Lucian Freud, la carne es triste

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De los pintores británicos que han dominado la escena del arte en la segunda mitad del siglo XX brilla como un astro solitario, de luz demasiado intensa, Francis Bacon, uno de los grandes de la pintura, pero de una u otra manera, a su lado, cuando uno quería reponerse de las inquietantes realidades de la contemplación de algún cuadro de Bacon, dirigía siempre la mirada a esas carnes desnudas de Lucian Freud y el recorrido por los rosadas, blanquecinas, nacaradas pieles semejantes las más de las veces a colores porcinos, llenos de pliegues y relieves que hubieran recibido la aprobación de un Rubens si la carne representada no estuviese a punto de ajarse, de reflejar una atemporalidad del retratado que es contraria a la contemplación clásica de la belleza, fugaz por esencia, vinculada de manera demoníaca al tiempo, al instante.

Este miércoles pasado, el día 20, fallecía en su casa de Londres, a los 88 años, Lucian Freud, el retratista británico famoso por sus desnudos, de una manera tan discreta, se sabía que estaba gravemente enfermo desde hacia tiempo, que la noticia la comunicó su galerista neoyorkino en breve, escueta nota. Nacido en Berlín en diciembre de 1922, era hijo del arquitecto Ernst Ludwig Freud y nieto del padre del psicoanálisis, pero sus raíces son, eran, eminentemente británicas. La familia, de raigambre judía y muy reconocida, decidió emigrar a Inglaterra el año en que Hitler ganó las elecciones en Alemania. Premonitorio. Algunos miembros de su familia no tuvieron tanta suerte y murieron en campos de exterminio, sobre todo los de la rama austriaca. De hecho, sólo tras lo que era ya una evidencia, se logró sacar de Viena al patriarca de la familia, el doctor Sigmund Feud, afectado de un cáncer de mandíbula, y trasladarlo a Londres, donde murió antes de que comenzara la guerra. Lucian, por aquel entonces, estudiaba en la Central School of Arts de Londres y, luego, en la Cedric  Morris East Anglia, y estaba subyugado por los atisbos logrados por los surrealistas. De hecho, desde que el editor ceilandés Tambimuttu le encargase la ilustración del libro de poemas de Nicholas Moore, The Glass Tower -estamos en 1943, en plena guerra, y su primera exposición en la galería Lefevre al año siguiente, ahí presentó su cuadro, El cuarto del pintor, su primera obra en darle celebridad, hasta principios de los sesenta, que es cuando se perfila definidamente su estilo, -Lucian Freud pinta lienzos donde se yuxtaponen figuras humanas y plantas en posturas inverosímiles, un tanto retorcidas ya, con la tensión que luego encontraremos en sus desnudos yacentes pero sin la contemplación incisiva y triste, definitivamente triste, de estos. Aún la imagen torcida pretendía salir de la prisión convencional, hay que imaginarse por un momento el ambiente artístico de la Inglaterra de aquellos años, pero no se había aposentado en lo que tenía que servirle de soporte ideal. El desnudo vendría más tarde. Fue una revelación.

Tengo para mí que Lucian Freud es un artista tan británico, a pesar de esos primeros escarceos surrealistas, o quizá precisamente por ello, como pueden serlo, no ya Francis Bacon, sino escritores como George Orwell. Con ello quiero dar a entender que hay una identificación, cierta consciencia, cierta lucidez alcanzada en un momento dado como artista en la vida de Lucian Freud que se corresponde con la experiencia de la posguerra en Gran Bretaña, una posguerra no lo suficientemente estudiada y que supuso un enorme trauma nacional en tanto en cuanto pasaron de ser la gran potencia colonial a ser un país deudor en cuestión de cuatro años. De esa quiebra en la arrogancia nacional se nutre la lucidez de Freud y la calidad de su obra retratistica, ya digo, refleja una nueva posición que podría ser mala para la economía del país pero que abrió a Gran Bretaña a aires nuevos, renovadores, menos solipsistas. En ello el arte salió ganando.

Francis Bacon es la cumbre de ese periodo que se extiende hasta que el arte pop arrambla con cualquier manifestación donde los valores se muestren con cierto olor metafísico. Otro retratista. No es casual. Lucian Freud, a partir de los sesenta, comienza a pintar con tonos neutros retratos de familiares suyos, a menudo desnudos en posturas yacentes en camas deshechas, removidas, esos cuadros que le han hecho célebre quizá porque desvela, a pesar del misterio implícito en cada uno de sus lienzos, lo que de trascendente hay en la banalidad de lo cotidiano. En eso Lucian Freud no tuvo rival en aquellos años porque Francis Bacon, sin ir más lejos, nunca tocó el día a día, le era totalmente ajeno, extraño. Freud, por el contrario, se muestra muy existencial en esos lienzos, una existencia del aquí y del ahora, en plena concordancia con la moda intelectual surgida en Francia al amparo de Sartre y Camus, y donde la carne se manifestaba en toda su rotundidad casi de manera agresiva pero con un fondo de melancolía inquietante por la intensidad en que la carne reflejaba una fugacidad que contenía ya en sí la putrefacción, la muerte. Son los cuadros que le hicieron famoso pero también donde su arte consiguió la plenitud. Luego vinieron otras cosas, quizá más ligadas al ruido que se consigue con la fama, como por ejemplo el retrato de la reina Isabel, tan criticado por los que no se habían detenido siquiera a indagar sobre su arte, o el de la modelo Kate Moss, que no se encuentra entre lo mejor de su obra, y aunque él se refugiaba en sus animales, pintó caballos a montones, sobre todo los de la escuela de Darlington, que él montaba, no llegó nunca a lograr ese soplo metafísico de aquellos cuadros yacentes donde siempre, o casi siempre, colocaba un animal, gatos, perros, al modo en que los egipcios intuyeron lo que de totémico tenían estos animales.

En España poseemos alguna representación, escasa, de su obra, por otro lado, no muy prolífica. De los cinco con que cuenta nuestro país, cuatro pertenecen al Museo Thyssen Bornemisza, donde nos topamos con un retrato del barón bastante notable. Ahora, en el momento de enterarme de su muerte discreta, yo, que siempre gusté de sus desnudos yacentes en posturas inverosímiles, pienso en él haciendo realidad aquel poema de Mallarmé: “La carne es triste, ay, y yo he leído todos los libros…” Lucian Freud pertenecía a esa estirpe. Sin duda.

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