Hagan juego, los chinos ganan

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Joaquín Mayordomo

A los chinos les encanta el juego. / Joaquín Mayordomo

Lo que hoy voy a contarte, a partir del estimulante universo chino en el que he ido penetrando con el devenir de los años, es el viaje que hice a las cataratas del río Niágara desde Toronto, junto a las dos personas que me acompañaron, en esta ocasión, en el periplo canadiense.

Niágara está situada a 140 kilómetros de la gran metrópoli canadiense, en la frontera con los Estados Unidos. Y hasta allí, la ciudad del lago Ontario ofrece mil maneras de ir. Hay viajes regulares por 100 dólares, prácticamente cada hora, que salen desde la estación de autobuses de la calle Elm. Pero también innumerables agencias que, con distintos precios y ofertas, te pasearán por el complejo turístico de Niágara, ofertando al visitante un amplio abanico de posibilidades de entretenimiento, cada cual más exótica. Pero a nosotros no nos interesaba ese juego de distracción sino la contemplación, sin más aditivos, de uno de los saltos de agua más caudalosos que hay en la Tierra, aunque no del más alto, que, en ese ranking, esta caída de aguas sólo ocupa, más o menos, el puesto 200 en el catálogo que clasifica las grandes  cataratas.

También, cómo no, nos atraía rememorar aquel mito creado y alimentado a partir de la película Niágara, de Henry Hathaway, estrenada en 1953, cuyos protagonistas, Marilyn Monroe y Joseph Cotten, nos ofrecieron entonces una buena ración de cascadas, consiguiendo a su vez que medio mundo se interesase por este paraje. Pero meterse en un túnel para acercarse hasta el borde de la cascada principal, pasear a caballo por el entorno o navegar a contra corriente, apretados como sardinas en lata, para acercarte a la caída de agua, hacer unas fotos y volver en cinco minutos a la tienda de los regalos, ni a mí ni a mis compañeros de viaje, nos interesaba lo más mínimo. En fin, con tales propósitos, comenzamos a indagar para ver cómo podíamos ir desde Toronto hasta Niágara con los habilidosos chinos pues, ¡seguro!, ellos tendrían también en Toronto su infraestructura particular para ir hasta allí.

Y, efectivamente, un teléfono nos dio la clave. Llamamos, concertamos una cita, y una hora después estábamos en Carlton Street, en un sótano en obras, entre paneles de madera configurando una falsa oficina y cables colgando por todas partes, hablando con una china de porcelana, espigada como un junco, atentísima, que nos confirmó que sí, que podríamos ir con ellos a ver las cataratas por el módico precio de unos 25 dólares ida y vuelta.

Cos los chinos la aventura siempre parece segura; es cómo estuviera ahí, al alcance de la mano. El viajero, en su imaginación, elucubra enseguida, ansioso y misterioso, a la vez que se siente atraído por lo que no conoce o le podría suceder. Una vez más, lo que en ningún programa turístico aparece, ni insinuado ni escrito, se lo ofrecen los chinos. Entre tanto, nada de nada se sabe. Tampoco qué va a suceder ni por qué. En realidad nada existe; sólo caben la elucubración y el misterio.

—Eso sí, no viajarán ustedes en calidad de turistas —nos dijo la espigada empleada, enseguida.

—¿Y eso por qué; qué significa?

—Ustedes van a jugar al casino, no a visitar cataratas —dijo la beldad sonriente, poniéndose seria.

—¡Ah!, ¡Ah!, ¡Ah!, —exclamamos los tres a la vez.

Y entonces nos explicó que no debíamos llevar la mochila, ni la cámara de fotos de forma visible, ni otras prendas que indicasen que éramos mortales turistas... Gentes de esas que van por ahí en chancletas, arrastrándose en bermudas, con síntomas de asfixia y descamisados para poder respirar.

O sea (luego nos enteramos) que, en realidad, nosotros éramos, al efecto, jugadores de póker, de bacarrá o, en último extremo, modestos adictos a las más máquinas tragaperras.

Y es que quienes dirigían este negocio tenían un convenio con alguno de los casinos que hay en la ciudad de Niágara para acercarles clientes (nuevos jugadores como nosotros) o los ya convencidos, que siempre acudían con el correspondiente carné de socio del casino en la mano. A los fieles, supimos luego, les llevaban gratis y a nosotros (quienes tuviésemos la fortuna de descubrir que existía tal “invento”) nos cobrarían la módica suma de 25 dólares por llevarnos y traernos. De este modo amortizaban las plazas del autobús que no se cubrían con los jugadores habituales.

Un autobús recogía cada hora, a partir de las 8 de la mañana, a “visitantes” noveles y a jugadores afectos repartidos por la ciudad. Y allí estábamos nosotros, en el lugar indicado, a las 8,30 en punto de un jueves, esperando al misterioso autobús. ¿Quiénes serían los “viciosos” que un día entre semana, un jueves, estaban dispuestos a madrugar para hacer 140 kilómetros de ida, más otros tantos de vuelta, en un viejo autobús, a hora tan intempestiva, para jugarse los cuartos en un casino?

La respuesta llegó puntual a la hora exacta porque un autobús regular de viajeros, aparentemente normal, se detuvo delante de nosotros. La sorpresa fue mayúscula cuando vimos que venía ya lleno de chinas y chinos jubilados (sorprendentemente, en una proporción de 60-40% a favor de las mujeres) que dicharacheros y ansiosos (daba esa impresión) no paraban de moverse mientras hacían caso omiso a la retahíla de explicaciones que una azafata china —elegante, sonriente y bonita— ofrecía en inglés al principio... luego en chino, supongo que para ellos, pues allí no había más occidentales que nosotros.

Durante el viaje que duró casi dos horas, el ruido que generaba la cháchara entre aquellos ancianos que no paraban de moverse, mantuvo en todo momento un alto nivel. Algunos leían periódicos (chinos, por supuesto) o libros (en chino también) y otros sonreían, se daban parabienes o contaban sus cuitas.

Con velocidad de crucero —en Canadá está prohibido circular a más de 100 kilómetros por hora, salvo en algunos estados, como Nueva Escocia, que la local permite alcanzar los 110— llegamos al recinto del casino y ¡oh sorpresa! desde el mismo autobús se veía las cataratas. Es decir, que el gran templo del ocio (en el que se combinan hoteles, restaurantes, tiendas diversas de lujo y otros servicios) estaba, prácticamente, colgado sobre el acantilado que rodea a las cataratas.

En estas estábamos cuando una mujer uniformada, de mediana edad (empleada del casino, supongo), subió decidida al autobús y se plantó en la puerta de adelante, al lado del conductor, sacó una máquina lectora de tarjetas de crédito y comenzó a pedirle a las ancianas y ancianos chinos que ya se habían levantado formando una fila, desasosegados, nerviosos, las tarjetas de socio y de crédito  que ella metía, ágil, en la ranura lectora del artilugio... Supongo que para saber si eran validas o si el titular disponían de crédito. Fue un visto y no visto porque en un instante las diminutas figuras chinas desaparecieron tras la imponente puerta giratoria que daba paso al casino. Y allí nos quedamos nosotros esperando acontecimientos.

Tuvo que ser la azafata china la que le explicase que nosotros no éramos jugadores, sino “visitantes interesados en conocer” aquel templo del juego. Aún así la controladora nos miró con cara de pocos amigos y nos condujo a la zona de recepción, donde unos obedientes empleados uniformados también nos reclamaron los pasaportes con la disculpa de que debían hacernos socios. A cambio nos darían una tarjeta con 20 dólares de regalo para empezar a jugar...

Nuestra extrañeza iba en aumento. Yo comencé a mirar de reojo para ver si encontraba una puerta por la que poder escapar... Pero fue la amable azafata china otra vez la que les aclaró a aquellos sabuesos que nosotros no íbamos a jugar aunque ellos se empeñasen. Entonces nos devolvieron el pasaporte y nos dejaron en paz. Entre tanto yo había observado ya que la gente entraba y salía libremente por las numerosas puertas existentes.

No nos marchamos enseguida. Al vernos liberados, y cumplido ya el objetivo de visitar las cataratas del Niágara con los chinos, decidimos agradecerle al casino su hospitalidad y nos dispusimos a explorar el lujoso complejo de ocio y distintos recintos de juego.

Curioseamos un buen rato por aquí y por allá; entramos en la gran sala de juego... ¡Allí estaban absortos los chinos y chinas, nuestros ancianos compañeros de viaje! Algunas de estas personas tenían incrustadas en otras tantas ranuras hasta tres tarjetas de crédito que unían a su cuello con un fino cordón, supongo que para que no se les escurriesen por debajo de la máquina tragaperras en el caso de que se les cayesen al suelo. Ya no veían ni escuchaban; eran las diez y media de la mañana y los primeros reflejos de sudor en su cara comenzaban a aparecer mientras manoteaban los mandos de aquel artilugio infernal tratando de alinear manzanas, plátanos, cerezas, otros símbolos extraños, naranjas de la China...

Nuestra natural curiosidad había quedado más que satisfecha; después de aquel ilustrativo paseo familiarizándonos con el lujo y el juego, también con el inconsciente deseo de compensar, por las atenciones prestadas, a los chinos y a la dama uniformada que nos había obligado a entrar en el casino, nos fuimos a nuestro quehacer, visitar las cataratas del Níágara, que era el motivo de este viaje. Sólo quedaba una incógnita por resolver: ¿Volverían con nosotros los jubilados chinos a las tres y media de la tarde, que era la hora fijada por la organización, y para la que teníamos el billete de vuelta o, por el contrario, se quedarían atrapados en las turbulencias del juego hasta el anochecer, o quizá hasta más tarde?  ¡Ah!

Sin duda esta ya es otra historia que otro día os contaré.

2 Comments
  1. Gambler says

    En 1999 pude ir por 25 dolares Usa desde New York a Atlantic City. En vez de chinos chicanos que disponian tarjetas de socio de todos los casinos. La comida barata y según te bajabas del bus ( cada hora iba a un Casino) te canjeaban el ticket de viaje por : O monedas y fichas para jugar o dinero en billetes.
    Vamos nada diferente del bus al casino de Torrelodones desde Pza de España en Madrid.

  2. celine says

    ¡Qué historia! Se podría remombrar como «La Metamorfósis» si no estuviera ya pillado ese título. Hay que ver cómo se lo montan los jubilatas.

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