Juan Eduardo Zúñiga: aquel Madrid en guerra

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Imagen de archivo de Juan Eduardo Zúñiga. / Efe

Quizá gran parte del aburrimiento que me acontece con tanto libro, novelas, cuentos, historias tomadas al sesgo, que abunda hoy día sobre la guerra civil tenga que ver con que hace años me enfrenté con excelentes narraciones que contenían atisbos de verdad respecto a aquel suceso, lo que ha dado lugar a que en las actuales distinga aquello que contienen de puro artificio narrativo, de convencional filfa: esos libros,  La forja de un rebelde, de Arturo Barea, los Campos…, de Max Aub, sin ir más lejos dos títulos de pura obviedad a los que se deberían añadir otros como La prisión de Fyffes, de José Antonio Rial, un gran autor español hoy totalmente olvidado, a los que habría que añadir muchos más, no estarían completos sin tres libros de relatos que leí según su orden de publicación y que, para mí, en definitiva, junto con la trilogía de Barea, son los únicos de ficción que releo sobre la guerra civil, habiendo dejado de lado el galdosianismo épico de un Max Aub. Esos libros son Largo noviembre de Madrid, que apareció en 1980; La tierra será un paraíso, de 1986, y Capital de la gloria, de 2006, tres libros de relatos ambientados en el Madrid de los primeros meses de la guerra, terribles para la población, en la inmediata posguerra y en los últimos días del Madrid republicano,  a pocas horas de que Casado se rindiera a las tropas de Franco. Su autor, Juan Eduardo Zúñiga, era, sigue siendo, una de las voces más originales y desconocidas de la literatura española de la segunda mitad del sigo pasado, desde que, en clara oposición con la estética social realista de sus compañeros de generación, gentes como Armando López Salinas, publicara Inútiles totales, esto fue en 1951 y el libro pasó desapercibido, al que siguió, estamos ya en 1962, El coral y las aguas, narraciones ambientadas en una Grecia clásica que abandonaba la libertad de las ciudades estado para pasar, bajo Alejandro, a transformarse en potencia imperial. Ni que decir tiene que este libro no tuvo ni una buena ni una mala acogida: sencillamente se le ignoró y eso a pesar, o quizá por ello, de que muchas de las situaciones contenidas en aquel libro tenían una clara transposición al momento en que fue escrito.

Estudioso sutil e intenso de la cultura rusa y búlgara, a él se deben ensayos como El anillo de Pushkin o Los imposibles afectos de Iván Turgueniev, amén de una Historia de Bulgaria, pergeñada en época tan temprana como 1944, Juan Eduado Zúñiga sigue siendo para mí ese escritor de resonancia secreta que es capaz de otorgar una voz de dignidad a los seres anónimos que pueblan el mundo. Esto, que suena, así, a bote pronto, a viejas disquisiciones decimonónicas, ya saben, todo eso de que si la muerte de hambre de un niño vale menos que los sonetos de Shakespeare, con que nos regalaban gentes como Vissarion Belinsky en aquella Rusia del XIX que vio el desplazamiento del genio de Tostoi hacia actitudes hoy día poco menos que incomprensibles, contiene un realidad una verdad que poco o nada tiene que ver con las ingenuidades de las teorías revolucionarias del arte y sí con algo mucho más sutil: la profunda correspondencia existente entre la sustantividad de la ética a través de la dignidad y su contrario, esa mezcla hecha de estupidez y caos que muchos llaman el Mal. No a otra cosa se refería Walter Benjamin cuando afirmaba aquello de que todo documento de cultura se corresponde con otro de barbarie y atendía la mirada huidiza del ángel de la Historia, o, de manera más impenitente, Baudelaire, cuando establecía ese raro equilibro, ese beneficio a la larga que traía siempre la estupidez, aquella bêtise que fue la obsesión de esos franceses que se contaban entre lo mejor de su siglo, tal Flaubert.

Juan Eduardo Zúñiga es noticia ahora porque Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores acaba de publicar bajo el titulo de Trilogía de la guerra civil, esos tres libros, inencontrables en los catálogos de las editoriales y en los inexistentes fondos de las librerías, revisados por su autor y que se completan con la inclusión de dos relatos nuevos, “Caluroso día de julio”, para Largo noviembre de Madrid, e “Invención del héroe”, para Capital de la gloria, dos relatos que si bien poseen esa desnudez escueta y escondida del estilo de Zúñiga, reflejan una intensidad lírica presente en sus últimos libros que no es lo más descollante en el tono de esta trilogía. Aun y así, es de felicitarse que una iniciativa como esta permita rescatar en un solo volumen tres libros de los  más hermosos y verosímiles que se han escrito sobre nuestra guerra civil ambientada en una ciudad que Zúñiga ama con una intensidad tan afín a su paisanaje que, según confesión propia, todavía está esperando ese cantor que sepa arrancarle de raíz su esencia, una vez amortajados definitivamente los desgraciados ribetes costumbristas que la ciudad nunca se mereció. Gracias a esta edición podemos pasear de la mano de Zúñiga por unas calles que viven la misma obsesión que Joyce sintió por su ciudad natal y que reflejó en Dublineses: un paisaje que se corresponde punto por punto con un paisanaje con el que se confunde. En esto el autor madrileño y el irlandés se dan la mano a través de la comprensión de la ciudad que tiene que ver todo con ese hombre entre la multitud que describió Poe por primera vez y que inauguraba la mirada moderna de ver y enfrentarse con la urbe populosa.

Zúñiga gusta de intercalar personajes reales inmersos en el sufrimiento y en la dignidad presente entre los personajes anónimos que pueblan sus relatos. Así realza la sustantividad de aquello que relata. Hay uno de ellos que me gusta en especial y que describe el itinerario de un tal Miguel en el Madrid de los últimos días republicanos. Se titula “Ruinas, el trayecto: Guerda Taro” y es el penúltimo relato de Capital de la gloria. La desolación se come la ciudad, ya opaca en su significación, muda,  y Miguel deambula por ese Madrid que ya ha dejado de ser el infierno que era y todavía no se ha convertido en el infierno que será. Describir esa sensación es cosa de maestros y aquí Zúñiga se muestra en su excelencia, pero hay más: en realidad el relato es una recreación de los últimos momentos de la fotógrafa Guerda Taro, la compañera de Robert Capa, de Georg Reisner que murió por no dejar de dar testimonio de ese gran delito que había sido la guerra. Podría tomarse como una metáfora de cosas que ocurren hoy día en nuestro mundo. Nos lo cuenta Zúñiga… de nuevo.

3 Comments
  1. odette says

    Como Goya, Zúñiga nos ofrece, a través de su visión local de Madrid, una visión universal de los desastres de la guerra, de cualquier guerra. Sus relatos conciben el conflicto bélico desde el punto de vista del ser humano, cuyo sufrimiento no entiende de banderas ni de bandos. Gracias Juan Ángel por regalarnos, una vez más, una interesante reflexión.

  2. hariclea says

    La guerra civil española es todavía ese episodio de la historia que nos recuerda que nuestra democracia es púber además de maleducada. No fue una guerra como las contemporáneas de Irak o Afganistán, donde claramente no hay ni final, ni ganador, ni tratado de paz. La nuestra fue una guerra donde todavía se considera que hubo vencedores y vencidos. Es una guerra a menudo utilizada por cineastas y políticos mediocres, que toman por bandera el sufrimiento de los humanos, no para hacer apología de la paz sino para utilizar el argumento que se erigió con la victoria de lo políticamente correcto con miras a ganarse un Goya o unos cuantos votos. Y si tus antepasados desertaron en medio del frente y arriesgaron su vida para luchar legítimamente por sus ideales, en función de cual fuera su manera de pensar, su valentía y su sufrimiento recibirán aplausos o estarán condenados al olvido cuando no al escarnio. Apenas unas cuantas mentes lúcidas han sabido entender que la guerra civil la perdieron y la sufrieron todos. La guerra siempre es pérdida y muertes. Si además termina con la perpetuación en el poder de un individuo, la guerra es un fracaso, aquí y en el Caribe.

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