La fisura democrática

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El australiano Peter Carey ha escrito una novela que ahora llega a las librerías españolas, Amazon incluida, por la que casi le dan el premio Booker. Lo cierto es que el premio lo tiene por partida doble gracias a otras dos novelas que no vienen ahora a cuento. De la novela sólo sé lo que él mismo va desgranando en la entrevista que le hacen en El País, de la que una reflexión me pareció especialmente atractiva: “el problema es la fisura de la educación y la cultura en la democracia” y añade que la falta de educación es el gran obstáculo para llegar a completar la democracia. “La diferencia entre el que va a ser elegido y el que elige es la educación”, añade; y después de afirmar que la educación es negada y los recursos de la misma no son verdaderos, concluye que “tenemos un vacío porque a la gente no se le ha dado lo que la democracia promete”.

No dejará nunca de sorprenderme cómo las palabras puestas en fila, una detrás de otra, en el orden en que el autor de las mismas quiere que se dispongan, pueden dar con la clave de incógnitas que parecían más oscuras, más inaccesibles. Desde hace mucho tiempo, sospecho que la educación sigue siendo un problema en España –se ve que no solamente en nuestro país- y que aún no se ha dado con el quid de la cuestión y que, lejos de ir arreglándose, la zanja que separa a los nuevos ciudadanos de la marcha ideal de la gobernanza se agranda.

Cada generación, si vamos leyendo pensamientos, memorias y ensayos de escritores a lo largo de los siglos, sobre todo a partir del XVIII, ha criticado su tiempo, mostrando preocupación por la falta de instrucción intelectual de sus jóvenes. Es ya una caricatura la de las generaciones mayores contando cómo en sus tiempos los programas escolares exigían más a los estudiantes. Sin embargo, parece un viciado círculo, un ritornello gastado, vueltas y revueltas sobre un asunto que no cesa, pero que es como si no pudiera avanzar, como si se moviera circunscribiéndose siempre en el mismo sitio, un rincón maldito del que no parece posible salir.

La palabra clave es “democracia”. A Goethe le parecía que su tiempo estaba más embrutecido que el tiempo anterior, y a Stendhal le parecía que la ignorancia de sus  conciudadanos era lamentable. Hanna Arendt discutía con sus compañeros de clase, a los doce años, sobre la Crítica de la razón pura, porque entraba en el programa de su instituto y ahora cabe la duda de si en la universidad –en cualquier facultad o escuela- saben los estudiantes quién fue Kant. También Aldous Huxley estaba convencido de que el nivel de lectura y de preocupación intelectual de la sociedad de su tiempo dejaba mucho que desear. Que una universitaria se vea proscrita entre sus compañeros porque no sabe nada de la boda de la Duquesa de Alba ni del diseñador de zapatos más guay, y prefiere hablar de las sustancias químicas que convienen a la recuperación de una tabla flamenca y por eso resulta insoportablemente empollona, es que algo va mal.

Algo va mal porque no deambulamos por un régimen de despotismo ilustrado o de dictadura del proletariado o de los coroneles sino que pretendemos ser elementos libres en una democracia. He aquí la cuestión. La paradoja se trazaría así: el mejor de los regímenes políticos posible para ordenar la vida de los ciudadanos con vistas a su desarrollo intelectual y profesional al servicio de unos ciudadanos cada vez menos responsables de sus conocimientos, menos concernidos de sus lagunas e ignorancias, más pasivos en la confianza de que la Administración, Internet o algún otro dios menor les vaya a sacar las castañas del fuego en cada momento.

¿Para qué saber latín, entonces? ¿Cuál es la utilidad de la filosofía? ¿Por qué demonios perder tiempo estudiando geografía o historia o química? Ni pensar en tragarse el rollo de la exposición del bello Chardin que el Museo del Prado mostró el año que se acaba, entre tantas otras cosas bellas.

En el saber popular, el dicho: ojos que no ven, corazón que no siente ilustra el panorama. La paradoja es que la cantidad de información constante, fácil, abundante, incluso sobrante, desvía la atención de lo esencial, lo ineludible, roba un tiempo precioso que vuela y se esfuma para no volver jamás, como el divino tesoro de la juventud, Darío dixit.

A mí me encanta que en España cada vez haya más y mejores exposiciones, vengan a presentar sus obras escritores afamados y hasta excelentes, se estrene alguna película memorable, pero también me gustaría que la 2 de TVE no avance renqueante bajo el peso de su sentencia de muerte y tuviera al frente a alguien con libertad para programar espacios con calidad y nivel alto. Que hubiera discusión y debate en las cadenas públicas sobre asuntos de interés cultural y político. Estamos más lejos de ello que en los 80, tengo la impresión, en que se produjo un destello de despegue, aunque enseguida el vuelo bajara a tierra otra vez.

No me parece paranoico pensar que no hay verdadero interés en que la gente se eduque bien, se haga culta y que bastante tienen con poder elegir entre comprar aquí o allá, llevarse esto o aquello. Cambiar de canal para ver esta porquería en vez de la otra. Y así. Carey, nuestro escritor australiano del principio, cuenta que está trabajando con escolares de Brooklin: “les enseñamos cómo leer, escribir… a ser grandes”, y como él, hay rincones del mundo donde gente voluntariosa y capaz aporta su grano de arena en la materia, pero el sistema no abordará nunca radicalmente el problema de la educación. Por eso, la democracia estará siempre por hacer. Ahora, con la carga añadida de tener que defenderse del enemigo financiero y mercantil que ataca ferozmente, desalmado como es. A lo mejor es que todo consistía en eso.

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