En tiempos de crisis, depurar los deseos

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La ciudad ideal, atribuido a Piero della Francesca y a Giorgio Martini. / Wikipedia

Ha entrado en la Academia de Bellas Artes de San Fernando Luis Fernández-Galiano, arquitecto que profesa en la Universidad Complutense de Madrid y que ha escrito artículos inolvidables que nos han enseñado a ver la arquitectura a esos otros alumnos que él ha tenido sin saberlo, los que le leíamos en El País. Escribe muy bien, LFG, lo que convierte su discurso en una lección poética, intelectualmente potente, que me dispongo a compartir con ustedes ya que los medios habituales no han podido –criaturas- ocuparse más que de confeccionar molones titulares. Lo pueden leer directamente, evitando así a esta humilde intermediaria, en la dirección de la revista que dirige, Arquitectura Viva.

Dice que la arquitectura, como toda obra humana, tiene que atender a la escasez creciente de recursos sobre la Tierra y apunta a que la manera de evitar la fabricación de basura y contaminación de las ciudades es la ciudad compacta, no tanto la de los rascacielos cuanto la mediterránea, la sostenible, reunida alrededor de una plaza, a ser posible, con árboles.  Menor coste energético y material, menor gasto de mantenimiento y de desplazamientos. Más fácil contacto entre las personas, que es un medio higiénico para la felicidad y la salud mental. En una ciudad sostenible se producen los cambios sociales, nace la creatividad.

Un ejemplo podría ser Masdar, una ciudad de diseño en Abu Dhabi capaz de generar la energía que necesita, autosuficiente, ecológicamente sostenible. Que recicla sus basuras y apenas emite anhídrido carbónico a la atmósfera. Todo muy bonito sobre el papel y muy bueno para los negocios de Foster & Partners, que son sus inventores y constructores, pero según LFG el día en que las ciudades dejen de exportar entropía –ese desorden que ensucia y arruina- está aún lejos.

A pesar de que las excelencias de la realidad virtual nos permiten ensayar vidas aéreas, incorpóreas, amistades intangibles, compañeros de juegos desconocidos, lo cierto es que cuando duele una muela eso no tiene nada de virtual. LFG recuerda que seguimos pisando un mundo físico: “La revolución digital no salvará los muebles de la ciudad física, que debe abandonar el modelo de Babel horizontal si no quiere poner en riesgo el futuro de nuestra especie en el planeta y abrazar la alternativa de la densidad como algo que, libre de sus connotaciones negativas a la contaminación y a la congestión, puede efectivamente ofrecer una forma de habitar el mundo más responsable y sostenible una manera de vivir juntos más eficaz en lo económico, más estimulante en lo cultural y más gratificante en lo afectivo.”

Se trata de la ciudad mediterránea, la que conocemos y que casi está en peligro arrollada por la arquitectura del espectáculo,  los urbanismos deconstructivistas y todo eso. La ciudad de la plaza, el ayuntamiento, la iglesia y el mercado. La del parque con árboles y paseos y bancos donde sentarse a pegar la hebra con el vecino.

La irrefrenable tendencia al espectáculo que los medios de masas han impuesto a la sociedad, en arquitectura se traduce en lo que LFG llama “iconos mediáticos” tipo el Guggenheim, de NY, la Opera de Sydney, el Centro Pompidou de Paris, que con el tiempo han hecho mella en España, hasta el punto de que el último pueblín de nuestra geografía ostenta un mojón arquitectónico de mil pares, para no ser menos que otros. Esta abundancia –“metástasis de iconos” lo llama- ha matado la gracia, aunque los gestores políticos piensan que no ha acabado con la gallina de los huevos de oro, o no todavía. Para LFG esta arquitectura supone “un grito emitido entre el guirigay de muchos”, lo que la diluye como un azucarillo.

Ante la fatiga visual que produce la sobreabundancia de imágenes, LFG propone que tercie lo táctil, el confort del ambiente de la casa, el calor y el fresco, y cómo hacer que ese confort no enturbie el aire afuera. Menciona a Reyner Banhamn y su libro The Architecture of the Well Tempered Environment (1969), pionero de esta reflexión ambiental que ha dado frutos de clara expresión poética. Como no creo que se pueda decir mejor, les paso a LFG: “Haciendo de la necesidad virtud, la arquitectura atmosférica procura un uso responsable de los recursos escasos y al tiempo recobra el placer táctil de las fluctuaciones térmicas, la humedad ambiente o el movimiento del aire, abandonando la costosa y narcótica homogeneidad moderna para recuperar procedimientos de la construcción tradicional que, con menor complejidad técnica e inferior consumo energético, mantienen el confort sin dejar de suministrar estímulos sensoriales a cuerpos que habían olvidado el gozo del sol o la brisa en la piel, prefiriendo una penumbra tibia al brillo cegador de la razón mecánica”.

Esta crisis, como todas, trae consigo semillas de cambio, en medio del dolor individual, claro, y de la sensación de catástrofe que recae sobre los más castigados. Invocando al matemático Georgescu-Roegen, cuya  obra más famosa, La ley de la entropía y el proceso económico (1971), se considera fundacional de la llamada economía ecológica  y base de la teoría del decrecimiento económico,  habló LFG de depurar los deseos, no sólo los físicos sino también los inmateriales, como una forma de gimnasia ética y estética que produce buenos frutos.

Pone de ejemplo de esta experiencia a las generaciones jóvenes, que aprenden a hacer más con menos, dada la sobriedad sobrevenida que les ha caído encima. Ante este tiempo indefinido de privación, y para que no parezca todo un castigo, dice, conviene recordar las virtudes del despojamiento, y que las tormentas limpian el aire “y con las expectativas arruinadas desaparecen también los miasmas que hacen casi irrespirable la atmósfera viciada de nuestro tiempo”.

Los budistas y aquellos que practican meditación o que son propensos a reflexionar sin prisas, al margen del ruidoso ajetreo, coinciden con LFG en que renunciar a lo superfluo es un ejercicio saludable que conduce a la belleza y al placer. Pero la vida que llevamos oculta este tesoro tan valioso y propende a la insatisfacción y la desidia o peor aún, la competitividad absurda de cuanto más, mejor. Caballo grande ande o no ande y cosas por el estilo. Justo lo contrario que conviene, dice el arquitecto: “hacer menos y mejor”.

Así que el fondo de optimismo que sustenta esta reflexión académica supone un empujón a los pusilánimes, entre los que me cuento, y eso es de agradecer. Es la tarea del arte y de la ciencia, del pensamiento y de la arquitectura. Lo que nos hace creer que duraremos en la guerra contra el tiempo, la cuarta dimensión; lo que exorciza el vértigo que produce la nada o el vacío –ni los físicos se ponen de acuerdo- que acomete constantemente nuestra existencia misma en medio del universo y el rastro que pretendemos –ilusos- dejar tras de nosotros.

Pero he dicho “optimismo” y, para que lo parezca, hay que incluir una frase que ha recordado LFG en su discurso, convirtiendo la  idea de Dietrich Bonhoeffer de “vivir como si Dios no existiera” en vivir como si la muerte no existiera o, mejor, como si la entropía no existiera, o si lo prefieren –yo, sí- en latín, “etsi entropia non daretur”.

2 Comments
  1. me says

    Excelente artículo, gracias. Me ha traído nostalgia de esos pueblos y ciudades de mi infancia, cuando no se necesitaba coche y todo estaba al alcance de un paseo. ¿Imposible volver?

  2. udek says

    Por lo que más quieras, no da clase en la Complutense, esa universidad ni siquiera imparte la carrera de arquitectura. Da clase en la UNIVERSIDAD POLITÉCNICA DE MADRID. Corrígelo cuando puedas.

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