Desde hace veintisiete años se celebra uno de los premios de Artes Plásticas más afamados y polémicos del mundo: el Turner Prize. No hay año, sobre todo desde los galardones más recientes, que constituyeron hitos publicitarios en los medios, como las veces en que ganaron Tracy Amin o Damien Hirst, que el tal premio no constituya dentro y fuera del Reino Unido un verdadero festín mediático que poco o nada tiene que ver con la apreciación artística pero que ha dado a este premio, por otro lado muy prestigioso ya que en su cuarto de siglo de historia han pasado por el mismo gentes como Gilbert&George o Anish Kapoor, una expectación inusual fuera de las fronteras del Reino Unido, no olvidemos que el Premio se instituyó para dar a conocer a artistas residentes en el país que fueran menores de cincuenta años, lo que en realidad constituye una metáfora del modo de hacer periodismo hoy día y también del lugar y posición del arte mismo.
Desde hace unos días estaban las secciones culturales de los periódicos, desde luego los británicos pero también los del resto de Europa salvo los franceses que siempre han sido un tanto reticentes con lo que no descubren ellos, un poco revueltas porque este premio siempre da lugar a rellenar algunas líneas, lo que es siempre un regalo para un redactor jefe. Antes del verano se sabían los nominados, Martin Boyce, George Shaw, Karla Black y Hilary Loyd, y si uno se detenía a leer de vez en cuando la sección cultural de los periódicos británicos, en especial The Telegraph, que presume de poseer una sección cultural extensa, caía en la cuenta de que llegaban hasta hacerse quinielas sobre quien sería el ganador en las casas de apuestas como si de galgos, caballos y futbolistas se tratase, aunque hay que decir que con el Premio Nobel este otoño pasó lo mismo -el que apostó por Tranströmer debió hacerse millonario-, y que el público apostó por George Shaw, un pintor que ha hecho de pintar paisajes de Coventry su especial lugar arcádico, hasta el punto de que una prestigiosa redactora de The Telegraph hizo una reseña el mismo lunes, de una exposición de Shaw en el Baltic Centre de Gateshead, el mismo lugar donde pocas horas después se concederían los premios.
Todo contribuía a que este año el premio tuviera una repercusión mediática enorme pero que no iba a ser tan escandaloso como en otras ocasiones. Así ha sido. Lo previsible no deja ya lugar al azar mismo. El Premio Turner ha apostado por cierto conservadurismo y la política en lo cultural ha prevalecido sobre otros criterios. Desde luego la cosa estaba servida desde que se supieron los nombres de los nominados, pero como lo mediático se alimenta de expectativas falsas, se generaron polémicas absurdas, y así el nombre de George Shaw pasó a convertirse en una especie de nombre por el que apostaban todos, público, algunos críticos, la prensa, a pesar de que títulos de obras suyas como La misma mierda de siempre, The Same Old Crap, podía dar lugar a que muchos recordasen los escándalos de años anteriores, algo que se quería evitar a toda costa. Todo estaba calculado: los nominados eran un pintor, una escultora, una videoartista y un instalador, lo que cubría el espectro de las formas artísticas que el público esperaba de un premio como el Turner. Además, el lugar no era baladí: Gateshead, una localidad bañada por el río Tyde, en un centro espectacular, el Baltic, un evento que tendría lugar por primera vez fuera de los centros controlados por la Tate y, por segunda vez, concedidos fuera de Londres, aquella vez en la Tate Gallery de Liverpool en 2007. Todo esto, es verdad, contribuía a dar sensación de novedad y, a la vez, de renovación. El jurado era también prestigioso y el presidente del jurado, Mario Testino, un afamado fotógrafo italiano, uno de los grandes de la fotografía en el cambiante mundo de hoy, lo que contribuía a otorgar estabilidad.
Lo dicho. Así ha sido. El lunes 5 de diciembre, en el transcurso de una cena dada en el Baltic Centre, se dio a conocer el nombre del ganador, Martin Boyce, que se llevará la cantidad de 25.000 libras, casi treinta mil euros, y que le permitirá, gracias a esta repercusión mediática, labrarse un futuro en las bambalinas de ese espectáculo llamado arte contemporáneo. Martin Boyce es una figura que cae bien: es profesor de la Escuela de Arte de Glasgow, la ciudad escocesa que constituye el verdadero centro de la modernidad cultural en el norte del reino Unido, y su obra ironiza sobre estilos del pasado, como la mesa de diseño modernista en la que Boyce ha trabajado, la obra se titula “Do Words Have Voices”, y que se enmarca dentro de una arboleda hecha de planchas de metal blanco que cuelgan del techo y que parecen salir de las columnas de la habitación que, a la vez, simulan ser los troncos de los árboles. En definitiva, una obra que si bien es verdad que no posee esa estructura convencional de los cuadros de George Shaw, a pesar de las pinturas que emplea para sus lienzos que son las mismas que se usan para decorar aeroplanos, no lo es menos que está muy lejos del espíritu un tanto perverso de cualquier concurso de arte conceptual como es el Premio Turner, un espíritu que parece volverse de continuo contra el galardón mismo. Este año se ha apostado por el consenso un tanto soso, un consenso establecido de antemano por ciertos críticos y por el público y que el jurado esta vez no ha hecho más que sancionar lo ya establecido de antemano. Porque ninguna de las obras presentadas, tanto las de Boyce y Shaw como las esculturas olorosas de Karla Black o las instalaciones que buscan explorar en la imagen, la escultura y el sonido como las de Hilary Loyd pueden decirse que supongan una ruptura real con lo que se espera de un concurso de esta índole.
Lo que sí parece indudable es el futuro carácter itinerante del Premio Turner. Estamos en la cuenta atrás de los Juegos Olímpicos el año que viene en Londres y la descentralización se impone, como la falta de escándalos. La crisis impone un estilo.
A lo mejor hemos llegado a un punto de inflexión en el que dar un paso atrás y mirar a la pintura y a la escultura nos da una boncanada de aire fresco. Porque desde luego en la Bienal de Venecia de este año tan rancios o tan vanguardistas eran un cuadro o una foto como una video- instalación un montaje.