En la Audiencia

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José Ramón Martín Largo*

Imagen: Flickr de Phoenix Dark-Knight.

Todavía hoy, y como hace treinta y cinco años, si es que debe creerse a los ancianos de nuestra ciudad, persiste entre nosotros una peculiar forma de agradable esparcimiento y, como si dijéramos, una inofensiva costumbre que nos alivia de las preocupaciones y los siempre fatigosos deberes cotidianos, la cual consiste en observarle paseando arriba y abajo por la gran antesala de la Audiencia, sumido en sus elevados pensamientos, siempre con la misma levita negra, los ralos y encanecidos cabellos completamente alborotados y las manos a la espalda. Por el estado ya más que raído de la alfombra que adorna la antesala, en otro tiempo orgullo de los artesanos locales, y en especial por el estrecho surco visible en ella y que es la marca inmemorial de un itinerario una y otra vez repetido, semejante en su profundidad, según puede sospecharse, a la gravedad de sus meditaciones, nos es posible deducir la casi inimaginable constancia con que lleva a cabo su importante misión. Y nada de esto, como cabe suponer, nos resultaría seguramente tan admirable si no fuera por la dificultad y, de hecho, la casi absoluta imposibilidad de la observación misma, motivada por una parte por la rigurosa prohibición, dictada en los tiempos en que se fundó nuestra ciudad, de pretender siquiera observar el interior de la Audiencia, lo que, si bien, sin duda, fue decretado con la noble intención de preservar la soledad y la reflexión de nuestros jueces, con frecuencia absorbidos por conflictos difíciles y no pocas veces insolubles, no ha logrado tener, como se ve, la menor aceptación entre nosotros, y, por otra, como consecuencia de la manera particular en que se construyó nuestra Audiencia, la cual carece propiamente de ventanas y casi de cualquier clase de orificios de entrada o de salida, con probabilidad a fin de lograr dicha preservación y, en suma, de evitar por todos los medios cualquier desorden o intromisión exterior, lo que nos obliga a reptar penosamente por un túnel oscuro y polvoriento que se encuentra extrañamente al nivel de la calle y cuya función se desconoce, operación que debe realizarse con el mayor sigilo y siempre de uno en uno, a causa de la extraordinaria estrechez del túnel, el cual sin embargo, a juzgar por sus corrientes de aire, que a veces casi nos arrastran en direcciones inverosímiles, debe estar unido a otros túneles y pasadizos cuya orientación, con motivo, se ignora, lo que ha provocado que con el tiempo uno de los oficios más solicitados y mejor remunerados en nuestra ciudad sea el de guía en el túnel de la Audiencia, por no hablar del oficio de jefe de los guías en el túnel de la Audiencia, puesto que requiere gran perseverancia y no menos rectitud, ya que los conocimientos adquiridos en el ejercicio de tal profesión, por ejemplo los referidos a la disposición de los presuntos pasadizos y túneles laterales, son, como es natural, totalmente secretos e intransferibles, sin que exista constancia, sin embargo, de la época de la que data esta conveniente norma.

A esto se debe con certeza el que con el tiempo haya llegado a dudarse de la verdadera existencia de nuestros magistrados, y hasta que alguna mente sibilina haya llegado a dejar caer la especie de que son los guías en el túnel de la Audiencia, y no otros, los verdaderos jueces de nuestra ciudad, lo que como es natural casi llegaría a tomarse por cierto si no fuera porque al final del túnel hay todavía, en efecto, una pequeña abertura, la cual puede deberse a causas naturales, apenas una rendija que no llegará a tener el grosor de un dedo y a través de la cual, adoptando una posición determinada, puede verse toda una esquina de la antesala de la Audiencia, en la que hay colgado un retrato del fundador de nuestra ciudad, en actitud muy digna y con la mano apoyada sobre un voluminoso libro de leyes, y desde la que los inculpados y los que se han visto envueltos en algún pleito con la Justicia pueden presentar sus alegaciones y escuchar sus condenas. Que dicha abertura sea de naturaleza tan sumamente exigua, y que el guía del túnel deba administrar sabiamente el tiempo de cada observación, la cual no suele exceder a lo que duraría un suspiro, pues en cada turno de visita no es pequeño el número de litigantes, penados y ex penados, jóvenes abogados recién salidos de nuestra Escuela de Derecho, acusados que prontamente serán llamados a juicio, testigos de cargo, y simples curiosos, explica que muchos de ellos, expirado su tiempo de observación, deban dar media vuelta habiendo vislumbrado, a lo sumo, si tienen buena vista y han adoptado la postura correcta, no más que una parte del cuadro, exactamente la inferior derecha, donde se encuentra la mano sobre el libro de leyes, así como una extensión considerable de alfombra, pero no a él propiamente, de quien sin embargo, aguzando el oído, en ocasiones resulta perceptible su lento paso sobre la alfombra, así como un ligero e ininteligible bisbiseo con el que suele acompañar sus meditabundas idas y venidas. Razón por la cual a nadie resultará extraño que sólo unos pocos afortunados hayamos podido verle caminar arriba y abajo con su levita negra y sus manos a la espalda, enfrascado en algún pensamiento del todo inconcebible para nosotros, referido a una sentencia inminente, al cumplimiento inevitable de una pena o a una futura ejecución. ¿Qué podemos saber quienes apenas somos capaces de reptar por lo que a todas luces no es sino uno de los quizá múltiples túneles y pasadizos de la Audiencia, a quienes no nos ha correspondido el inviolable designio de impartir justicia? Se dice a media voz, y se sospecha que ha sido uno de nuestros guías en el túnel quien ha hecho correr el rumor, que él, previsor como es, ha mandado hacer ya el epitafio que, en majestuosas letras doradas, se leerá en su tumba: “Aquí yace el Presidente de la Audiencia. Perdió el tiempo”.

(*) José Ramón Martín Largo. Escritor y guionista de documentales. Es autor de las novelas El momento de la luna (1995), El añil (1997) y La noche y la niebla (2000), publicadas en Alfaguara, y Campo de tiro (2009), publicada en 451 Editores.
1 Comment
  1. Pallarés says

    Es atrevido mezclar tono solemne con tono de humor, pero funciona porque éste último aparece al final como una gota de agua fresquita.

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