Enamocciate

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Hace pocos días, no llega a una semana, pillaron en Venecia a algunos desaprensivos que se dedican a extorsionar turistas, llevándose un bloque de mármol de treinta kilos de peso, pequeño, la verdad sea dicha, que es parte integrante del puente que Santiago Calatrava diseñó para la ciudad veneciana y que desde el día mismo de su inauguración ha creado polémica porque muchos dudan de su estabilidad e, incluso, de su utilidad. Pero lo peor que le puede ocurrir a los puentes venecianos no es que algunos individuos, que han identificado de etnia gitana, hayan atentado contra uno de ellos simbolizado por el nombre de un arquitecto de moda, sino por el de un novelista de probada etnia blanca, nada anglosajona y, se supone, que católico romano, cuyos mensajes amenazan con cargarse parte del patrimonio artístico que cruza los ríos de medio mundo e, incluso la sólida y extenuante Gran Muralla china. Del personaje ya dimos noticia en la crónica escrita con motivo del día de Sant Jordi cuando centenares de seguidores del tal Federico Moccia portaban unas camisetas con el emblema “Enamocciate” en la puerta de El Corte Inglés mientras el autor firmaba dentro ejemplares de su reciente novela, por supuesto una novela de amor.

Que Federico Moccia es el Hanna Montana de la literatura pocas dudas hay. Como la chica en cuestión, levanta pasiones adolescentes por donde pisa, es decir, genera griterío un poco histérico a su alrededor, y como Hanna, habla de amor, sobre todo de amor, casi en exclusiva de amor, y del amor no en general, sino de uno muy particular, aquel que se semeja al de la unión cósmica, el de Romeo y Julieta, el de Tristán e Isolda, aquel que a través de la carne mortal y rosa es capaz de remontarse a alturas oceánicas, abismales, para, al cabo de poco tiempo, regresar a la prosa del mundo, que es en este caso como decir la nada. Pero esta interferencia del tiempo es propia de adultos aguafiestas: el amor, visto así, con su enorme carga kitsch, no concede espacio a la secuencia temporal. Se quiere unidad y, por lo tanto, es eterno. Es una emoción fuerte, primordial, legítima como pocas, es decir, susceptible de ser rentabilizada a manos llenas. El negocio del amor adolescente, como lo llaman los medios en calificativo un tanto pobre, es de los más suculentos de la industria de la cultura. Federico Moccia es nuestro último representante de tan acendrada tradición y como representante último debería ser tomado como metáfora de lo que ocurre en el tiempo presente.

La peste, por ejemplo, que adopta hoy muchas caras, entre ellas las de las modas en que incurren las masas, es decir, todos nosotros. Este tipo de peste se ha enseñoreado desde hace varios años de Italia, país con un patrimonio arquitectónico envidiable, lo que equivale a decir turístico por excelencia, pero la cosa parece ir de mal en peor año tras año. Consiste en que enturbia justamente aquello por lo que se supone que visita el país y, a la vez, ese enturbiamiento es necesario porque es la fuente principal del turismo y sin éste el rico patrimonio arquitectónico y artístico quedaría seriamente dañado, casi equivaldría a no tener razón de ser. Ya dimos noticia ese agosto de la iniciativa de los alcaldes de las principales ciudades de la Toscana, Pisa, Florencia, Siena, respecto al merchandising hortera y su penalización, los calzoncillos que llevan impreso los genitales del David de Miguel Ángel o delantales con el torso de la misma estatua, pero la invasión de la que es culpable Federico Mocci, por duradera en el tiempo y por la intensidad con la que se produce, lleva camino de dejar en agua de borrajas lo ocurrido en Pisa o en Florencia.

Y es que no hay quien ponga barreras al amor, sobre todo a la modalidad que practican los muy jóvenes. Moccia publicó hace años Tres metros sobre el cielo, naturalmente una novela de amor, y en ella hacía que los protagonistas, en prueba de lo que se querían, colgasen un candado en el puente Milvio de Roma. Casi todos hemos visto en algún que otro informativo, es noticia recurrente de relleno cada cierto tiempo, el estado del puente romano, al que se le retiran los candados cada cierto tiempo. La cosa ha ido cada vez más lejos, cuan mancha de crudo en el mar, y se ha extendido a ciudades como París, Budapest, cualquier ciudad famosa que posea un puente famoso, e incluso a la Gran Muralla china, que no es un puente pero mantiene esa ilusión de mantenerse como un baluarte flotante entre dos inmensidades de tierra. Luego le tocó el turno a Florencia, a su Ponte Vecchio, donde el exalcalde de la ciudad, Leonardo Domenico, logró erradicar la cosa a base de multas, al parecer con poco éxito pues el puente vuelve  a estar lleno a día de hoy. Pero parece ser que lo acontecido este verano en Venecia tiene todo el aspecto de ser una invasión en toda regla, algo por otra parte previsible en una ciudad que se ha convertido exclusivamente en un decorado altamente masificado por donde pasan de continuo cruceros que dejan su carga humana unas horas para recogerlos después de que se hayan dado una vuelta por la Piazza de San Marcos y su entorno. Su alcalde, Sandro Simionato, no sabe muy bien como afrontar la cosa pero mientras tanto se ha sacado de la manga un impuesto hotelero para turistas, como acontece ya en París, Roma o Nueva York. La invasión de los candados comenzó hace meses en la acuática ciudad en los puentes de los Descalzos y el de la Academia, pero la peste amorosa se toleró en actitud vigilante porque por esos puentes no suelen pasar la mayor parte de los turistas que se alojan sólo una noche en Venecia, que son los que interesan y, por lo demás, para quienes se ha establecido la tasa hotelera de marras. El problema ha surgido cuando han comenzado a aparecer los candados en el puente de Rialto, el celebrado puente de tantas pinturas, postales, películas… Stefania Battaglia, su apellido casi lo dice todo, responsable del Departamento de Decoro Urbano de la ciudad, ha dejado bien claro que afrontarán la peste de los candados con rigor. Rialto no se toca. Es casi un problema de estado… municipal.

Moccia no ha tardado en ponerse de parte de los chicos que cuelgan candados, sería contradictorio que no lo hiciese, en el diario La Repubblica y ha optado por la teoría del mal menor. Ha dicho que peor sería si pintasen en las paredes, lo que equivale a no decir nada y salirse por la tangente Tengo para mí que estas serpientes de verano son algo más que noticias de relleno y pertenecen al ámbito de los signos, uno más, en el devenir del desmoronamiento europeo. Y la cosa no viene por los candados, sino por la actitud de las autoridades municipales que sólo ven la ciudad como excusa de Midas. Falta poco para que las ciudades culturales europeas se conviertan en un Las Vegas primordial, como lo fueron las estatuas griegas en las colecciones romanas, pero poco más. Para que se produzca ese salto falta un ingrediente, y es sólo cuestión de tiempo, la llegada del turismo masificado chino que hará de lo que ahora nos parece kitsch. Mientras, y aunque sea en voz baja, solidaricémonos con los chicos del candado y del amor, aun sólo sea porque los que se les enfrentan lo hacen por razones espurias.

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