José García Pastor *
(Respuesta a la prueba documental 1)
Siempre nos han difamado. Somos pasto de sus sátiras y alegorías y nos tienen por paradigma de vileza. Estamos a su lado desde los albores de lo que llaman civilización y jamás les hemos negado los servicios que nos han pedido, pero nos menosprecian. Tenemos motivos de sobra para indignarnos y denunciar su comportamiento, pero, como sabréis los que habéis seguido el asunto desde que se planteó, conviene hacer autocrítica para determinar en qué medida somos responsables de tan mala imagen. ¿Y si, propongo, las cosas se arreglaran con una campaña de relaciones públicas que les permitiera vernos tal como somos y, quién sabe, impulsara la armonía entre las dos especies?
Cuando el Comité de Relaciones Humanoporcinas (CRHP) me adjudicó el caso y me encargó un informe detallado sobre el tema, estuve tentado de dimitir, pero venció mi conciencia de cerdo cumplidor. No podía dar el lomo a nuestra raza sin al menos hacer un intento, por ingente que pintara la empresa. En las copiosas páginas del documento principal y sus apéndices abundan los ejemplos del mal trato que se nos ha dispensado y de su machacona tendencia a proyectarse en nosotros y cargarnos con sus obsesiones, insuficiencias y taras. Para esta presentación he preferido dar voz a la evidencia remitiéndome a un puñado de documentos de consulta representativos a los que añado una refutación o visión complementaria expuesta con fines de esclarecimiento y reivindicación. Les ruego dejen para el final las preguntas. Paso a leerles un escrito encontrado en nuestros archivos que me parece contrapunto ideal al primer documento.
Circular remitida a todas las granjas del país y el planeta por el colectivo de cerdos de Kinfauns, debidamente transcrita y traducida al dialecto del lugar
Compañeros:
Os escribimos en el entendimiento de que vuestra vida no se diferencia de la que nosotros llevábamos antes. Ya sabéis de qué hablamos: revolcarse en la inmundicia, habitar pocilgas que os aíslan del exterior, poner rumbo a ese lugar del que nadie regresa y un sinfín de insolencias y humillaciones que no vamos a enumerar ahora. Pues bien, todo eso ha acabado. Escuchad con atención porque nuestro caso puede serviros de guía para alcanzar la emancipación.
Todo empezó el día en que cayó en manos de los autoproclamados cuidadores un escrito, concienzudamente redactado por un grupo de trabajo especial nuestro, en el que se abogaba por implantar en la explotación condiciones de vida más –ese es el calificativo que nos pareció más acertado– humanas, no tanto por razones éticas (llevan un tiempo proclamando los derechos de los animales otros), como por consideraciones empresariales, aduciéndose que el cerdo plácido, criado en un entorno amable y libre de vergazos, rinde más e incrementa la inversión del ganadero. Unos se rieron de tamaña majadería, los más se mostraron escépticos, y no faltaron los debates, muchas veces acalorados, en las rampas de acceso a nuestras dependencias y al otro lado del cristal de sus oficinas, pero lo cierto es que, ávidos de riqueza y en obediencia a deseos que aún no nos habían quedado claros, procedieron a renovar las instalaciones sustituyendo el lodo y el polvo por un alicatado primoroso. A los pocos días contrataron jardineros que en las rotondas del flamante complejo plantaron florecitas y arbustos decorativos, encargaron a artistas de renombre murales donde se nos representaba en actos y posturas que les parecían decorosos, derribaron los cobertizos y llenaron el ambiente de un hilo musical compuesto por tiernas melodías en las que destacaba el enérgico y sublime fraseo de un clavicordio entreverado con una sección de cuerda.
No se sabe a quién de ellos se le ocurrió la idea o cuál de los nuestros fue el primero en atreverse, pero un día aparecieron en las avenidas y glorietas de la urbanización montoncitos de tela doblados que, como se apresuraron a aclarar los entendidos, eran camisas tersas de un blanco inmaculado. Algunos advirtieron de que era una trampa, de que sólo se proponían engañarnos y propinarnos un fin más atroz del que hasta entonces nos habían reservado, pero, al cabo de muchas deliberaciones, un grupo de voluntarios dio un trote adelante y se ciñó con solemnidad aquella fabricación al cuerpo. Disuelto el estupor y la incertidumbre iniciales, constatamos que las prendas nos sentaban la mar de bien. Los puños apretaditos sin resultar molestos, los cuellos picudos que reclamaban una corbata elegante, las hileras de botones que aprendimos a abrocharnos con pericia, un entallado digno del mejor sastre: parecía que las camisas se habían inventado y fabricado expresamente para nuestro torso, y que sólo a título experimental se les había concedido a los humanos gozar de ellas.
A partir de ese día los hechos se sucedieron con lógica implacable. Poco tardaron los amos en quitar el cerrojo a los portones que comunicaban sus dominios con los nuestros; poco tardó nuestra avanzadilla en penetrar en su mundo. Para sorpresa nuestra, nos entendían perfectamente cuando les gruñíamos en son de saludo o consejo, aunque algunos de los nuestros han sostenido y sostienen que nunca nos comprendieron, y que si asentían a lo que les contábamos era sólo para congraciarse con nosotros y conocer nuestros secretos. Surgieron la camaradería, las tiernas confidencias, los agobiantes requerimientos por hombres y mujeres que querían experimentar en carne propia la maravilla de nuestro proverbial aguante. En cenas organizadas por anfitriones que nos agasajaban como héroes aprendimos en un instante a manejar cuchillo y tenedor como si jamás hubiéramos comido escarbando con el hocico y engullimos sin escrúpulos correosas tiras de carne que nos ensalzaron como máxima exquisitez concebible al paladar. Mientras las elogiábamos con educación y nos limpiábamos de grasa el morro supimos que ya nos consideraban sus iguales, por no decir sus superiores.
Después empezaron las preguntas, primero remolonas y luego descaradas, sobre nuestra vida anterior, lo que sentíamos al hundirnos en el barro o los pensamientos que llenaban la noche porcina. Nosotros respondíamos con desgana y evasivas, conscientes de que, pese a entender poco o nada, o quizá por eso mismo, se morían de ganas por conocer nuestras costumbres de antaño. Una de nuestras mentes más preclaras teorizó que siempre nos habían envidiado y admirado. Hubo quienes desestimaron tales conclusiones, pero el tiempo vino a corroborarlas con creces. Su curiosidad nos obligó a organizar visitas guiadas por los vestigios de nuestras antiguas viviendas. Todo les atraía, sus ganas de conocimiento de lo marrano no tenían límites. Un día preguntaron con recato si sería posible que un grupo de ellos, previo pago, claro está, de la suma que tuviéramos a bien fijar, pasara la noche en una pocilga auténtica reconstruida. Cuando las listas de espera se alargaron más allá de lo viable emprendimos la erección de hogares idénticos a los que habíamos conocido antes de mezclarnos con los humanos.
Y así llegamos al final de nuestro relato, que bien podría cifrarse en la imagen de la trampilla cerrada con llave a espaldas del último humano que había optado por convertir aquella forma de turismo cultural en estilo de vida permanente. Hoy que les contemplamos al otro lado del cristal sentimos piedad. Tenemos la certeza de que su anhelo nunca dejó de propender al revolcón despreocupado, la suciedad sin visos de redención en la higiene y el gruñido desprovisto de significado cabal. Sospechamos que estaban hartos de ser quienes eran, que ya no soportaban la carga de creerse la cúspide del reino animal y que sólo aspiraban a abdicar de su papel de guardianes y administradores de un mundo domeñado. Sabéis, compañeros, que los de nuestra especie no somos dados a buscar el poder, explotar al prójimo o gobernar la piara con pezuña inflexible, pero el horror del panorama que nos han legado nos mueve, afligidos, a relevarles y tratar de enmendar el desaguisado, revocar la destrucción, instaurar la sensatez y remediar los desperfectos ocasionados por quienes hoy resbalan felices por un barro de inconsciencia, aunque, obedeciendo a su incorregible naturaleza, remueven la tierra y la basura para crear disensión e imponer una jerarquía de grandes y chicos, dominadores y sufrientes.
Todos se han quedado ya sin ropa, hecha jirones. Por su bien, con algo de pena, les damos de vez en cuando los latigazos que necesitan. Según los que siguen de cerca su evolución, ha empezado a brotarles una pelambrera más áspera.
Cuando les miramos a los ojos nos percatamos de que ya no sienten carencia alguna.
Estimado José (Pepe):
Al principio pensaba que te referias al
trato que da España a los Catalanes.
Saludos afectuosos. Eudald