Mantis

2

Pascual García

Bajaba desnuda, sola, amarrada a sus altísimos tacones, por la Avenida Central de la ciudad Sin Nombre. Su cuerpo era del color de la arena de la playa y solo tres pinceladas negras enturbiaban, a lo lejos, la quietud. Una, entre las piernas, moviéndose en la distancia. Era el bello (bonito pelo) de su sexo franco, narrativo, comestible. La otra, de cuero, se distinguía alrededor de su cintura, de donde colgaban un par de revólveres, colt 45, creo. La tercera se mesaba de jadeos sobre su frente. Un pelo negrísimo, azabache, violento y cauto. Era puro movimiento detenido y en movimiento: paz, gratitud, nausea; el miedo a perder mi oportunidad, supongo. Yo esperaba escondido detrás de unos cubos de basura.

La calle estaba vacía y mi sombra se apretujaba detrás de la basura observándola, sin respirar. Se acercaba sobria y rectangular hasta los cubos redondos de la basura. ¿Me habrá visto? ¿Estará escuchando el castañear de mis dientes amarillos? Era más hermosa todavía cuando la mirabas desde el suelo, de perfil, con media cara aplastada sobre el frío metal de la esférica fortaleza de residuos sólidos urbanos. Sus pechos tintineaban como lámpara de lágrimas de cristal. Sus ojos estaban rasgados y eran grandes. Estaban rasgados y parecían sonreír. Estaba justo delante de mí y yo giraba la cabeza a cámara lenta -el son que marcaban sus finísimas caderas- para verla por detrás. Aquel culo apretado, perfecto, debía de estar a más de dos metros del suelo y era lo que había estado buscando desde que tengo recuerdos. Ese culo debía dar sentido a mi vida. Así debía ser. Me abalancé sobre ella, por detrás, y la poseí. Eran tantas las cosas que me estaba jugando en ese momento que apenas sentí placer, sólo pánico, miedo a fallar, a fracasar. Tanto tiempo esperándolo y ni tan siquiera fue hermoso. ¿Merece la pena morir para esto? Se volvió y me miró con su cara de triángulo isósceles. No percibí ningún tipo de expresión en aquella mirada. Dirigió su mano izquierda hacia el revólver…, pero se detuvo. ¡Quizás aún tuviera una segunda oportunidad! Se apiadaría de mí y yo podría hacerlo mejor en una nueva emboscada en otra ciudad, en otra calle. ¿Por qué no? Entonces encogió su pierna y levantó su zapato de titanio verde a la altura de la cintura. Pude ver perfectamente su sexo blanco y fresco a metro y medio de mis narices. “Ahí estuve yo”, dije a modo de epitafio. Bruscamente, violentamente, dirigió su astifino tacón hacia mi ojo derecho y lo hundió en él al tiempo que profería una especie de silvido atroz que reconocí al instante y que me recordó que nunca llegué a saber qué fue de mi padre. Y me quedé más muerto que la hostia, tumbado en la calle, mientras ella portaba mi semilla por la Avenida Central de la ciudad Sin Nombre.

2 Comments
  1. patxitxo says

    Y ni siquiera se dignó gastar una bala… Creo que no compensa. Si yo fuera mantis, me metería cura. Claro que entonces ya no sería mantis, sino grillo.

  2. Loreto says

    Ahora entiendo para qué sirven los tacones.

Leave A Reply