La leyenda de la ciudad con nombre

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Imagen de la exposición 'Tehotihuacán. Ciudad de los Dioses', en CaixaForum (Madrid). / obrasocial.lacaixa.es

Desde luego Teotihuacan impone, yendo incluso más allá de su tópico. Quien se haya aventurado por esa imponente Calzada de los Muertos y contemplado la fuerza masiva de las Pirámides del Sol y de la Luna o sentido la belleza extraña del Palacio del Jaguar de Xalla y, luego, dejado llevar por la fuerza de la imponente llanura que contiene esa maravilla de la arqueología, no podrá olvidar el lugar por la enorme profusión y la intensidad de los sentimientos que el sitio depara. El lugar es legendario, proclive a las historias literarias y eso ha hecho que el recinto sea contemplado con deseos sagrados o, por lo menos, misteriosos. Todo contribuye a ello, desde la escasez de referencias fidedignas sobre la civilización en que se asentaba hasta hechos sucedidos antesdeayer, como se dice, así, la afirmación de Alexander von Humbolt al pasar por los terrenos en que estaba enterrada Teotihuacán de que allí abajo se encontraba una ciudad o la narración que quiere que por ese mismo lugar hubiera pasado Hernán Cortés cuando su Noche Triste.

De ahí la importancia de la exposición que Caixa Forum ha inaugurado en Madrid, contrabalanceando las de arte cristiano que profusamente se ha organizado con motivo de la visita del Papa, cuyo título Teotihuacan. Ciudad de los dioses, lo dice todo, o casi, porque hay que decir que lo ambiguo, lo oscuro, pertenece a ese lugar por mucho que haya avanzado la arqueología y que en realidad la realidad del sitio sigue manteniéndose en ese espacio donde todo se detiene y florece la narración maravillosa. La exposición es excelente, magníficamente acoplada, clara, didáctica, con pensada separación entre las distintas funciones con que la muestra se ha dividido, a lo que contribuye la magnitud de las piezas expuestas, alrededor de 400, traídas de los museos de México, sobre todo del Museo Nacional de Arqueología, uno de los grandes museos en su género e imponente en su arquitectura. Además, se han organizado actividades en torno a la exposición que tienen un alto interés, conferencias sobre la lengua, la arquitectura, el urbanismo, los sistemas funerarios, el arte mural, a cargo de profesores de  arqueología de diversas universidades de Madrid y Barcelona, salvo la titulada La memoria de Teotihuacán que dará en octubre Diana Magaloni, directora del Museo Nacional de Antropología de México. La muestra estará abierta hasta el 13 de noviembre y de seguro contribuirá a constituir un antes y un después en cuanto a las exposiciones de este género que se realizan en España.

La leyenda es producto de la tendencia a lo maravilloso. Felizmente, en esta exposición, la leyenda ha sido cuidadosamente preservada porque el misterio sobre muchas cosas continúa, así, la desaparición de la ciudad, sin ir más lejos, o el hecho de que estuviera enterrada, y hay que recordar que Teotihuacan tenía una extensión de 20 kilómetros cuadrados y una población de 200.000 habitantes, lo que hacía de ella una de las ciudades más pobladas del momento, comparable a Constantinopla o a Córdoba , pero esa preservación se ha hecho con una honestidad intelectual digna de mención, pues en la muestra no hay una sola referencia que dé alas a una espuria fantasía sino que cada elemento se representa a sí mismo y la muestra recoge las referencias comprobadas de cada uno de ellos. Sin más. De esta forma la exposición se ha dividido en seis partes y que resaltan el aspecto didáctico de la cosa, arquitectura, urbanismo, política, guerra, economía, religión, con sus creencias rituales, la vida cotidiana… finalmente, lo que la cultura de Teotihuacan representó con los pueblos de su entorno.

Contemplamos, pues, piezas míticas de Teotihuacan, como la máscara adornada con un mosaico de piedras de manera profusa, de una fuerza enorme, o la representación del Jaguar de Xalla, una pieza única de las muchas que contiene el Museo Nacional de Antropología, o un Disco Solar con el Dios de la Muerte, o la vasija, de una belleza deslumbrante por lo cotidiana, que representa a un ave fantástica, o el obligado vaso de arcilla con un personaje importante de la época tallado para la mayor gloria del olvido, con un apasionamiento contenido, sin que la imaginación se desboque en fantasía, algo fatal en la ciencia arqueológica, favoreciendo el interés del espectador por lo que allí se contiene, que no es poco. Luego, en las salas del fondo, casi a la salida, se exponen pequeñas figuritas de arcilla que representan escenas de la vida cotidiana. Son diminutos barros pintados que dan vida a damas con cestos donde llevan a  sus hijos y que el espectador agradece porque el ojo, acostumbrado a lo horrible fantástico de la representación de los dioses, con esas líneas geométricas precisas, cortantes, laberínticas, ve de pronto figurillas graciosas, con gestos naturalistas, que parecen recobrar vida después del hieratismo magnífico, sacerdotal, canónico, de las creencias cósmicas, llenas de cálculo, miedo, interés. Son como las figurillas de Tanagra de la civilización mesoamericana y tienen una importancia modesta ante los imponentes murales pintados, esos colores negros, rojos, o las esculturas mastodónticas o con tendencia a ello, de las representaciones de los dioses, pero esencial: mantienen un equilibrio, manifestando lo cotidiano, lo que hay de vida detrás de cada gran cultura, y que es lo que, paradojas, se mantiene incólume ante tanta creencia cósmica eterna y que no resiste el paso de los siglos.

Hablar de Teotihuacan es introducirnos en una historia que parece no tener fin. No se saben sus orígenes, su final, sí la importancia que tuvo hasta el punto de constituir el eje de las culturas mesoamericanas. Los nahuas que hablaban con Bernardino de Sahagún le referían historias de la ciudad de los dioses donde éstos se reunieron para dar vida al Quinto Sol, la Edad Contemporánea, y que Teotihuacan fue fundada por gigantes y que allí eran enterrados los señores porque así se convertían en dioses. Ya lo fantástico fue esencial en la conformación de la ciudad cuando llegaron los primeros cronistas, que sucumbieron a su encanto. Sería deseable que nosotros, los descendientes de aquellos fascinados cronistas, después de tiempos de indiferencia, volviéramos a sentir la fascinación americana. Esta exposición nos la sirve en bandeja.

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