Es curioso que haya recibido la noticia de la muerte de Antonio Mingote apenas unas horas después de la de Lisa London, la esposa de Artur London, fallecida en París casi a la edad en que lo ha hecho nuestro dibujante. Dos figuras que descollaron en ámbitos diferentes, la política revolucionaria y el dibujo, que se movían en universos radicalmente distintos, pero ambos pertenecientes a una generación cuya característica, la de tener una gran vitalidad, consecuencia de un empuje en el porvenir, les ha unido a través de los años.
Decir Mingote es decir en gran parte el dibujo gráfico español de la segunda mitad del siglo, y sin el casi, pues fue maestro de los que vinieron más tarde. Esa rotundidad sólo se puede conseguir cuando se toca una tecla en el imaginario de un pueblo, y ese toque está reservado a aquellos que más tarde la gente convierte en clásicos. Antonio Mingote pertenece a esa estirpe. Luís María Ansón, compañero de la Academia y persona que trabajó con Mingote durante muchos años desde las páginas de ABC, destacó siempre esa cualidad tan escasa pero de una importancia capital, la de atinar con el inconsciente de un pueblo, con la sensibilidad que un determinado grupo de personas, de una generación, se hacen de la política, del amor, de la muerte, de la religión y, en este sentido, Ansón recalcaba una obra de Mingote, Hombre solo, aparecida en 1970, como la cumbre de la concepción filosófica y estética de su autor que resumía a la perfección ese ajuste con el imaginario colectivo.
Antonio Mingote ha muerto de un cáncer hepático a los 94 años en el Hospital Gregorio Marañón, donde llevaba varios días ingresado. Ni que decir tiene que la noticia, aún previsible, ha emocionado a tirios y troyanos, y es que Mingote fue siempre, aparte de una bellísima persona, un hombre de consenso al que no se le conocían enemigos, otra cualidad rara, quizá más rara que la anterior, y que comparte con otro periodista de una generación más joven, Manu Leguineche. Estas cualidades, que pueden ser aprendidas, creo que eran naturales en Mingote, pero no es menos cierto que tuvo la suerte de encontrarse muy joven con una gente que fueron la horma de su zapato sentimental en unos tiempos de miseria e intolerancia extremas, y esa lección no la olvidó jamás: nada más llegar a Madrid después de haber abandonado los estudios de Filosofía y Letras, Mingote conoce a dos personas que fueron esenciales en su modo de enfocar la vida, Rafael Azcona y Carlos Clarimón. A partir de ahí su suerte, vale decir, su destino, estaba echado.
En 1948 entra en La Codorniz, que dirigía Álvaro de la Iglesia y de lo aprendido ahí, de esa experiencia comienza a forjarse un trazo que le acompañará toda su vida, un trazo que ahora se llama de línea clara, pero que en aquellos tiempos sencillamente se distinguía del brochazo gordo del expresionismo más lúgubre. Ese trazo lo pulirá hasta alcanzar su personalidad más rutilante en el diario ABC, donde entró en 1953 y al que sólo la muerte le ha arrebatado su colaboración periódica. Pero Mingote no fue hombre de una sola faceta: ya en 1948 publicó una novela, Las palmeras de cartón, siguiendo los pasos de Rafael Azcona, que también coqueteó con la novela, aunque creo que con mejor fortuna, y en 1974 se aventuró en la comedia musical, escribiendo El oso y el madrileño, que dirigía Mario Clavel. Al año siguiente escribió el guión de Este señor de negro, una serie para televisión que dirigió con gran éxito Antonio Mercero y que, como anillo al dedo, protagonizó José Luís López Vázquez, un actor que parece sacado de un dibujo suyo. Luego, más colaboraciones como guionista de cine, lo de Azcona y él se ha asemejado durante años a un destino entre hermanos pero cambiado, con José Luís Divildos, con quien hizo Pierna creciente, falda menguante y Soltera y madre en la vida, y sobre todo con una sátira política que en su momento tuvo cierta repercusión, Vota a Gundisalvo, una sátira que en cierta manera está unida, aun sea de manera subterránea, con una novela de un compañero suyo de generación, Miguel Delibes y El disputado voto del señor Cayo. Ambas obras, con planteamientos y resoluciones distintas, plantean una defensa del hombre común, uno con el hombre de campo, el otro con el hombre medio de ciudad, frente a los poderes establecidos o por establecerse. Esa defensa del humilde, una defensa realizada a través de la mirada imaginada de ese hombre medio, es lo que ha hecho de Mingote el personaje que es, un personaje que participa de muchas de las tradiciones del legado artístico y literario español, pero pasadas por el tamiz de su talento. Así, unos rasgos expresionistas que le vienen de la tradición del dibujo español de los años treinta, pero suavizados por una mirada lírica; así, un costumbrismo que hunde sus raíces en los maestros del XIX pero modernizado hasta constituir tipos madrileños fácilmente reconocibles en la ciudad en los años sesenta y setenta; así, una vena satírica que no excluye la ternura, al revés, la supone, y que es irresistible cuando adquiere un equilibrio, que a Mingote nunca le faltó, muy alejado del falso sentimentalismo.
Un hombre dotado de tantos talentos, tan longevo, tan dado al trabajo, por fuerza tenía que cosechar frutos, incluso oficiales. Son incontables los premios dados a Mingote, por ser fue hasta marqués de Daroca, título que se le concedió en 2011, pero de esa carrera de honores yo resaltaría dos por lo que tienen de significativo: el premio que lleva su nombre y que se concede a un dibujante y humorista gráfico, y, por lo que tiene de apertura de miras para la Docta Institución, el que se le hiciera Académico de la Lengua en 1987, ocupando el sillón “r”. Antonio Mingote escribió un libro siguiendo la estela de su Hombre solo. El libro era una continuación de aquel. Se llamaba Hombre atónito y en él daba crédito a la extrañeza que le producía el mundo. Como era un hombre sabio, esa extrañeza no iba a extenderla hasta los premios que recibió, pero creo que en el fondo de sí mismo suponía que no los merecía, no porque no tuviese excelencias, sino porque hasta de esos reconocimientos había que reírse, aun fuera un poquito. Como sentiría el hombre de la calle.
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