Las máscaras de Junichirô Tanizaki

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Imagen de archivo de Junichirô Tanizaki. / Wikimedia Commons

Este 24 de julio pasado se cumplieron los 125 años del nacimiento de uno de los padres fundadores de la novela moderna japonesa, Junichirô Tanizaki, junto a escritores como Ogai Mori, Natsume Soseki, Akutagawa, y, desde luego, el espléndido trío formado por Yasunari Kawabata, a quien se le otorgó el Premio Nobel, Yukio Mishima y Kobo Abe. Todos ellos elevaron la literatura japonesa a las mismas cotas de excelencia que consiguieron como potencia económica y militar a lo largo del siglo XX. Y como el destino de su país, sufrieron las enormes contradicciones, a veces verdaderas quiebras anímicas y espirituales, en el vaivén entre la occidentalización querida y buscada con ahínco y la salvaguarda de su tradición cultural. De todo ellos quizá haya sido Tanizaki el que contemplara esa contradicción y violencia con un ánimo sincrético que le evitó el gesto exacerbado de un Mishima o el no menos terrible pero sí más callado de Kawabata. Para él la luz y la oscuridad eran parte de un mismo proceso de la metamorfosis de las formas. No es de extrañar que en gran parte sea la piedra angular de la narrativa japonesa de todo un siglo. Llevaba la asunción de lo contradictorio, es decir, de la vida, en su seno, es decir, en su profesión.

Mi relación como lector con Tanizaki viene de lejos, de muchos años atrás, de antes de que Siruela publicara en los noventa la obra que iba a convertirse en un best-seller en España, Elogio de la sombra, y se remonta a la edición de Seix Barral de Cuentos crueles y sobre todo de Las hermanas Makioka, que así se tradujo en nuestro país La nieve tenue. Luego vinieron aquellas hermosas novelas La vida enmascarada del señor de Musashi y Enredadera de Yoshino y, más tarde, la avalancha fundamental de buena parte de su narrativa que ha llevado a cabo Siruela hasta esta última La gata, Shozu y sus dos mujeres, una hermosa parábola cruel sobre la dependencia obligada de las relaciones humanas en torno a una gata de inquietante nombre, Lilith, a quien se le otorga el verdadero poder de toda una casa.

Un aniversario debe ser una celebración, algo por encima de la rentabilidad o de una excusa. Sin embargo en el caso de Tanizaki, cuya obra está suficientemente representada en España, convendría que la excusa se introdujera en la efemérides para así poder llamar la atención sobre un autor de enorme grandeza que supo que la integración de su país en la cultura occidental pasaba por el dolor lacerante y por la pérdida de cosas esenciales hasta el punto de llegar al desamparo, Supo, también, que ese dolor era un paso obligado hacia otras metas que trascendían de lejos lo local y que en esa trascendencia era donde la cultura tradicional de su país podía dar lo mejor en tanto en cuanto podía ser parte de la herencia indeleble de la humanidad. Esa aspiración, en estos tiempos, debería servirnos como metáfora de nuestra condición actual, tan dividida siempre entre las aportaciones en flagrante contradicción de la manera de ver las cosas en Oriente y Occidente. La máxima de Kipling, triunfante y fatalista en el fondo, East is East and West is West, and never the twain shall meet, “Oriente es Oriente y Occidente es Occidente, y las dos no se encontrarán nunca” debería pasar a la historia por cuestiones prácticas. De hecho ha pasado ya, hace tiempo, dejando inútil y bella, por inútil precisamente, la acción de Mishima en su suicidio ritual, y no hace falta hablar de la moda, los perfumes, la tecnología, la comida japonesas, que tanto fascina a Occidente, se podría hablar de una fascinación, sino que ello se nota en el perfil que adopta lo imaginario y que es en el arte donde adquiere mayor potencia: no es necesario referirse al cine por ser demasiado evidente. Dejémoslo en la música, las artes plásticas o la literatura. La devoción por escritores como Murakami, a quien no tengo en demasiada estima, confirma el aserto. La fascinación es mutua.

Hay que remontarse a los años treinta del siglo XX, Tanizaki ve en aquellos tiempos la producción más bella de sus escritos, para entender la trascendencia de este escritor y saber valorarlo hoy en lo que se merece por lo que tiene de gesto titanesco y de lucha feroz contra un entorno hostil. El joven Tanizaki, que en su juventud había ayudado a formar la novela moderna junto a la escuela naturalista, estamos en los años previos a la I Guerra Mundial, con autores como Ogai Mon, Soseki Natsume o Shimazaki , se decanta, por influencia de los escritores simbolistas franceses y de Edgar Allan Poe, a plasmar un erotismo exacerbado en unas obras donde no se escamoteaban referencias a lo sádico, a la homosexualidad, al fetichismo, a la escatología, en una suerte de tendencia a la amoralidad esencial del impulso erótico libre de todas trabas. Esta actitud, en abierto contraste con la corriente confucionista de sus contemporáneos, le acarreó fama y una leyenda de joven genio que culminó en el descubrimiento de un nuevo modo de enfrentarse a las cosas, ya en los años treinta en pleno auge del militarismo y el nacionalismo nipón, y a lo que no fue baladí el terremoto brutal que asoló Japón en 1923, que hizo que huyera de Tokio y se refugiara en la región delimitada por Kyoto- Osaka-Kobe, la zona donde aún subsistían los gestos de la cultura tradicional. El encuentro con el modo tradicional de enfrentarse al mundo representó una conmoción en la personalidad de Tanizaki, de tal modo que esa fisura irreconciliable de la que hablaba Kipling, Tanizaki en cierta forma la experimentó en carne propia, en propio espíritu. La traducción que hizo al japonés moderno del Genji Monogatari, “La novela de Genji”, la gran obra literaria japonesa del siglo XI, una exquisita rememoración de momentos eróticos de una extremada belleza, fue el detonante de ese sincretismo. A partir de aquí la confrontación con el nacionalismo japonés del momento se exacerbó hasta el extremo de que algunas de sus obras fueron censuradas, ocurrió con Las hermanas Makioka. En Tanizaki la Guerra Santa que preconizaba el gobierno le venía un tanto estrecho de lejos. Para el gobierno japonés la obra de Tanizaki era poco comprometida, por no referirnos a indiscernible en algunos aspectos.

Ni que decir tiene que con la posguerra le llegó el honor, la fama y el reconocimiento hasta hacer de él un clásico, a pesar de algunos escándalos, como el que ocurrió con la publicación de La llave, tachada de pornográfica. Una efemérides nunca deber ser una excusa, pero, ya digo, convendría que este aniversario no fuese motivo sólo de que alguna editorial publicase otra tanda de novelas suyas este otoño, bienvenidas sean, y poco más. Tanizaki fue un escritor fascinado por las máscaras como otros tantos compatriotas suyos, Mishima sin ir más lejos, pero en él esas máscaras adoptaban la contemplación de las metamorfosis de las formas que es lo que en verdad le subyugaba. Tanizaki nunca gustó de los relatos autobiográficos, mantuvo una polémica sonada al respecto con Akutagawa, y solía decir; “No me intereso más que en las mentiras”. Supo hacer de esto una profesión, la de novelista. Tal debe ser el legado de su aniversario.

1 Comment
  1. Kappa says

    Muy bien; sólo falta mencionar a la autora de los Genji Monogatari, la señora Murasaki Shikibu. Se agradece lo femenino entre tanta testosterona nipona.

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