El oro de Trieste

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Juan Ángel Juristo

Éramos siete aquella noche en el club donde nos reuníamos dos veces al año para tratar de nuestros negocios aunque la excusa era mala ya que nuestros representantes lo hacían todos los días por nosotros. La verdad es que nos juntábamos por costumbre, por vernos la cara de vez en cuando y así, de paso, poder adivinar detrás de las nuevas arrugas de los demás, formadas después de meses, sus dramas, sus achaques. Aquella noche éramos siete y tratamos del origen de nuestras fortunas. Todos, uno a uno, nos explayamos poco sabiendo que estábamos aburriendo a  los demás, los informes que poseíamos de cada uno de nosotros eran tan prolijos que hubieran sorprendido a  más de una de nuestras esposas, incluso a nosotros mismos, pero lo que esperábamos en secreto era que Luigi nos contase cómo había amasado su inmensa fortuna hasta llegar a convertirse en uno de los reyes italianos del ladrillo porque, aunque pareciera mentira, nadie sabía de ello gran cosa aunque los rumores dieran para escribir una novela. Era viejo, muy viejo, con cara de tortuga, y fumaba unos toscanos de humo acre que nos obligaba a abrir las ventanas cuando se levantaba para ir al baño, cosa frecuente.

Cuando le tocó el turno pareció sonreír por lo bajo, como si hubiera calculado la dosis de verdad que nos tenía que administrar con justeza, y comenzó diciendo que era friulano, no milanés, como creíamos todos. Cuando calculó que estábamos ojo avizor después de aquella confesión, Renato incluso se sentó en el borde del sillón, continuó al tiempo que sacaba un toscazo de una cajita de cartón de colores chillones.

-Pero siendo muy pequeño la familia se fue a Trieste y allí viví los días del miedo ante los soldados alemanes y, luego, mientras temblábamos de felicidad y excitación por la liberación, el miedo por la brutalidad de los soldados de Tito. Hasta que llegaron los americanos y los ingleses. El hambre era terrible, sobre todo lo primeros años y gracias a que mi hermana, Giulia, se había echado de amante a un oficial americano, pudimos comer un poco mejor, qué digo, bastante mejor, pasamos de cocer las mondas de las patatas a comer macarrones y carne en lata que nos venía del lado yugoslavo. El trapicheo era continuo y tanto a los aliados como a los de Tito les interesaba mantener una situación donde el contrabando hacia uno y otro lado hicieron de la ciudad una fábrica de oro. Sí, se hicieron grandes fortunas en Trieste aquellos años. El caso es que cerca de Via Corso había un cabaret, el Morocco, donde todas las noches desembarcaban centenares de americanos e ingleses, sobre todos norteamericanos, y se distinguía  a los camareros del lugar porque iban mejor vestidos que los ingenieros y médicos del barrio. El local era poco frecuentado por los italianos, que no podían permitirse el beber whisky y los cócteles que el barman, Enrico, decía haber aprendido en Nueva York. Todo era fachada, pura fachada, en el Morocco, pero si eras alguien tenías que frecuentarlo hasta que don Piero, el dueño, te tratase de tú y te llamase por tu nombre y supiera en que mesa te sentabas. La única ilusión que tenía en aquellos años, fueron los meses anteriores a los sucesos del 53 en que murieron varios patriotas a manos de la policía inglesa, era la de entrar en el Morocco y presioné a mi hermana, que presionó al americano, supongo que le haría una huelga encubierta de sexo alegando cualquier cosa. Nunca me metí en los fregados de las mujeres de mi familia, hasta que un día lluvioso como pocos que recuerde en aquellos húmedos años, mi hermana, con lágrimas en los ojos, me dijo que fuera a ver a don Piero, que el trabajo no era muy allá, casi para fregar suelos, pero que más tarde se andaría…

Cuando fui al día siguiente a ver a don Piero, le dije que fregaría el local al amanecer pero que sería mejor, una vez se hubieran ido los últimos clientes, limpiar los váteres por una cuestión de higiene y no esperar varias horas. Don Piero sonrió mientras me pasaba una mano por el hombro, señal de que le había gustado, y me gané así la confianza de los camareros del Morocco, sobre todo los más jóvenes a quienes no les hacía ninguna gracia limpiar los lavabos llenos de vómitos de los americanos, sobre todo, de ellos. No sabían beber. No tenían medida. Al día siguiente, durante tres años, noche tras noche, de madrugada, después de servir en la cocina ayudando a clasificar las botellas y sirviendo bocadillos de urgencia, me iba a los lavabos y limpiaba hasta el amanecer, no recuerdo las garrafas de amoníaco que corrieron por aquellos suelos y tazas durante esos meses. Procuraba pasar los más rápido posible por los lavabos de mujeres, donde sólo alguna compresa tirada a la pared, me agriaba un poco el carácter, acostumbrado ya a velar la noche, pero lo que me interesaba estaba en los lavaos de hombres. Allí limpiaba en profundidad.

Os dije que Trieste, en aquellos años, era una fábrica de oro. El contrabando de tabaco y de medias, la penicilina, la morfina, el tráfico de armas hacia Yugoslavia hizo que la ciudad prosperase ante la envidia de media Italia, donde aún comer era un milagro cotidiano. Una fábrica de oro, sí, pero el oro se come y, finalmente, se caga. No había día en que no recogiese una buena cantidad de billetes con que los americanos se limpiaban el culo. Dólares, libras… pero sobre todo, dólares, muchos dólares. Los recogía y recuerdo como me dirigía desde los barrios de Corso Cavour y de Via Vincezo Bellini y Via Trento, viendo salir el sol por la parte que daba al mar, con mi bolsa de rafia llena de dólares cagados, como un tío Gilito de la miseria. Lágrimas me asomaban siempre que veía salir el sol por la marina, aquello me calmaba y me daba aires de libertad. Luego vino lo de octubre, y supe que ya no había que hacer nada en Trieste. Los aliados desaparecerían y con ellos los dólares y el Morocco aceptaría ahora liras bellas y deseadas, tan patrióticas, pero pobres.

Me despedí de la familia y me fui para Milán, donde vivo, donde me casé, donde tuve hijos y amigos, donde hice fortuna porque pillé los tiempos de la construcción. Con los dólares cagados que limpiaba en la cocina de casa a hurtadillas, alquilé un local y empecé con una cuadrilla. Lo demás podéis leerlo en los informes que tenéis. Es cierto.

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