El novelista semiótico

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Cubierta del libro de Umberto Eco.

No repuestos aún de la última novela de Umberto EcoEl cementerio de Praga, la rentrée literaria ha comenzado, aparte del excelente cuaderno de notas de José Ángel Valente, con un nuevo libro del semiólogo italiano. En realidad el volumen, Confesiones de un joven novelista, que ha editado entre nosotros Lumen, la casa que siempre ha publicado a Eco, es una recopilación de las cuatro conferencias Richard Hellmann que el profesor dio en Harvard y que se han editado este mismo año en los Estados Unidos, de hecho la traducción al español de Guillem Sans está hecha del original inglés, lo que da entender claramente las dimensiones que ha tomado nuestro novelista, una suerte de rey Midas del espectáculo cultural, que maneja como pocos y cuyo éxito se debe a haber ocupado un lugar muy difícil de mantener, aquel que se encuentra a medio camino entre la alta cultura y la cultura media, lo que se llama en sociología literaria con su denominación inglesa, mid cult, y actuar como hilo conductor, como demiurgo, de ambas tendencias contrapuestas las más de las veces. Ni que decir tiene que el profesor sabe lo que hace: aplica la precisión científica a un mundo de referencias que, por lo menos desde la teoría, parece pan comido. Lo curioso de todo este asunto es que la cosa funciona en la vida real, y de qué manera. Eco es una suerte de Proteo del mundo posmoderno donde la forma adopta la cara de la publicidad: bibliófilo impenitente, científico de probada excelencia, conferenciante agudo, novelista de enorme éxito, profesor capaz y divertido, persona de grata compañía con su puntito exacto de cinismo… la fascinación personificada, vamos. El libro que acaba de salir lo demuestra… una vez más.

En primer lugar, el contenido es irreprochable. Pocas veces le es dado a un lector asistir al controlado strip tease de un escritor y este libro trata en gran medida de la labor de Umberto Eco cono novelista, de las obsesiones, de los modos, de los medios adecuados de que tuvo que valerse en cada ocasión para escribir narraciones como El nombre de la rosa, Baudolino, El péndulo de Foucault, La isla del día de antes, El cementerio de Praga… en fin un cúmulo de best Sellers para dar envidia a cualquier escritor que se pirrie por el éxito, es decir, cualquiera, y que el profesor, en el fondo, parece estar por encima de ellos mismos, de los que le han dado fama, como atesorando, como siendo dueño de un secreto, de un lugar virgen que, desde luego, no se encuentra en las novelas, ni en las conferencias que pronuncia, ni en los libros donde publica recopilaciones de ensayos más o menos fortuitos y siempre inteligentes y llenos de oportunas citas, pero que sabemos existe y que, intuimos, tiene mucho que ver con la idea platónica de la superioridad de aquel que es portador de las ideas, aquel que es filósofo, sobre el que ejerce solamente de artesano.

En contenido es irreprochable, sí, tan irreprochable que se percibe en él que está pensado en exclusiva para el mundo anglosajón y para un alumnado al que no le es desconocido el laberinto semiótico. Cuando llega al apartado de las listas, por ejemplo, al que es tan aficionado, explica que esa afición le viene por su educación católica, por aquello de las letanías, para ello cita a Joyce con pertinencia aparentemente científica, habría que demostrar si las listas aparecen más en los escritores de tradición católica que en los no lo son pero a estas alturas estos detalles son lo que menos importa, y, luego, despliega un inteligente artificio en un buen ramillete de páginas que se cuentan entre lo mejor del libro y, desde luego, entre lo mejor que uno ha leído sobre el asunto. De hecho, de las cuatro conferencias que componen el libro, la dedicada a las listas y las que se refieren a su labor como novelista son las más interesantes, las más deliciosas, las más excelentes, también, y ello porque no se le ocurre teorizar sobre crítica literaria, cuando lo hace, como en los dos apartados que faltan, Autor, texto e intérpretes y Algunas observaciones sobre los personajes de ficción, el interés decae considerablemente y eso que el artificio se presenta con aparato más conceptual, más científico. Lo que ocurre, y esto define muy bien los límites de Umberto Eco y las claves de su poder de fascinación, es que en realidad en estos apartados no aporta nada personal a la cosa, limitándose a desplegar con encanto  teorías ya sabidas y, además, poco sofisticadas. De ahí que brille con especial delectación cuando se limita a hablar de su experiencia personal. Nos hallamos aquí con un autor que, a pesar de que parece sabérselas todas, no carece de cierta ingenuidad mezclada con una dosis de cinismo un tanto evidente. Cuando se refiere a El nombre de la rosa, por ejemplo, nos está ofreciendo una muestra acabada de mezcla posmoderna de saberes propios de un medievalista con trucos de autor de best seller y, sin embargo, se refiere al libro como un ejemplo de alta cultura, comparándola con Baudolino, que cree de origen más popular. Quizá lo más importante del libro sea el tino con que ha escogido los temas que puede interesar a un lector de un escritor sin andarse por las ramas. En esto el volumen no tiene desperdicio y le coloca a años luz de los que escriben otros teóricos de clara tendencia mid cult, como Alberto Mangel. Esa sensación, cierta, por otro lado, de rigor, es lo que hace a Eco tan atractivo: siempre parece dar una de cal y otra de arena y, así, contenta a todos, incluso a los más exigentes, que le juzgan con medidas más laxas que no aplicarían a otros. Cabría preguntarse muchas cosas de este personaje y de la calidad de sus obras. Tengo para mí que no pasará por ser un escritor ni siquiera medianamente dotado, lo que fue un Stefan Zweig, por ejemplo, tan sobrevalorado ahora, o un Thomas Wolf, pero siempre nos quedará su saber y su poder de fascinación. La respuesta, quizá, a esa preservación consista en que, como buen semiólogo, sabe de las claves y de los modelos que utilizamos en el lenguaje. Es un especialista de la cosa, además de medievalista y un tipo excelente. ¿Quién se resiste a un profesor así?

2 Comments
  1. FRANCISCO PLAZA PIERI says

    Todo filósofo de formación, así como todo interesado en la materia, ha de observar con suma atención las gestualidades de aquellos que, desde su óptica, orientativa óptica, induzcan a todos cuantos a ellos se acerquen.
    Nada será desdeñable sin previo análisis, si bien, siempre merecedor del mismo, nos conduciremos en esa orientación.
    ¡Ánimo!

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