La relación que la sociedad alemana ha tenido con los representantes más destacados de la cultura de su país en los años de entreguerras ha sido la mayoría de las veces ambigua cuando no abiertamente desafecta. Ello se explica por la división del país en la Guerra Fría y la situación excepcional de ser la frontera entre los dos colosos militares que se repartían el mundo en ese momento en zonas de influencias claramente delimitadas. En el caso de Otto Dix, sin ir más lejos, esa desafección es modélica. No encontró acomodo, él, que había sido uno de los artistas más celebrados del movimiento expresionista, ni en la República Democrática Alemana, con su régimen asfixiante de realismo socialista, ni en la acomodaticia corriente del arte abstracto que predominaba en la República Federal. Esa situación de desafección, de mirar para otro lado, ese corte esquizoide de no querer saber lo que una mano hace con respecto a la otra, está lúcidamente descrita en la obra de dos artistas alemanes de posguerra hasta el punto del dolor, por el cineasta Rainer Werner Fassbinder, acordémonos por un momento de Lola, y, desde luego, por Arno Schmidt, un escritor que incidió como pocos en el carácter esquizoide de esa sociedad, un carácter que pervive aún en la unificada Alemania de hoy día. Eso, desde luego, no significaba antes bien, lo promovía, que no se les rindieran honores ni se les concedieran premios, es curioso que la Cruz del Mérito Federal se le concediese a Otto Dix junto a Ernst Jünger en la temprana fecha de 1959, sino que la situación que vivía el país hacía que no encontraran acomodo en esa sociedad. Decir que la mayoría optaron por una suerte de exilio interior no es ninguna exageración.
Ahora, sin embargo, con el país unificado y en busca desesperada de unas señas de identidad pretéritas que sean compatibles con la rígida imposición de la corrección política, a gentes como Otto Dix se le ha concedido otra suerte de embalsamamiento curioso, se le ha elevado a unos altares casi de padre de la patria cultural alemana entre otros muchos, con los que no creo estuviera muy de acuerdo, en un intento significativo por dotar a la futura nación alemana de unos referentes culturales donde los antiguos tirios y troyanos puedan darse la mano en arcádica armonía preestablecida. Viene esto a cuento de la muestra dedicada al pintor alemán que se inauguró este otoño en Dusseldorf y que permanecerá abierta hasta el mes diciembre en la galería de Herbert Remmert. Se exponen en ella obras de la primera etapa de Dix, unas cuarenta piezas, y la atracción principal de la muestra reside en el descubrimiento de cuatro obras hasta ahora inéditas que Remmert ha comprado a la familia Koch, propietaria de las obras, Otto Dix se casó con Martha Koch a principios de los años veinte cuando los dos residían en Dusseldorf, y que descansaban felizmente en la residencia bávara de los descendientes. El hallazgo consta de tres acuarelas y un boceto que Dix dibujó antes de realizar su cuadro, famoso ahora, del marchante Alfred Fleschtheim y suponen un añadido más a otro reciente descubrimiento de obras de Dix: el pasado año se hallaron una serie de bocetos de su obra Winter Fairytale, una obra perdida en la que el pintor confiaba fuese una de sus grandes realizaciones.
El nombre de las acuarelas, Noche, Doncella y Pincelada III, donde se representa a un grupo de prostitutas, evoca de maravilla esa atmósfera que la naciente República está dispuesta a consagrar como parte de su legado, es decir, un revulsivo de las costumbres que, felizmente, no debe tener lugar en la sociedad de nuestros días porque el asunto pertenece a un pasado justamente criticado. Sólo así puede explicarse esa conjunción perfecta entre los nostálgicos de la crítica feroz que supuso el Expresionismo y La Nueva Objetividad, los antecedentes ilustres del movimiento alternativo que inunda los talleres artísticos de Alemania, con las estancias estatales que buscan con alivio el modo de encuadrar siempre los movimientos de disolución en un orden establecido de antemano aunque flexible. El caso es que esa conjunción ha servido para que el negocio del legado expresionista no sólo siga floreciendo sino que se haya revalorizado hasta convertirse en el más solvente, salvando las piezas clásicas, de las vanguardias. Del calificativo de arte degenerado de los nazis se pasó, luego, en la posguerra, a una reivindicación de justicia obligada para el legado expresionista y, posteriormente, a una consecuente divinización donde, como siempre en la Alemania de hoy, se percibe de cerca el olor del dinero.
Con todo, es importante que el legado de Otto Dix sea parte importante del imaginario de la nación alemana, aun sea a costa de ciertos malentendidos. En cierta manera esta situación es parte inexorable de cualquier interpretación oficialista de la cultura y ahora Otto Dix ha entrado en al Panteón, curiosamente junto a Ernst Jünger, mientras otros sufren el Purgatorio obligado por haber tomado partido por el lado de los perdedores: el caso de Bertolt Brecht es emblemático pues pasó del endiosamiento obligado por parte del bloque del Este y de los movimientos de izquierdas a una suerte de limbo en el que se le reconocen sus enormes méritos artísticos y su talento, se representan sus obras, ahí sigue en pie el Berliner Ensemble en Berlín frente a una explanada donde se yergue una estatua del escritor, incluso algunos turistas avisados visitan su casa y otros, más fetichistas, hasta comen en el restaurante del sótano de la vivienda donde se sirven platos que la mujer de Brecht cocinaba a su marido, pero cuyo legado no se resalta en su importancia, salvo cuando se representa La ópera de cuatro chavos, que con la maravillosa música de Kurt Weill se ha convertido en un objeto fetiche, glamoroso, del cada vez más reivindicado cabaret berlinés, hermano dramatúrgico del movimiento expresionista. Lo uno llama a lo otro en un oculto juego de correspondencias.
¿Para cuando George Grosz? Tengo para mí que para cuando alguien encuentre la fórmula de poder neutralizar la enorme carga de disolución y denuncia que, aún hoy, mantienen como revulsivo. Sobre todo ahora, en estos tiempos de crisis económica donde comienzan a ser descubiertos fantasmas del pasado que creíamos olvidados.
Muy interesante. ¡Gracias!
Me pregunto qué hubiera sucedido en España si hubieramos tenido un muro. Sería fascinante contar con un museo como el del Muro de Berlín, lleno de historias para la historia. http://www.youtube.com/watch?v=FiwXUJJjL6g