hay nada que hacer, habrá que romperla. Ha llegado de refuerzo el sobrecargo, con aire de suficiencia, como si su puesto con preposición le confiriera más autoridad para reparar mobiliario aéreo, y ha obligado a salir a la vecina y a la señora con bebé que ocupa el pasillo, a quien ya le dijeron que si la cosa se ponía mal usara ella primero la máscara de oxígeno y después atendiera al niño, para ayudar tiene primero uno que estar en condiciones de hacerlo, por mucho que le dé más importancia a su bebé. Han salido las dos a duras penas, el niño lloraba, la vecina no estaba muy contenta, no es muy delgada y le cuesta moverse. Ahora está el sobrecargo intentando arreglarlo, con la cabeza en mi cintura, y a él también le huelo la respiración, además de verle la calva de franciscano, y todo el avión se ha enterado del percance y ya tiene tema para hablar con el vecino, no, no le pasa nada, es la mesa que se ha atascado, le he oído decir a una señora de muy atrás, de allí donde el avión se mueve más y parece que va a caerse en cualquier momento.

(*) Miguel Albero (Madrid, 1967). Diplomático y escritor. Ha publicado una novela, Principiantes (Tusquets, 2004), y un libro de relatos breves, Cruces (La discreta, 2007).

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