Asomarse al vacío

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Labordeta, el pasado mes de marzo, en su despacho. / Javier Cebollada (Efe)

Murió Labordeta y como pasa en estas ocasiones en que muere alguien tan popular, a veces tan populista, todos los nombres mediáticos se suman al pésame. Está bien, es propio de la cortesía a que obliga la mínima convivencia, pero resulta cansino. Sobre todo ese afán en llamarle abuelo y esas lindezas.

¿Qué también yo me estoy uniendo al coro? Puede que sí; en parte, por obligación torera. Conocí a José Antonio Labordetamuy tangencialmente, por asuntos profesionales, en mis tiempos de RNE, y me cayó bien, precisamente por lo antipático que podía llegar a ser.

Quiero recordar de él su impertinencia en reuniones en las que todos lucían la sonrisa profidén a que obligan las circunstancias equis o aquella intervención repetida hasta la náusea en el Congreso de los Diputados en que saltó su justa irritación ante la jarana maleducada de los señores diputados (esta vez eran los del PP pero otras son los de PSOE y otras los demás: gritones sin argumento).

Se lo pasó pipa haciendo Un país en la mochila, de TVE, que, con todos los respetos, a mí me pareció un trabajito de gorra y tarugo, pero en fin, para todos los gustos tiene que haber. Por otro lado, mi ser rústico agradeció bastantes aspectos de algunos episodios.

Ahora que se ha muerto, es la ocasión para revisar su poesía, muy irregular, en mi opinión de lega en la materia, pero con sus picos de belleza y sentimiento. Tanto su padre, cátedro de latín, gran conocedor de la poesía clásica, como su hermano, Miguel Labordeta, poeta laureado, debieron de contagiarle la inclinación.

Fue universitario y profesor de instituto, cuando todavía era un orgullo serlo, porque los institutos españoles lucían los mejores catedráticos en todas las materias. Se metió en política –“¿quién me mandaría a mí?”- y sufrió su porción de malos tragos, que a ver a quién le gusta desayunarse con sapos y culebras un día sí y otro, también.

Pero estábamos en la poesía. Les dejo ésta que anda suelta por la red y que acomodo en cuartopoder para su deleite.

A Labordeta, sólo me queda desearle que siga “regular, gracias a Dios”, como cuenta en su último libro, por la eternidad. Y que descanse, sobre su mochila mullida.

UN MES INÚTIL

Un mes inútil
invade las ventanas
de una larga y suave melancolía.
Escucho a una pianista
interpretar un nocturno
y la larga ausencia de los que se fueron
me atenaza la boca
y las lágrimas del olvido.
No es bueno en este mes,
febrero lento,
asomarse al vacío de los días pasados.
y en esta tarde, melancólica y suave,
con Chopin en mi pequeño
aparato de música entender:
La vida es lo más bello que tienen
nuestras vidas.

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