
Ante esta suerte de moda por lo japonés que nos ha entrado este verano –se han publicado más de seis novelas de autores japoneses en menos de dos semanas, entre ellas la deliciosa narración de Yusiniro Tanizaki, La gata, Shozo y sus dos mujeres en Siruela–, conviene que el paseante en exposiciones que se acerque estos meses de canícula justiciera al Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, contemple una de las exposiciones más curiosas del momento, la que tiene como protagonista a Yayoi Kusama, quizá la artista japonesa más importante del siglo XX, desde luego ahora lo es, sin duda alguna, y se deje llevar por una de las aventuras creadoras más fascinantes de los últimos cincuenta años.
Reconozco que mi atracción por Kusama es muy literaria: nacida en 1929, se dedicó a estudiar pintura nihonga en Kyoto, un estilo de pintura muy relacionado con el auge del nacionalismo que tuvo lugar a finales del siglo XIX. Luego, de pronto, nos la encontramos investigando en las vanguardias europeas sin salir de su país y cambiando las telas por sacos de semillas, restos del negocio que tenían sus padres, y mezclando la pintura que ella misma se hacía con arena para, más tarde, dar el salto a los Estados Unidos y convertirse en una suerte de gurú de la movida neoyorquina y representante principal de corrientes como el arte pop, el minimalismo y el perfomance. De vivir a tope la etapa hippie y psicodélica, pasó en otro giro espectacular, a dedicarse a la narrativa y a la poesía, de vuelta de nuevo en Japón, estamos en 1973, e internarse en un centro psiquiátrico del que, creo, no ha salido aún, mientras incidía, una y otra vez, en su pintura y escultura, que nunca ha abandonado, en ese inquietante espacio alucinatorio en que se mueve, un espacio alucinatorio y alucinado que sus últimas obras, simples y un tanto provocadoras en su facilidad un tanto perversa, no terminan de disipar, antes al contrario, aunque sólo se fotografíe con un vestido rojo con topitos blancos mientras, a su alrededor, montones de globos rojos con topitos blancos, diseñados por ella, parecen querer despegar en una especie de ingravidez a medias, nos sigue dando la impresión de que es justo en estas obras simplonas y de colores chillones, básicos, donde Kusama establece su último reto, el de incidir en ese aire kitsch de algunas obras suyas que cualquiera puede emparentar con los objetos de cualquier bazar oriental de esos de todo a un euro de los que hay a miles en cualquier ciudad europea. Creo, por eso, que lo que tiene Kusama de literario es por la misma razón que les acontece a los grandes personajes de ficción, son coherentes, construidos en una sola pieza, sobre su propio destino. Las vacilaciones de la vida, esos grandes espacios de años grises y monótonos, no van con ellos. El destino quiere trayectorias transparentes a fin de que acontezca el drama, el gesto trágico o, por lo menos, la leyenda. Desde luego Kusama pertenece a esa estirpe y los globos rojos con topitos blancos no hacen más que acrecentar esa sensación.
La muestra se ofrece en colaboración con la Tate Modern Gallery hasta mediados de septiembre y ocupa una buena sala del edifico Sabatini, la última antes de entrar en el espacio Nouvel. No hay pérdida, los globos rojos, tan llamativos, conducirán al más despistado ante las espléndidas salas que albergan una de las obras más curiosas y personales, más radicales, también, de los últimos años.
Nada más entrar, los consabidos globos con lunares blancos, sí, pero cuando visité la muestra había ya chicas vestidas con vestidos rojos con lunares blancos que se hacían fotografiar junto a ellos. No, no era una perfomance; tampoco un ardid publicitario, sencillamente lo simple atrae a lo simple, los colores básicos y llamativos poseen un lado erótico que alía ese encanto al kitsch de los años cincuenta, tan vital y despreocupado. No es de extrañar, por tanto, que Kusama, la de los rojos con lunares blancos, sea una figura objeto de culto. Otra cosa es ya lo que nos encontramos dentro, al traspasar los globos y dar esquinazo a la chica. Del rojo pasamos al blanco. La luz lo invade todo. Es momento de fijarse en las cosas.
En los cuadros de su etapa japonesa, donde hay figuras que recuerdan enormes paramecios, seres fantásticos cuya inverosimilitud es sólo cuestión de escala. Los colores, nada vivos, discretos, revelan enseñanzas de un estoicismo extremo. De esa etapa dijo la propia autora en su autobiografía: “Para un arte como el mío, arte que combate en la frontera entre la vida y la muerte, y que cuestiona lo que somos y lo que significa vivir y morir, Japón resultaba demasiado pequeño, demasiado servil, demasiado feudal y demasiado desdeñoso con las mujeres”.
Luego, ya en la etapa americana, primero Seattle y, más tarde, Nueva York, los cuadros en respuesta al expresionismo abstracto, los titulados Cuadros de redes infinitas, realizadas en un solo color con un fondo que sirve de contraste. Aquí se acerca al gesto minimalista y a la concentración del arte conceptual. En otra sala, las esculturas, blancas, que incluyen elementos cubiertos por formas que se repiten de manera obsesiva. Esos elementos son objetos domésticos, ropa, accesorios de cocina, recubiertos y rellenos con tela y ofreciendo formas fálicas. Puro arte pop, de tal manera que algunas formaron parte de una exposición en la Green Gallery neoyorquina donde expusieron Andy Warhol, Claes Oldenbrug y George Segal, con el que mantiene similitudes curiosas.
Siguen algunas performances: Paseo, donde Kusama deambula por Nueva York con un kimono estampado con color rosa intenso, y nos adentramos en su siguiente etapa de collages, los sellos de correo repetidos en serie que reflejan lo infinito, en una confesión de su condición de exiliada tanto de Oriente como de Occidente. Luego, su etapa hippie y los happenings, del que es buena muestra la película Auto-obliteración de Kusama, que paseó en los años sesenta por cineclubs de Estados Unidos y de Europa. De vuelta a Japón, los collages, una suerte de homenaje a Joseph Cornell, cuya muerte en 1972 la afectó enormemente. Esto, unido al fracaso de su galería de arte, hizo que Kusama se instalase en un hospital psiquiátrico y elaborara objetos escultóricos a pequeña escala. Las imágenes que hizo después, donde vuelve reiterar sus obsesiones biológicas y astronómicas, chocan al espectador que había olvidado por un momento los paramecios de aquella su primera etapa.
Después de poder meternos en una Habitación espejo, realizado por Kusama para esta exposición, donde parece que uno debe despojarse de su propio yo, suprema ilusión pero inquietante como propuesta, se sale de nuevo por los globos rojos salpicados de lunares blancos. El vértigo de querer saber del espacio infinito, que la roe como una labor propia de un erizo, se atempera al salir por estos globos. Ahora se entiende su función. No es fácil salir indemne de esta muestra.