Su apellido es legendario en el mundo de la edición del siglo XX, desde luego por su padre Jacques Schiffrin, fundador de La Pléiade, hasta que por problemas por su origen judío, estamos en la época de la ocupación alemana, tuvo que ceder los derechos a Gastón Gallimard, y de Pantheon Books, que impulsó como una de las grandes firmas de la edición literaria en los Estados Unidos, pero también porque él, en su paso por New American Library y luego en la misma Pantheon fue el digno continuador de una manera de entender el mundo de la edición que no había cambiado desde Balzac, una manera de entender la edición que pasaba por ser una suerte de artesano en un mundo serializado, por darse por satisfecho si un tal Samuel Beckett había vendido unos cuantos, pocos, ridículos, ejemplares de su libros porque confiaba en que era un gran escritor, una manera de entender el mundo de la edición que se terminó el día en que los responsables de Random House, otra legendaria editorial norteamericana que había engullido a Pantheon Books, le preguntaron en una reunión quién demonios era ese Jean Paul Sartre que sólo vendía 25 ejemplares al año. Schiffrin se traumatizó, en palabras suyas, no porque se hubiera caído del guindo en ese momento, sino porque pensaba que ese mundo, que se había mantenido prácticamente incólume en sus principios, a pesar de todos los avatares del siglo, tenía los días contados. Eran los años de la concentración editorial en los Estados Unidos, los años en que comenzaron a mandar los que no tenían ni idea de lo que era una editorial, ni les importaba. En Europa las cosas parecían no haber cambiado, pero los más avisados barruntaban la tormenta que se avecinaba. No Schiffrin. Ahora, pocos años después, las cifras cantan, el setenta por ciento del volumen editorial norteamericano está en manos de cinco grandes grupos, como en Alemania, o en España, donde Planeta y Random House Mondadori se llevan ellas solas casi todo el pastel. Él, sin embargo, sigue con ese ánimo de artesano: en 1990 fundó The New Press. Una empresa cuyo nombre habla por sí sola.
Schiffrin, que siempre fe un hombre repartido entre dos mundos, el europeo y el norteamericano, tiene casa en París, se dedica a escribir libros en que reflexiona sobre el presente y el futuro del mundo que es su pasión, el de la edición. Hace pocos días pasó por Madrid con motivo de la presentación de su nuevo libro, El dinero y las palabras, que ha editado Península, y que completa uno anterior, magnífico, La edición sin editores. Ahora, en este nuevo libro Schiffrin se muestra aún si cabe más pesimista que en el anterior: si ahora las editoriales están en manos de especuladores que no se conforman con menos del 15 por ciento de beneficio en cada libro, la única manera de preservar la cultura libresca es que el estado meta mano en el asunto. Y Schiffrin pone como ejemplo a Noruega, donde se compran dos ejemplares de cada libro publicado con destino a las bibliotecas públicas, más de setecientas, del país. También a Francia, que conoce bien, y donde se felicita porque en París aún existan librerías de verdadero fuste frente a una ciudad como Nueva York, donde apenas subsisten una decena de ellas de las trescientas que había cuando él recaló allí, gracias a la implicación del Estado. ¿Y el libro electrónico? Para Schiffrin, tan apocalíptico en algunas cosas, la cuestión del libro electrónico es un poco residual. En Estados Unidos alcanza cifras que no le preocupan, mientras que en Europa la descarga de libros en la Red es testimonial. ¿Y la prensa? Aquí Schiffrin lo tiene claro: los periódicos en papel desaparecerán en diez años, por lo menos en los Estados Unidos y gran parte de Europa, a no ser… a no ser que, de nuevo, el Estado se implique en la cosa.
Estuve con Schiffrin cuando recaló en Madrid, por aquello del respeto a la memoria de su padre y la suya, que es parte de la nuestra, mientras los medios repetían una y otra vez las frases de sentido común que profería sobre el negocio editorial a diestro y siniestro y que la mayoría vendían como apocalípticas ya que piensan que en estos tiempos tan escurridizos, donde el suelo te falla en menos de lo que piensas, lo único que renta es el miedo, mientras yo me repetía una y otra vez, al orteguiano modo, “ No es esto, no es esto”.
Y no porque Schiffrin se equivoque en el diagnóstico sino porque la solución es, sencillamente, terrible. No se si el inconsciente le habrá traicionado, Schiffrin es de origen judío, algo que Gallimard tuvo muy presente a la hora de extorsionar a su padre cuando la ley de arianización que se impuso en Francia, pero sin darse cuenta parece querer arroparse en una suerte de reserva india, de gueto, que el gobierno de turno, es decir, apelando a su benevolencia, mantenga como un parque temático imaginario, un parque temático cultural, literario. Terrible… y falso.
Entiendo la terrible angustia de Schiffrin, entiendo que cuando el mundo que uno ha conocido, que se mantenía estable en la memoria de generaciones, que ha amado hasta la extenuación, se desmorona, apele uno al Padre y, en el fondo, pretenda su supuesta buena fe y protección acogedora. Me temo que en este mundo, que es mundo de fatrias, donde la figura paterna ha hecho aguas a favor de una enmascarada fraternidad, ¿dónde la figura del crítico legendario, un Saint Beuve, un Clarín, un Ciryl Connolly, un Eliot, un Edmund Wilson, que podía equivocarse pero cuyo juicio era tomado con fe?, no tengamos más remedio que combatir como siempre hemos combatido, con las armas que uno tiene a mano. Lo que se echa en falta no son diagnósticos, más o menos todos coincidimos en la cosa, sino soluciones, aunque sabemos que éstas no vienen nunca envueltas en fórmulas y son mera consecuencia de haber cometido muchos errores y algún que otro acierto. Entiendo la terrible angustia de Schiffrin pero no su deseo de salvación, que nos mete de lleno en la taumaturgia. Apuesto, sencillamente, por tomar las cosas de frente, de intentar coger al toro por los cuernos y es de suponer, así ha sido siempre, que serán las nuevas generaciones, las que ahora están trabajando en el asunto, las que allanen el camino a su manera, como siempre ha sucedido. Luego, ya se sabrá…
Como puede publicar Cuarto Poder un gallimatías semejante a propósito de un gran editor, como lo fue Gaston Gallimard, Jerôme Lindon, François Maspero o Ruedo ibérico en Francia, como Carlos Barral. Jorge Herralde y Pedro Altares en España en tiempos, un señor que se atrevió publicar, por ejemplo, Jean Genêt en Pantheon Books en inglés, cuando en Francia estaba prohibido.
Los libros que publicaban -y publican hoy algunos que aman su oficio de transmisor de saberes- no serán nunca libros electrónicos, porque la poca gente que los lee -y para estos estan hechos- los quiere tener en manos, gozarlos y releerlos de vez en cuando. Cosa de privilegiados me direis, vale. Pero son privilegios de verdad que si se pierden no nos queda más que la telebasura.