El sochantre se divierte

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Alvaro Cunqueiro, en los años 60. / Instituto Cervantes

Los cumpleaños de los que ya han muerto son un dechado de paradojas, pero vienen bien para sacudir memorias flacas y para tentar nuevos ojos a lecturas que ya no volverán. Me explico: ciertos autores a los que se lee de muy joven, a pesar del enorme placer que supuso esa lectura en su día, pasado el tiempo parece que ya no pudieran releerse. Hay quien dice que porque no resisten el tiempo; yo, más bien, tiendo a pensar que los que no resistimos somos los lectores al hacernos viejunos. ¿Ha envejecido Alvaro Cunqueiro ahora que cumple los cien?

Su primera novela, Merlín y familia (1955) auguraba ya su mundo escapista pero muy equilibrado, en el que la fantasía y los rasgos de realidad se conjugan de manera muy convincente. ¿Hay mayor fidelidad a la tradición cervantina del Quijote? Y, sin embargo, pasó casi desapercibido, sin recibir demasiados aplausos, como levitando sobre los adoquines de Mondoñedo y las plazuelas de Madrid, donde ejerció como periodista unos cuantos años. Merlín –que a mí me parece un trasunto del propio Cunqueiro- me conquistó como lectora.

Ganó el Premio Nadal, en 1968, con una novela deliciosa: Un hombre que se parecía a Orestes, literatura fantástica en medio de un escenario más bien realista y poco dado a las hadas y los bosques embrujados, de modo que los encantamientos y las salidas de tono del demonio (a quien siempre se le reconocía por el pestazo a azufre que emitían sus ventosidades) cabían mal entre la crítica del momento.

Descubrí tardíamente a Cunqueiro, enredando entre los libros de la biblioteca de la universidad de Toledo (Ohio), para preparar la bibliografía de un trabajo. Sus libros –que devoré en pocos días- alternaban en aquellos estantes con otros que nada tenían que ver con el mundo de fantasía y sarcasmo del gallego. Igual se habían escapado de su sitio para hacer amistades entre los sociólogos más conspicuos del mundo anglosajón, donde los sorprendí. Tardé en avisar del desaguisado al bibliotecario el tiempo justo para acabar de leerlos.

Años más tarde de mi descubrimiento particular en Ohio, conocí a Joan Perucho, al que entrevisté para RNE. Perucho parecía el otro lado del espejo en el que se reflejaba el rostro de Cunqueiro: risueño éste, severo el del catalán. Les unían los universos  fantásticos y la gastronomía, la poesía y una cierta manera de concebir la existencia. Además, Perucho era juez, una práctica que no abandonó en años, lo que debía de colocarle los pies sobre la tierra después de terminar de escribir sus historias: Un viaje con espectros (1984), Nicéforas y el grifo (1968), Diana y la mar muerta (1953) o Libro de caballerías (1957).

Ambos gastaban un porte que les daba todos los visos de credibilidad imaginables: cualquier cosa que dijeran tenía por fuerza que ser verosímil. Por eso, no dudé un instante que fuera cierto lo que me dijo Perucho en un rincón oscuro de su casa barcelonesa: que era muy amigo de Cunqueiro, almas gemelas, pero que no se llegaron a conocer personalmente, sino sólo por correspondencia. Sé que el gallego había estado en Barcelona, pero no me atrevo a dudar de la palabra del catalán. En ambos se adivina cierta socarronería, dulcificada en el rostro de Cunqueiro, más directa, en el de Perucho. Poetas ambos, como si la palabra poética les hubiera abierto las puertas, más amplias, del oficio de escribir.

En fin, que preparan en Galicia honores al autor de Las mocedades de Ulises: la profesora Dolores Vilavedra -que dice, con razón, que su autor practicaba un realismo antropológico, a la gallega- coordina un congreso, Mil y un Cunqueiros, desde el 28 de septiembre al 1 de octubre, en Coruña, Santiago y Vigo. Que todos se enteren de que hubo una vez un bardo, vestido de americana y zapatos brillantes, impecable tras sus gafas de pasta negra, que, en realidad, ocultaba a un merlín bondadosamente cativo, cuya mente calenturienta producía hermosos cuentos, encontrados en rincones ocultos, excavados en la tierra de los bosques encantados que tanto se dan en Galicia, donde también hubo un Fernández Flórez.

Qué buena acción para que aquellos que se perdieron sus libros los puedan leer ahora. La Biblioteca Castro los tiene todos, pero alguno más habrá en libreros de lance, que es como antes se llamaba a los de segunda mano. Tusquets tiene muchos y, claro, Galaxia, en gallego. Visor, toda su poesía. El verano se presenta prometedor con estas lecturas. Enhorabuena.

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