Pier Paolo Pasolini: el elogio de la pobreza

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Cartel de la exposición. / cinetecadibologna.it

La reciente exposición inaugurada en la Filmoteca de Bolonia, y que finalizará el próximo 7  de octubre, sobre el rodaje que Pier Paolo Pasolini realizó en Yemen de Las mil y una noches y que el fotógrafo Roberto Villa, durante cien días, registró con minucia y atrevimiento ha servido para que en Italia vuelva a reconocerse, de nuevo, la figura del escritor, poeta y cineasta que fustigó con una intensidad que muchos consideraron un tanto maníaca las estructuras políticas y sociales surgidas en Italia tras la Segunda Guerra Mundial. Su muerte, situada entre el asesinato de tintes sucios y el accidente que ilustraba un destino errático para las buenas conciencias, dejó a cierta parte del país consternado ante una realidad de la que Pasolini parecía haberse encarnado en una suerte de chivo expiatorio, dejando en el imaginario de muchos una imagen redentora de cristo laico que convenía diluir cuanto antes en un conveniente limbo.

Y lo cierto es que la figura de Pasolini parece haberse instalado indefinidamente en ese limbo majestuoso, peor que el reservado a los clásicos, que es el que se deja a los clásicos del malditismo. Sólo que el malditismo adquiría en Pasolini unos rasgos tan extraños, tan poco dados al tópico -como pertinente ejemplo habría que recordar la encendida indignación que le causó la manipulación de la imagen de Cristo para una marca de pantalones vaqueros y que fue el origen de aquel artículo publicado en Corriere della Sera, El loco slogan de los jeans Jesús, recogido luego en forma de libro en Escritos corsarios,- que su trascendencia en la cultura italiana siempre ha ido acompañada de  ciertos tintes inquietantes. Han tenido que pasar años, muchos años, para que la significación de Pasolini, esa inquietante carga inquisitiva, se diluyese con el tiempo para que su figura haya podido ser de nuevo reinventada y que esta exposición ha tenido a bien recordarnos como síntoma. En esto habría que estar atentos.

Pocos como él fustigaron con especial violencia e inquina la sociedad de consumo y las nefastas consecuencias que para la cultura tenía ese modo de desarrollismo económico. Tengo para mí que Pier Paolo Pasolini, como buena parte de la intelectualidad de izquierdas surgida en la posguerra, era profundamente pavesiano, lo que equivale a decir que concordaba con la sensibilidad concentrada en Cesare Pavese pero no entendida como única de él, entendiendo esto cómo un modo de sensibilidad en que cultura ancestral de la tierra y cultura moderna deberían darse la mano en el camino hacia la luz. Ese modo de entender la cultura popular, tan diferente de la tradición de otras izquierdas europeas, es lo que hizo que la intelectualidad italiana ahondase como pocas en la relación profunda entre la cultura popular de origen campesino y los modos sociales que deberían tener los proletarios casi modélicos surgidos del imaginario revolucionario. Aquí no había antinomias y el desarrollismo impulsado a finales de los cincuenta y sesenta, acompañado de una vitalidad social pocas veces vista, hizo que de una manera u otra esa supuesta concordancia estallase tarde o temprano. Hoy día, con la conciencia ecológica recordándonos, al modo de un ángel guardián, que el derroche no ha sido más que la vieja avaricia trasplantada a una irresponsabilidad global, el modo en que Pasolini se relacionaba con el sentido de la tierra, con la pobreza, con las especiales relaciones que se producen entre los desheredados de la fortuna, adquiere un significado nuevo, menos inquietante pero con un sentido profético tendente a la melancolía.

Pasolini, en 1962. / cinetecadibologna.it

La exposición boloñesa, El Oriente de Pasolini, esas instantáneas tan bellas y supuestamente azarosas de Roberto Villa, recogiendo momentos de trabajo y placer, son imágenes que, bajo una delicadeza casi etérea, esconden una profunda, soterrada capacidad estoica para resistir los embates más bestiales que nos tiene preparado el porvenir. En esta aparente contradicción anida la concepción bellísima, en el fondo luminosa al modo de los viejos profetas, de la pobreza que tenía Pasolini, una concepción de la pobreza que pretendía salvaguardar la dignidad del hombre y que él representaba con más capacidad de revelación en las tierras que se encuentran al sur de Nápoles, la Italia olvidada, pobre, despreciada, que en el industrioso norte, en las engañosas calles rutilantes de Módena, en los curiosos soportales de Turín, los falsos escaparates milaneses. De ahí, también, una concepción del Oriente, del Tercer Mundo, que estas fotos recogen en su representación más sublimada, como último bastión donde refugiarse de la Tierra Baldía de la sociedad del desarrollo, del consumo. La conciencia de Pasolini fue siempre una conciencia trágica pero plagada de profundos estados arcádicos. La trilogía fílmica formada por Los cuentos de Canterbury, Las mil y una noches, y Saló o Los 120 últimos días de Sodoma, sus  películas postreras, reflejan a la perfección la fisura entre la idea de la dignidad escondida en la pobreza, una concepción de profunda raigambre cristiana, y la idea del Mal, la idea del poder ejercido de manera absoluta, la relación entre erotismo y sometimiento, entre placer y dolor… una fisura que cobró realidad, en sus contradicciones, el día en que se cuerpo fue encontrado atropellado por un coche  a la salida del balneario de Ostia. Fue  el año 1975 y no hace falta decir que casi medio siglo más tarde la Europa que Pasolini conoció no ha hecho más que incidir en los males que el escritor pronosticó en sus temores más recónditos, en sus querencias más extremas. La sociedad italiana regida por Berlusconi es consecuencia de la crisis surgida del pacto político de la posguerra.

Bolonia homenajea, ahora, en un clima de otra crisis política, ¿cuándo no las hubo en Italia?, la figura del escritor y cineasta de izquierdas que mejor supo comprender la profunda raigambre que de la pobreza tenía la concepción cristiana. Es curioso constatar de qué modo esa concepción de la dignidad intrínseca a la misma, de su elegancia, en definitiva, se refleja  en estas imágenes que nos recuerdan, en su simplicidad, en su pelado paisaje un tanto hierático, el aire de los tiempos bíblicos. Ese paisaje le acompañó siempre en sus filmes. Es lo que manifiestan, a su modo, estas instantáneas.

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