Tomas Tranströmer, la música y la palabra

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Tomas Tranströmer, en su casa de Estocolmo (Suecia), tras conocer este jueves la noticia de la concesión del Premio Nobel de Literatura. / Maja Suslin (Efe)

Tengo que confesar que cuando recibí la noticia de que el Premio Nobel de Literatura de este año había caído en  Tomas Traströmer, sentí alegría y alivio. Alegría por el reconocimiento a uno de los grandes poetas del presente, preterido justamente por su condición de sueco, cuya lengua la hace a veces infranqueable para la proyección internacional, y alivio porque me temía que la Academia hubiese sido rehén de los tiempos de espectáculo a espuertas en que han caído otros jurados de otras instituciones y se barajaban por agencias de apuestas británicas, ¿hay algo más espurio al espíritu que debe animar ese premio?,  los nombres de Murakami, un autor japonés bastante flojo cuyo único mérito es haber vivido en una época proclive  a ese estado, y de Bob Dylan, con gran contento de casi todos los miembros de mi generación, un cantautor de fama internacional y símbolo de las aspiraciones sociales y políticas de una época pero, seamos serios, cuya obra poética no le llega a la suela del zapato a muchos de sus compatriotas, John Ashbery, sin ir más lejos aunque esté muy por encima de las letras de otros cantantes.

La Academia sueca no suele tener buena fama en cuanto al tino a la hora de la concesión de los Premios pero hay que reconocer que si echamos un vistazo somero a los autores que han recibido el Nobel por su labor como narradores y los que lo han recibido como poetas, la calidad, de una manera desmesurada, se dirige a estos últimos. Como si la Docta Institución errase en cuanto no tuviese en cuenta la calidad estricta de la obra a la que se premia y entrase en otras consideraciones, fama, libros vendidos, derivaciones políticas y sociales… que terminan por pasarle factura. Este año no tenemos más que alegrarnos con la consideración añadida de que, gracias al Premio, se dará a conocer en nuestra lengua la labor de uno de los grandes de la segunda mitad del siglo XX, aunque la labor de gentes como Roberto Mascaró, su traductor uruguayo y casi único en lengua española, nos haya asegurado durante años unas espléndidas antologías de la obra de Tranströmer que a algunos nos ha dejado sin esa sensación de que nos habíamos perdido grandes goces poéticos cuando le dieron el premio a Wislawa Szymborska, uno de los grandes descubrimientos que tenemos que agradecer al Nobel y donde en cierta manera se justifican premios de esta índole: su repercusión hace que el mundo conozca a escritores que, de otro modo, no hubiesen rebasado nunca el ámbito local de su tierra y su lengua.

Y aunque la cosa no haya sido tan exagerada como en el caso de la Szymborska, lo cierto es que Tranströmer es ahora parte consciente del patrimonio poético occidental, del que el es uno de los grandes representantes por querencia y tradición gracias al Premio. Perteneciente a la generación del cincuenta, nació en 1931 en Estocolmo, Traströmer sigue una línea similar a los miembros nacidos por esos años en otras latitudes europeas, alemanes, polacos, franceses…, es decir, una preocupación casi obsesiva por volver a establecer nuevos vínculos con una realidad hecha añicos por la II Guerra Mundial, pero a diferencia de muchos de ellos, la plaza pública no es su elemento de comunicación con el mundo exterior. Por cuestiones que tienen que ver mucho con la conformación espiritual de los intelectuales suecos, pero también en que se encontraban muy alejados de los centros en que se dirimían las cosas, lo que no sucedió entre alemanes y polacos, y donde entran elementos tan dispares como la tradición puritana pero también la proyección al exterior de la lengua, lo cierto es que los escritores suecos han explorado la realidad muchas veces teniendo como habitáculo los confines de la mente. Tranströmer  además, posee una formación musical enorme, toca el piano con cierto aprecio por el instrumento, y, por si fuera poco, ha ejercido desde su juventud una labor, primero en el campo de la psicometría y luego el de la psicología en una cárcel de menores en Roxtuna, a las afueras de Linköping, que le ha llevado a plantearse un enfrentamiento de una intensidad gigantesca sobre las relaciones que establecemos con la realidad. Creo que haber vuelto a reproducir esas relaciones con lo cotidiano es uno de los grandes legados de su poesía. El otro es la rotunda musicalidad de sus versos que hacen que en cierto modo las palabras comiencen a diluirse en un lenguaje universal que es otro de sus grandes logros: luchar contra la intraducibilidad del lenguaje. Enorme paradoja para alguien que, hasta antes de ayer mismo, era poco conocido por escribir en una lengua de escasa repercusión internacional y que había hecho de la comprensión  de ella su máximo esfuerzo como artista.

Esa labor como psicólogo hizo que Tranströmer tuviese una enorme experiencia de vidas derivadas, pero el ictus que sufrió en 1990 que le dejó sin habla pero con la facultad de escribir, tuvo que aprender a hacerlo con la mano izquierda, ha hecho que su obra, de una enorme condensación termine remitiendo al modo de percibir del haiku japonés. De hecho sus últimos poemas adoptan esa tradición oriental, con lo que gana en densidad conceptual y,  a la vez, en comprensión a muchos otros idiomas. Su obra es vasta a pesar de su enorme densidad y siempre está habitada por la música, hay un poema Góndola fúnebre nº 2, donde habla de la estancia de Franz Listz y de Richard Wagner en Venecia que no puedo dejar de estremecerme cada vez que lo leo por el sabio despliegue del tiempo y de la futilidad de ciertos reinados que se dirigen ciegamente a la nada de que hace gala Tranströmer con infinita sabiduría, pero también por la conciencia de la memoria y de la relación que establecemos con los fantasmas de la misma. En la excelente antología de la obra de Tranströmer que Roberto Mascaró tradujo bajo el título de  El cielo a medio hacer, y que publicó Nórdica el año pasado, hay un texto autobiográfico, Los recuerdos me miran. Visión de la memoria, que es un hallazgo de esos que sólo acontecen de vez en cuando. La justeza y la belleza del texto ha hecho que en la antología que hace poco ha publicado de nuevo Nórdica y también en traducción de Roberto Mascaró,  Deshielo a mediodía, se vuelva a incluir el texto. Estas osas sólo acontecen raras veces y nos hablan bien a las claras de la excelencia de su legado. Hay que felicitarse por la concesión del Premio este año. Redime de otros, más mediáticos, también más mediocres.

3 Comments
  1. carlos ferrer says

    Con frecuencia, en Venezuela no se consiguen las obras de los galardonados con el Nobel y, este caso- Transtromer -no es la excepción.

  2. carlos ferrer says

    En Venezuela, con frecuencia, no se consiguen las obras mas notables de los premiados con el Nobel y Tomas Transtromer no es la excepción.

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