El concierto de Proust

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El día uno de enero desayuné café con leche y magdalenas, encendí la televisión y mientras esperaba el inicio del concierto de año nuevo en La 1 me acordé de Proust. ¿Cuánta gente sabrá en este día de resaca y promesas de vida nueva que sólo gracias a la televisión pública podemos ver este concierto magnífico, parte tan esencial de la Navidad como los villancicos, el turrón o las discusiones familiares?

No sé si eran las últimas burbujas del Codorniu rosado que tome para cenar o el recuerdo pesado y doloroso de la rueda de prensa en la que el Gobierno anunció el recorte de 200 millones de euros en el presupuesto de RTVE, pero el caso es que me imaginé a un sonriente José Miguel Contreras, presidente de Uteca, llamando por teléfono a Esteban González Pons para felicitarle el año, darle las gracias por su sentido del deber con la cosa pública y su responsabilidad con los mercados y desearle una pronta secretaría general.

Después recordé que la televisión en España apenas tiene medio siglo y que hubo un tiempo en que se consideraba un servicio público de carácter esencial. Que cuando llegaron las privadas se les ató en corto para evitar la presencia extranjera y los monopolios a través de la concentración de la propiedad. Y que paulatinamente se fue relajando esta exigencia hasta que a través de varias leyes importantes y mucha tecnología habíamos alcanzado el libre mercado y la digitalización, es decir, la omnipresencia de dos grandes grupos privados, el italiano de Berlusconi y el español de Lara, y un magma de canales inanes y poco rentables; o dicho de otra manera, a la manera de Marx, de Groucho Marx: que partiendo de la nada habíamos alcanzado las más altas cotas de miseria.

Pensé que la televisión pública, a pesar del ERE y la pérdida de tanto talento, había logrado mantener la dignidad con una programación variada e interesante para todas las franjas de edad y gustos y unos informativos razonablemente objetivos que habían supuesto el liderazgo de la audiencia sin publicidad. Incluso podíamos ver el concierto de año nuevo emitido por la televisión pública austriaca y difundido por la UER (la Unión Europea de Radiodifusión).

Entonces, cuando ya casi cumplía con mi cuota parte diaria frente al televisor -la media son cuatro horas e imagino que por un día no me pasará nada- y quise poner los saltos de esquí, fui consciente de que nunca iba a encontrar el tiempo perdido por mucho que lo buscase, ni tampoco los saltos, que ya son privados, ni puede que el concierto de año nuevo el año que viene.

No sé porqué me acordé de la fábula del escorpión y la rana. Me vino a la cabeza la sonrisa hierática de González Pons avanzando los planes del PP para la televisión y el gesto bufo de Rajoy anunciando un nuevo modelo de gestión y se me heló el alma. Di un respingo en el sofá, le di un beso a mi chica, alcancé el mando a distancia y puse Telecinco para sentirme parte de las toneladas de mierda que dejó en Madrid la noche del 31, mientras me hacía la firme promesa de leerme el último libro de Houellebecq, que también es francés, dejar de beber cava y seguir viendo y escuchando la televisión y la radio públicas mientras pueda.

1 Comment
  1. celine says

    Melancólico y realista, Pascual. Habrá que refugiarse donde nos vayan dejando en paz. Estos sí que son malos tiempos para la lírica. Te acompaño en el sentimiento.

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