La Toscana es cursi

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El David, de Miguel Ángel. / Wikipedia

Sabido es que, por lo menos desde la querencia de los prerrafaelitas y desde que Robert y Elisabeth Barrett Browning terminaron sus días en Florencia, la Toscana ha sido una suerte de Arcadia esteticista para toda suerte de turistas cultos. No es necesario ver otra vez Té con Mussolini para percatarse del enorme poder de seducción que la región italiana ha ejercido desde hace doscientos años en que se inventó el turismo, hacia una clase burguesa acomodada y esnob que justificaba mediante ese esteticismo cierta manera de entender el goce de clara raigambre aristocrática en unos tiempos poco dados a esa manera de entender el mundo que, digámoslo claramente, era pura fantasmagoría. El hechizo de la región ante los anglosajones es tan legendario que no hace falta recurrir a la fascinación extrema de Pound sino a algo mucho más cercano en el tiempo, a la quincena pasada, donde un David Cameron pasaba sus vacaciones en la Toscana, como está mandado en cierta clase social británica y ciertos millonarios norteamericanos, actores sobre todo, hay tópicos que no cambian  con el tiempo, mientras Londres parecía una caricatura un tanto siniestra de la blitzkrieg de épocas idas.

Pero el turismo no se compone sólo de viejas solteronas con mucha pasta como tuvimos ocasión de ver en la película antes citada. Lo que ahora, en estos tiempos de crisis y de ajustes presupuestarios, salva en parte a un país occidental con industrias desmanteladas, funcionarios que sobran por todos  lados  y obreros de la construcción en paro, es el turismo low cost, como nosotros, españoles, supimos ver con claro sentido premonitorio hace tiempo, en una palabra, el turismo más bajo y hortera. La Toscana, tierra propicia a los estetas devotos del prerrafaelismo de otros tiempos, en clara apoteosis del kitch más hiperestésico, se ve, así, abocada, como tantas otras tierras, desde Benidorm o Lloret de Mar a las playas de La Spezia o a Santorini, a aguantar a miríadas de turistas en clara actitud hortera, es decir, a montones  de zafios que con sus gestos la mayoría de las veces obscenos y ruidosos desmerecen del lugar que ocupan, lugar donde en otros tiempos pasearon gentes que tampoco provenían de alta cuna, pero sí poseían una gozosa y atinada sensibilidad, como D.H. Lawrence.

El caso es que la Toscana, esa tierra formada por el triángulo estético por excelencia, Pisa, Florencia, Siena, se ha visto forzada ante las olas de horteras que la invaden este verano a intentar lavar esas manchas de zafiedad y restaurar la imagen de región exquisita que les sirve de inmejorable reclamo turístico. No se equivocan los responsables municipales de la zona. Las cuentas les salen, pues es de las pocas regiones que puede prescindir del turismo más marginal ya que es tanta la cantidad de ellos que visitan la región, en las cuatro estaciones, además, que los alcaldes de las tres ciudades citadas, con los cálculos bien aprendidos de pérdidas y ganancias, han determinado tomar cartas en el asunto y el municipio de Pisa, con su alcalde a la cabeza, Marco Filippeschi , no lo ha podido decir más claro: “Nos enfrentamos ante un problema de mal gusto”, según informa Lucia Magi desde la región para El Pais. Pero, ¿cual ha sido la excusa, perdón, la causa, para organizar tamaño alboroto municipal? Pues unos calzoncillos donde en la parte delantera de los mismos aparece una imagen de la torre inclinada que se cae más de lo que hasta ahora era habitual, en clara alusión, no a la imagen fálica, sino de abierta a la impotencia de quien los lleva y de tan preciado monumento. Una vergüenza, vamos.

Parece ser que la primera institución en dar la voz de alarma fue la Iglesia, siempre tan vigilante. El obispo se quejó al alcalde y éste ha reaccionado con orgullo, prejuicio e indignación, castigando con multas de 500 euros a los puestos que venden esos calzoncillos en la Plaza dei Miracoli, que es la plaza donde se encuentra también el Baptisterio y es recinto eclesiástico. Llevan ya cinco sanciones con tiras y aflojas entre dueños de los tenderetes, turistas que quieren a toda costa la torre desfalleciente y policías municipales. El alcalde de Florencia, ciudad que se erige en centro de la exquisitez de la región aunque no tuviera el honor de que Ruskin llegara a homologarla con la ciudad de la laguna del Véneto, ha aprovechado la ocasión para arremeter con el merchadising zafio que invade su ciudad, al parecer unos delantales con el torso del David y unos calzoncillos que reproducen los genitales de la misma estatua esculpida por Miguel Ángel. El alcalde de Florencia, sin embargo, lo tiene crudo: en el centro de su ciudad, no tan grande, existen más de mil quinientos puestos de souvenirs y no hay manera de hacer cumplir el edicto. Los dueños de los tenderetes lo tienen claro, si el alcalde quiere instalar el buen gusto, ellos lo que quieren es vender lo que se les demanda, ya sean calzoncillos con genitales serigrafiados o reproducciones en escayola del David, que éstas, sí, no ofenden el buen gusto, según el alcalde. Por su parte el pueblo de Florencia, que lleva a sus espaldas la experiencia de Savonarola, cree que su múnícipe debería tener más sentido del humor. No lo negamos, pero en este caso hay más.

Se trata del una metáfora del destino de Europa como parque temático. Nos hemos convertido en un inmenso parque turístico hasta el punto de que hay ciudades, como Venecia, que no existen sino es como decorado, algo que les ocurre a casi todas las poblaciones que no superan ese número de habitantes suficientes para ser ciudades internacionales donde el turismo se camufla con el bullicio cotidiano. La cosa es peliaguda, pues detrás de todo esto subsiste la necesidad de ser considerado un paisaje mass cult o mid cult, y poco más. Porque preferir una taza de esas que venden en las bodas reales británicas a unos calzoncillos con genitales serigrafiados, no hablemos del merchandising papal en Madrid con la juventud mundial al fondo porque esto es campo semiótico sembrado para cursos futuros, nada tiene que ver con el buen o mal gusto, los dos son horrorosos, sino con una moralina que encubre en realidad un cálculo de publicidad, es decir, bajo la capa de cursilería, esa palabra tan española y tan carente de traducción a lengua alguna, existe una patética llamada a ser considerado un distinguido paisaje para uso de gente fina, fantasmagoría espectral que revela una decadencia real tan pronunciada como relevante. Con frases de tamaña cursilería como las de Marco Filippeschi no cabe la sorpresa: no hay verano que, ante la escasez de noticias un poco enjundiosas, salga algún alcalde italiano proponiendo la idea más peregrina… prohibir el desnudo en playas a féminas no agraciadas y cosas así. El caso es salir en los titulares… y lo consiguen. Mientras, los vendedores de souvenirs siguen vendiendo los calzoncillos un poquito más caros, relegados medio metro por debajo del mostrador, soñando con los millones de chinos que vendrán algún día y la cantidad de cachivaches que podrían venderles sin saber que los que tienen en sus puestos están fabricados en aquel país, la clase meda acomodada británica volverá en septiembre a su Londres un poquito más calcinado después de haber pasado sus vacaciones en algún lugar de la Toscana o haberse comprado una casita de campo con habitación con vistas, por ejemplo, unos cipreses descollando en el horizonte. Lo cursi no tiene precio.

1 Comment
  1. indi says

    Sí, si, son muy muy cursis los que han hecho de ella algo cursi. Pero la Toscana ahí está, sigue ahí tan bonita sin enterarse de nada, afortunadamente…

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