
Todo símbolo es terrible, por ineludible e inquietante, ya que alude a modos de percibir la realidad que hacen estallar, aun sea momentáneamente, la delgada capa racionalista con que nos envolvemos como escudo protector. Estos primeros días de agosto he quedado con amigos a horas tempranas o tardías en torno a plazas arboladas, Plaza de Olavide, Plaza del Dos de Mayo, que protegen de la canícula y permiten que las conversaciones mantengan un tono aún sensato, no lastradas por los pensamientos de piel desollada en que nos movemos cuando la atmósfera comienza a ser asfixiante.
El pasado domingo me senté con un viejo amigo, un habitual. Se estaba desayunando un café bien cargado y una tostada de pan con tomate triturado y regada de aceite de oliva, algo que era de pobres y de paletos andaluces en mi juventud y ahora posee rango cool, incluso con propiedades milagrosas. A su lado la portada de un prestigioso diario que mi amigo había desplegado malamente a un lado de la taza de café, estaba bien claro que lo que le importaba era el desayuno. Atisbé, me sale sin apenas quererlo, los titulares. Junto a las elecciones del 20-N, y sendas declaraciones de Rubalcaba y Mariano Rajoy -uno quería debatir y el otro le brindaba, cual torero, la lucha dialéctica: no hay nada como recoger la montera en estos juegos de ruedo nacional- otro aludía al desastre que se produciría si republicanos y demócratas no se pusieran de acuerdo respecto a los presupuestos en Estados Unidos bajo un titular, corto, donde se hablaba de la primera suspensión de pagos del país en toda su historia, cómputo del tiempo que aparece en los medios de comunicación varias veces al día tratándose de cualquier cosa. En medio, la única foto de la portada, al modo de Cristo, un Ferrán Adriá con los brazos levantados en actitud bíblica mientras al fondo se distinguían esos numerosos uniformes blancos con que suelen vestirse los cocineros. El titular venía a decir algo así, en un alarde de pretendida brillantez,”La última cena de elBulli” y nos remitía a un artículo largo, prolijo, donde se nos mostraba, y se nos quería demostrar, el legado intelectual y sensitivo de un nuevo genio de importancia y reconocimiento mundial. No tengo razón para dudar de ello. Lo mío es la literatura.
Se nos decía allí que Ferrán Adriá cerraba el restaurante y que en octubre se iba a convertir en el Bulli Foundation, un centro de investigación en torno a la cocina que comenzará en octubre pero que estaba previsto empezase a funcionar a pleno rendimiento en 2014. Pero antes de que este CERN de los fogones, así me pareció que me lo pintaban, se inaugurase hacía falta el ritual de cerrar el restaurante legendario y para ello el cronista desplegó una lista de nombres de cocineros mareante que se dieron un festín de homenaje en torno al maestro: René Redzepi, del restaurante Noma, de Copenhague; Joan Roca; Andoni Luis Aduriz; Máximo Batura; Christian Lutaud, gentes famosas hoy día en el mundo de los fogones y a los que les une que en un momento u otro de sus vidas han pasado por el restaurante de Cala Montjoi.
¿Qué que comieron? Se nos decía allí que ninniyakis de liebre, tuétano de caviar, shabu-shanu de piñones, espuma de humo de habanos, aquí el corazón me dio un vuelco pues soy fumador de puros, en fin, cristal de soja, globo de Gorgonzola, tacos de Oaxaca y como colofón pastel volador, mientras cada uno de los comensales, la flor y nata del ñam-ñam mundial, formulaba un deseo para la feliz consecución de la Fundación. ¿Qué en que se basa tamaña fama? Se nos decía allí, también, que en una mezcla tumultuosa de derribo de las convenciones, de saber despistar a los sentidos y jugar con ellos, estar atento a cualquier manifestación culinaria de este pequeño mundo en el que estamos y, a la vez, atender a la cocina de los productos de la tierra, vale decir, escudriñar el gusto curioso de la zarigüeya china de la provincia de Yenán sin perder de vista el cloqueo tan familiar de la gallina de la granja de al lado. Se nos decía, en fin, que en la Fundación, de aspecto futurista, se citaba convenientemente el planeta Tatooine, donde se crió Luke Skaywalker, no se parará de investigar y que no se tendrán miramientos convencionales y que las Onegés y los grupos colegiales servirán de conejillos de indias degustadores de tales inventos surgidos de esas cuevas de Sésamo. Inquietante.
Todo esto en una página leída a una hora de la mañana que invitaba al sosiego y donde la tradicional barra de pan bañada de tomate y aceite parecía querer colaborar en su natural y tradicional presentación culinaria mientras mi amigo la devoraba. Ya digo, lo mío es la literatura, es decir, la narratividad, es decir, las metáforas, y en la página de dicho diario se ofrecía un despliegue narrativo nada despreciable pues aunaba discursos apocalípticos propios de épocas de crisis, de repúblicas de Weimar en descomposición -ay la deuda casi cósmica de los Estados Unidos- pintados incluso con algunos rasgos expresionistas, junto a otros, estos de política nacional, en torno al 20-N y las elecciones que no desmerecerían de las crónicas regeneracionistas de la generación del 98, y como colofón la sopa posmoderna de los inventos de un cocinero a quien se quiere genialoide y a quien se ha colocado, no hace mucho, en alguna muestra de arte junto a Pablo Picasso.
No entiendo de cocina. Lo mío es la literatura y por ello sé distinguir entre una quiebra sustancial, por ejemplo, el invento del wok, que en la narrativa sería algo parecido a la artificiosidad cervantina del manuscrito hallado y escrito por un árabe, o al teatro dentro de una representación, tan shakesperiano, algo que sirve de alimento durante generaciones a un pueblo, y lo que se vende como gesto, así, aquella recomendación del dandy de cocer los bígaros para que supieran mejor en el caldo de haber cocido la langosta y tirar ésta, claro. Hay que reconocer que en el gesto del dandy había, trasgresiones aparte, cierto tono metafísico acorde con el aire de los poemas baudelerianos, de invocación al diablo. De la última cena de nuestro visionario cocinero me quedo con un sin fin de nombres de productos que se reducen al ejercicio constante de dos añagazas psicológicas, la sorpresa y la fascinación, dos grados presentes en la publicidad y sustanciales a ella. Poco más. La sopa posmoderna se esfuma en tiempos de crisis. Como humo se va. Ha sido reemplazada por la presencia que creíamos olvidada de los bocadillos de mortadela salidos de las plazas tomadas por los indignados como un mal sueño salido de las páginas del realismo social.
Muy Bueno. Desde luego se despistan los sentidos, porque hacer espuma del humo de los puros tiene su ciencia.
¡ Nos alegra leerte otra vez Pascual !