La actriz de cine que mejor interpretó teatro

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Un ramo de flores sobre la estrella de la actriz, ayer, en el Paseo de la Fama de Hollywood. / Paul Buck (Efe)

A pesar de que no somos en absoluto mitómanos y en esto del cine nos parecen piezas más importantes las menos vistosas, los directores y los guionistas, no podemos dejar de recordar levemente en este blog la figura de la actriz Elizabeth Taylor, esa mujer bellísima, de voz delicada y corazón ardiente, que enamoró a millones de hombres durante varias décadas y se casó con siete.

Los mitos del cine se van muriendo despacio, como caen las hojas al principio del otoño, y uno tiene la extraña sensación de que ya se habían muerto antes, pues resulta difícil acordarse del hombre –perdónenme las feministas del lenguaje– que habitó en personajes magníficos a pesar de las hazañas emocionales, las batallas médicas o las donaciones crepusculares de muchas estrellas cuando cambian el fulgor de los focos de los rodajes por sus lujosos y a veces dolorosos retiros.

No fue este el caso de Elizabeth Taylor –con todas las letras, que así se pronunciaba antes de volvernos redichos e internacionales con Liz–, quien se fue apagando como una vela, sin dejar de dar luz. Porque cuando dejó de interpretar películas siguió actuando en la vida.

Su belleza turbadora y su fuerza interpretativa se nos fue revelando de manera sorprendente ante nuestros ojos desde los papeles incipientes en Fuego de juventud, cuando era una adolescente, Mujercitas o el Padre de la novia, alcanzó la plenitud en películas inolvidables como Gigante, Una mujer marcada o Cleopatra, y después empezó a envejecer con grandísima dignidad en cintas como El pájaro azul o El espejo roto.

De todos los personajes que encarnó Elizabeth Taylor, ni la reina de Egipto en Cleopatra, ni la Lesslie de Gigante,  ni la Rebeca de Ivanhoe, nosotros recordamos con nostalgia y admiración sus brillantes interpretaciones en melodramas de los años 50 y 60 basados en obras teatrales, quizá por la razón que explicaba al principio.

Nos gusta la Angela Wickers de Un lugar en el sol, y también la inolvidable Maggie de La gata sobre el tejado de cinc caliente o la frágil Catherine de De repente el último verano (1959) –ambas piezas de Tennessee Williams– pero sobre todo no podemos olvidar la atormentada Martha del espléndido melodrama de Edward Albee dirigido por Mike Nichols, ¿Quién teme a Virginia Woolf?, del que todavía resuena en nuestra cabeza su voz cantando la nana que revelaba el germen de la frustración de ese matrimonio infeliz que formaba con George (Richard Burton).

Fue amiga de hombres frágiles como Montgomery Clift, Rock Hudson y Michael Jackson, se casó con hombres fuertes como Mike Todd o Eddie Fisher y el amor de su vida fue un hombre complicado que era una mezcla de ambos, Richard Burton.

Cuando empezaba a cerrar el telón de su carrera y tras la muerte de su amigo Hudson creó una fundación para luchar contra el sida y dedicó sus últimos años a ello y a apariciones fulgurantes en actos sociales, cinematográficos o benéficos, mientras seguía enamorándose y disfrutando de la vida a pesar de su precaria salud, demostrando en la vejez lo que nos enseñó en su juventud, que ante todo era una mujer.

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