Lux in arcana

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Al acabar el bisiesto febrero se abre al público una exposición de legajos del Vaticano, en los museos capitalinos de Roma que llevaban ocultos en lo más oscuro –de ahí el titulo de la expo, que también he tomado para esta entrada- desde el siglo VIII y que llegan hasta el XX, en la muestra romana.

Materia para libros y películas de mayor o menor pretensión, baratija todo si se repara en la cosa de verdad: estos legajos y adminículos, sellos, pergaminos, miniaturas, no simplemente bonitos o curiosos, sino impresionantes por su fuerza histórica. Como cuando por fin, después de haber visto su fotografía tantas veces en el libro de historia de arte, en el colegio, se queda una atónita ante las pirámides de Giza. Así, ante la firma de Galileo admitiendo su pecado; claro está, no la mítica frase con la que, para sus adentros, trató de mitigar su traición a la ciencia, que vaya usted a saber si la dijo de verdad. Como se suele decir, se non é vero é ben trovato.

Miniatura en la que aparece representado Egidio Álvarez de Albornoz y Luna, el cardenal condotiero. / luxinarcana.org

Uno de los personajes singulares de esta película es Egidio Alvarez de Albornoz y Luna, conquense que vivió entre el XIII y el XIV y fue arzobispo de Toledo y Primado de España, el cardenal condotiero, lo llaman. Participó en la Reconquista española pero también en la particular reconquista italiana, en la que logró que los notables regresaran a la obediencia del Papa, que con eso de que el rey de Francia se había llevado el papado a Avignon, los nobles de la península Itálica hacían de las suyas. Aunque Urbano V –el Papa que con el que se regresó a Roma- rebajó radicalmente la importancia a Egidio, su Liber Constitutionum, llamada Constitución egidiana, estuvo vigente hasta el XIX. Pero, a lo que íbamos.

Casi nada he encontrado en la selección de la web oficial, de los templarios. Quizá no interese tanto lo poco que ya queda de ellos. Misteriosos caballeros, ensalzados por la literatura de consumo, su rastro fue impíamente borrado de la faz de la tierra. Pero, amiga como soy del método crítico paranoico promulgado por Dalí, y difundido por el profesor Emilio Sola, de la universidad de Alcalá, se me ocurre que algo tendrá que ver el expolio que hizo Napoleón de los archivos, llevándoselos a París, en 1810. A su vuelta, cinco años después, “se habían perdido” muchos documentos valiosos. ¿Tratarían de la criminal eliminación de la Orden del Temple?

Se sabe poco de ellos precisamente por la eficaz labor de destrucción de toda huella. Puede que tenga algo que ver un rey francés, Felipe IV, apodado el Hermoso, quien debía hasta los calzoncillos a los Templarios, y puso en marcha todo su poder para borrarlos del mapa. Puede que a Napo le diera un poco de vergüenza lo que narraban los documentos vaticanos –al fin y al cabo aquel Clemente, encargado de su “solución final”, era Papa muy afrancesado-  y que temiera que su contenido pudiera ensuciar la grandeur de la France. Puede.

Claro, los escritores de historias ocultas ya se han cebado en la vida y milagros de los caballeros de la orden del Temple, pero eso son sólo fantasías. Lo que sale al público en Roma son documentos de verdad. Sospecho que metros de declaraciones y sentencias que acabaron por borrar a los caballeros templarios de la faz de la tierra.

Hace mucho, visité con amigos toledanos el castillo de Montalbán, encomienda que fue de los Templarios, de las más importantes de Castilla, una ruina muy sugerente que quedaba dentro de tierras de los de Alba, si no recuerdo mal, pero que entonces estaban mal vigiladas y no era difícil burlar la atención del guarda. Recuerdo bien un altísimo arco gótico y enormes agujeros en el suelo, cubierto todo él de hierbas bajas, a través de los que se adivinaban bodegas o a lo mejor el patio de armas, ya que el tiempo cubre de tierra, como sabemos, las estancias más nobles.

El aura de aquellos caballeros, que acabaron sus días, quemados en la hoguera como rufianes, sigue suspendida en ese espacio, de los pocos vestigios que quedan del Temple.

Quién pudiera ir a Roma, no ya a ver al Papa –quien, por cierto, estará escribiendo más documentos secretos sobre las intrigas vaticanas contra su anciana persona– sino, más simplemente, a contemplar esos pergaminos, a ser posible, en silencio, cuando ya todos se hayan marchado y el último rumor de pasos y bisbiseos quede suspendido fuera de las puertas del museo. Y la lotería, que sigue sin tocarme.

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