El verano del editor

0

Juan Ángel Juristo

'Colorful suicide', obra de Catalina Estrada. / Flickr de Dr Case

Fue a principios de septiembre, lo recuerdo porque aún tenía reciente el sabor de unos salmonetes comidos en el puerto turco del Pireo la semana anterior mientras notaba con curiosidad el modo en que se empapaba de sudor la camiseta blanca de Ester, cuando me topé al pasar por delante de la cervecería Cruz Blanca con mi editor. Salía del local del que se escapaba el olor dulzón de la cerveza tirada y, contrario a su costumbre, no llevaba corbata aunque la chaqueta de lino, sempiterna, no le había abandonado. Me invitó a entrar al local y mientras esperábamos las cañas y la ración de gambas que siempre pedíamos allí porque estaban en su punto justo de sal para que beber la cerveza después fuera un placer, me preguntó por las vacaciones. Me callé la terrible discusión con Ester en un cobertizo de paja en una playa plagada de turistas ingleses que había arruinado la semana pasada en Grecia y le dije, me asaltó la anécdota como una excusa salvadora, que al día siguiente de haber llegado a Atenas, en un local donde se comía un arroz con carne y pimientos rodeado de altas adelfas blancas, había visto algo inaudito,  a un tipo rubio, de tipo nórdico, tocado con un panamá un tanto tonto, leyendo Mi suicidio, de Henri Roorda, un libro bello y terrible que mi editor había publicado sin ningún eco el año anterior.

- ¿En mi edición? -preguntó, mientras alargó el brazo en busca de la primera gamba.

- Claro.

Se calló. Peló la gamba con sumo cuidado, casi con delicadeza, y luego masticó lentamente la cola rosada, casi blanquecina, antes de tragar la cerveza espumeante. Fue, entonces, después de esa pausa cuando me soltó:

- Curioso. Escucha -y alargó de nuevo el brazo en busca de otra gamba.

Le indiqué con la mano en que tenía cogida la caña de cerveza que nos sentáramos, se estaba a gusto con el aire acondicionado y ese olor a marisco y dulzón que invadía el local ruidoso. No quiso sentarse, dando a entender que acabaría pronto o que tenía que irse enseguida. Agucé el oído.

- Era un día de un calor tremendo,  a principios del mes pasado. Me acuerdo porque maldecía el haberme puesto la chaqueta y no haberla dejado en el despacho. Iba a comer al Lambrusco, por esta misma acera, que es donde a esas horas había sombra. Mientras bajaba la cuesta, enfrente de mí venían dos mendigos, andando ondulantes. Según se acercaron entendí la causa que creí al principio borrachera pura y dura. Muy pegados uno al otro, el alto, más joven, con barba de varios días y una camiseta gris agujereada, le leía en voz alta un libro al otro, más pequeño, más viejo, de mirada perdida. Pasaron a mi lado y entendí la frase que le estaba leyendo. Me quedé de piedra. Al principio creí que había entendido mal y lo achaqué al calor, pero conseguí antes de que pasaran ver el libro. Al fin y al cabo lo había editado yo.

Le dije triunfante - Mi suicidio.

- Ahí no acaba la cosa -esperó a que pusiera cara de interés, realmente la tenía, y siguió-  después de comer me acerqué a la Luis Cernuda y le conté a Pedro, ya sabes, el librero, que no se le escapa una, lo de los mendigos. Sonrió y me espetó con aire cómplice que desde hacía dos meses se acercaban cada semana a la librería y preguntaban por el libro.

- Comenzó la cosa después de la Feria -siguió- y menos mal que se acercaron a mí porque si llega a estar Carmen sola los echa sin contemplaciones. Preguntaron por Mi suicidio, cuando había sido publicado, que lo habían visto en el escaparate, que tenían mucho interés en él y que cuanto costaba. Se lo dije, quince euros, y no recuerdo ahora si les bajé el precio para que se lo llevaran cuanto antes. Con tal de no ver la cara que los estaba poniendo Carmen lo hubiera dejado en diez. Prometieron volver para llevárselo y a la semana siguiente, muy pronto, a las diez y media más o menos, volvieron a preguntar por el libro, si lo tenía, sí, claro, ningún problema, les decía, y así semana tras semana hasta que hará más o menos tres días, sí, el lunes, volvieron con cierto aire triunfante y me echaron un montón de monedas de céntimos, te lo juro, no había una sola de euro, y pidieron el libro. Carmen hizo un comentario de esos de ella allá en la caja y lo que hice fue arramblar con esas monedas en un papel para evitar problemas, envolverlo y darles el libro. Luego, cuando se fueron, conté las monedas, nos venía bien para el cambio. No faltaba un céntimo.

Pedí otra cerveza y, riendo, solté algo así como vaya verano y quise contarle aquello que me roía desde hacia días, lo de las peleas continuas con Ester, sus putos celos, pero me cortó.

- Espera que aquí no acaba la cosa -noté ahora ese gesto que une a seres tan dispares como el presidente de un consejo de administración a un mago, el gesto de aquel que va a dar el golpe de efecto.

- Cuando volvía a casa caí en la cuenta de unas llamadas telefónicas que recogió el contestador y que no sé cuando se podían haber realizado porque no suelo usarlo, me basta con las llamadas perdidas del móvil. El caso es que días antes, aburrido de ver la luz roja parpadeante, la verdad es que no tenía nada que hacer porque había corregido un libro que me resultó bastante arduo, lo accioné para escuchar los mensajes y escuché, junto a los consabidos de publicidad, ya no hay otros, unos que no entendí al principio pero que ahora me producen cierto desasosiego. Me decían en el primero de ellos que se sentían felices de que alguien hubiera anunciado la publicación de Mi suicidio y que se sentían agradecidos que hubiera sido yo y me anunciaban que me llamarían de nuevo para saber la fecha en que el libro saldría a la calle. El siguiente preguntaba sobre el día de salida y se disculpaba por molestarme a la vez que parecía dolerse de que no le contestase. Luego, vinieron otros, donde me anunciaban que, por fin, habían visto el libro en algunas librerías y que les gustaría hablar conmigo sobre los motivos que me habían llevado a publicar el libro. Ahí acabaron los mensajes, ni uno más,  y aparte de que me fastidió que no me dejaran ningún número de teléfono para poderles llamar, algo que me pareció extraño pero que ahora entiendo, telefonearían con dificultades desde alguna cabina con los céntimos  recogidos en la calle, lo cierto es que no me preocupé más de la cosa. Hasta ese día en que los vi leyendo el libro en voz alta y luego Pedro me contó el modo en que compraron el libro. No tengo duda de que eran ellos, pero lo que en el fondo no se qué es lo que querrían. Creo que es lo que me inquieta.

- De lo que no hay duda -le contesté- es que esperaban el libro como si fuera algo redentor.

- Me da igual que se hayan suicidado o no, esa no es la cuestión, al fin y al cabo si los hubieses visto no les hubieras dado un año más de vida. Lo que quiero saber es el motivo de tanto sacrificio por el libro…

- Una manera de justificar la publicación…

- Exacto -me respondió y, luego, haciendo señas al camarero para que trajera la cuenta y ya relajado, sonriendo- Y por lo que has contado… ¿y si hubiera un club de suicidas internacional?

- Debería admitir todas las clases. El de Atenas estaba demasiado bien vestido.

Leave A Reply