El mayordomo no es el asesino

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'El hermano pequeño' (Destino), de J. M. Guelbenzu. / destino.es

El género policial posee orígenes ilustres, inciertos, desde luego muy antiguos. En un delicioso ensayo, Breve storia del romanzo poliziesco, incluido en el volumen Cruciverba, Leonardo Sciascia reclama el pasaje bíblico de Susana y los viejos como la primera indagación policial, a cargo del profeta Daniel, de que tengamos noticia en nuestra tradición literaria  y, desde luego, añadiríamos nosotros, la más grande, la que se ha mostrado con el tiempo como la más pródiga en alimentar caminos, Edipo rey. Desde luego es convención, ahorrándonos discusiones un tanto interminables y poco fecundas, la que remonta nuestra manera moderna de mirar el género con La carta robada o Los asesinatos de la calle Morgue, de Edgar Allan Poe, donde se perfila el primer detective, Auguste Dupin, padre de la enorme secuela que vino después, incluido Sherlock Holmes, semejante a una saga familiar de la que aún desconocemos su probable final. Este modo intelectual, casi de juego, de mirar el crimen, en realidad el muerto no tenía entidad real alguna, fue sustituido por la novela negra en la década de los años veinte del siglo pasado en una suerte de convulsión del género que dura hasta ahora.

Dashiell Hammett, Raymond Chandler, James Cain, aquí los nombres de excelencia son numerosos, casi legión, dignificaron literariamente un subgénero que se escondía en el pulp-fiction sirviendo hasta entonces de poco más que de lastre para buques mercantes. De su herencia vivimos hasta ahora a pesar de notables excepciones que reclamaron siempre un lugar preeminente para la novela policial de corte tradicional, como bien se encargó de recalcar con pasión W.H. Auden. Bustos Domecq, Isidro Parodi, los personajes inventados de Jorge Luís Borges y Adolfo Bioy Casares son las aportaciones más guiñolescas e inteligentes del español al género, capaces de desbancar no sólo a Miss Marple o al belga Poirot, sino al mismísimo Nero Wolfe, no digamos a Perry Mason, pero hay voces, en realidad las hubo siempre, que alertan hoy día del agotamiento de la novela negra, del thriller, por pura sequedad debido a la sobreexplotación. Ya críticos como Ciryl Connolly dieron algo más que en el clavo cuando, estamos en la década de los treinta, a modo de juego inventaron un concurso donde salpicaron de distintos fragmentos de novelas del género a los que se les había quitado la referencia del autor y se pedía a los lectores que adivinaran el nombre del autor por el estilo de cada uno de esos fragmentos. Nadie acertó porque, como bien dijo Connolly, el estilo era tan igual, tan dado a la eficacia, tan despojado de cualquier retórica, que la impronta personal había desaparecido en aras de una neutra, universal, común a todos y, ay, de aquel que se saltara esta convención. Hay que decir que los autores que Connolly seleccionó eran escritores como los citados Chandler, Hammett, Cain… Habría que imaginar el uniforme resultado si la selección hubiese sido con gentes menos dotadas.

José María Guelbenzu, escritor español que siempre gustó de la novela policial al modo británico, acaba de publicar El hermano pequeño, novela donde vuelve a dar vida por quinta vez desde que en hace diez años publicara No acosen al asesino, a la juez de instrucción Mariana de Marco, y en una reciente entrevista vaticina la muerte del thriller por sobreexplotación, por indigestión. Habría que añadir que para las gentes, como Guelbenzu, que adoran la novela policial, el género negro siempre les ha parecido un tanto detestable por exagerado, por cargar las tintas innecesariamente, por lo que siempre han vaticinado, ya que lo esperan fervientemente, la muerte del género, pero dicho esto debería afirmarse que no sólo el thriller amenaza con reventarse a sí mismo sino casi la novela en general, por lo menos la española, pues conviene saber que más de la mitad de las narraciones publicadas remiten de un modo u otro al género y no digamos si encima se trufa con la novela histórica… entonces deberíamos hablar de algo parecido a una epidemia donde los títulos se confunden no sólo en su parecido sino incluso en su igualdad, dando la impresión de que salen la mayoría de la misma matriz. Intuyo la cara de satisfacción de José María Guelbenzu porque sabe que está vez ha dado en el clavo pero lo cierto es que la cosa se veía venir, era evidente: no hay semana que no reciba tres o más novelas del género donde el nombre del detective da ya igual a esas alturas y, además, donde la trama se ve salpicada por el añadido de subgéneros en el que se cruza el gore más casposo con la ciencia ficción, la narración histórica o el recuerdo de la explosión nuclear de Chernóbyl. La última novela de David Torres, Punto de fisión, es paradigmática de lo dicho aunque tiene el mérito de rozar el absurdo: se inventa hasta un grupo terrorista que reivindica el puro casticismo madrileño. En fin…

En momentos de crisis, la verdad, siempre podemos recurrir a Chesterton, como han hecho todos los católicos inteligentes cuando les molestaba demasiado el dogma, el de la Iglesia, se entiende, no el del género. En Cómo escribir relatos policíacos, maravilloso librito que acaba de publicar Acantilado, Chesterton nos da algunos consejos para evitar la sumisión al dogma…del género, y sus nulos resultados literarios: el protagonista no debe parecer sospechoso en el primer capítulo, evitar distracciones largas, no confundir al lector y olvidar la Sociedad Magenta, es decir, las tramas conspiratorias de alcance mundial. Como colofón deja caer que si el mayordomo  lleva la marca de Caín y esto se repite siempre, una y otra vez, será el fin de la literatura. Lo dicho. ¿Habrá alguien que se aplique el cuento? ¿Quién será el primero en sentirse aludido?

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