La obviedad del reaccionario

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Portada del ensayo de Vargas Llosa. / alfaguara.com

La reciente publicación del libro de Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo, editada por Alfaguara,  me lleva a ciertas consideraciones que combina cierta sensación dolorosa con una curiosidad intelectual que rebasa al personaje. Vaya por delante que considero a Mario Vargas Llosa como uno de los grandes novelistas en lengua española del siglo XX y que ha escrito algunas de las páginas más bellas y certeras de la misma, pero creo, también, que al igual que Emile Zola o Leon Tolstoi, y aquí que cada cual ponga la comparación en la medida que él estime más justa, escribe más y mejor en su labor de narrador que cuando teoriza. Vargas Llosa es un gran lector, excelente con algunas obras, además, pero tanto en sus ensayos sobre otros escritores, para mí supuso una decepción por lo que ha significado ese autor en mi manera de entender la grandeza de la literatura latinoamericana el ensayo que escribió sobre Juan Carlos Onetti, creo que carece de cierto sentido del pathos y, por ende, de cierta profundidad, que debe impregnar cualquier obra de creación perlada de talento. Acontece muchas veces que, leyendo sus ensayos, cree uno asistir a la apoteosis de lo obvio, lo que otorga a esas páginas una sensación de estar ante un pensamiento bastante plano que es sobrevalorado en la justa medida de su grandeza como narrador, tiene gracia que este reproche que le hago se lo otorgue él en el ensayo susodicho a gentes como Jacques Lacan o Jacques Derrida, los dos Santiagos, a los que otorga un estatus de banalidad bastante extravagante, a mi modo de ver.

Con todo esto quiero decir que estoy acostumbrado, esto entra en el capítulo del dolor a que me refería antes, a las obviedades de Vargas Llosa cuando las trufa en pensamientos de cierto calado. Pero en lo referente a la curiosidad creo que este ensayo, lo dije antes, rebasa al personaje. Vargas Llosa ha escrito, con este libro, un ramillete de obviedades de marcado sesgo reaccionario, pero lo que me interesa de este libro no son los síntomas obvios de ciertos aspectos de nuestra cultura, los detecta cualquiera con más de dos años de carrera universitaria, sino por lo que tienen de reaccionario. Me explico: reaccionario no tiene nada que ver, y lo escribo porque me parece obvio pero puede dar lugar a malentendidos, con profesar una ideología de derechas, con ser conservador, de hecho uno de los grandes reaccionarios de este siglo en el terreno intelectual fue un gran teórico marxista de la estética, Giorgy Lukács, y no hay más que poner enfrente los argumentos de la Escuela de Frankfurt y en especial los escritos de Walter Benjamin , sobre Nietzsche o la reproductibilidad de la obra de arte, el cine, para entender lo que estoy diciendo, o con ser comunista, o liberal, o ecologista: ser reaccionario es un estado del espíritu y tiene que ver con un alertar de los peligros del cambio y una inacción, por falta de recursos, intelectuales y morales, ante lo que se avecina. En gran parte es un fenómeno surgido en los inicios mismos de la Modernidad y es consustancial a ella. Además, tiene la particularidad de que a veces, con pensadores como Joseph de Maistre o el Vizconde de Bonald o entre nosotros Donoso Cortés, el pensamiento reaccionario avanza particularidades que a otros pensadores se les escapa. Sin ir más lejos, mientras Karl Marx, con empecinamiento hegeliano, mantenía a capa y espada que la revolución socialista se daría por fuerza en la Inglaterra industrial, Donoso Cortés intuía, y así lo dejo escrito, que tendría lugar en el San Petersburgo de la atrasada Rusia. Me temo que no sea este el caso.

La civilización del espectáculo, guiño a aquel libro de Guy Debord sobre el situacionismo, tan de mayo del 68, una de las bestias negras de Vargas Llosa, es un libro que se lee con agrado porque el autor, muy consciente, no hace grandes alardes intelectuales: en cierto modo le faltan argumentos para ello. Recurre, entonces, a describir con muy buen estilo lo que le parece la cultura y su banalización en nuestros días, en un alarde de impresionismo que se agradece pero no basta. Dice, por ejemplo, que asistir a espectáculos de fútbol, en estos tiempos, revela lo que de regresivo e irracional tiene el individuo, olvidando, la memoria es una novela que poco o nada tiene que ver con el pasado, lo que era el fútbol en la época de las dictaduras, la franquista, por ejemplo, o los heridos por arma blanca que había en los estadios españoles en los años veinte, a los pocos años de ser implantado ese deporte de origen británico en nuestras tierras, o los muertos en las plazas de toros por reyertas a finales del XIX; dice que una de las características de la cultura de nuestros días es lo fácil, lo light, olvidando que en su juventud lo que se más se vendía eran las revistas del tipo Readers´s Digest, los novelones por entregas y las películas de barrio donde junto a una película más o menos de calidad uno tenía que tragarse, con agrado, todo hay que decirlo, montones de films de serie B, como aquellas japonesas de terror de los años cincuenta que hoy pasan por ser objetos de culto.

Sorprende que Vargas Llosa, sin ir más lejos, plantee en su libro argumentos  de alta cultura, achacables a la edad y a ser ya una institución, lo del Nobel es decisivo, que le hacen querer asemejarse a la gestualidad de un Thomas Mann o un T.S.Eliot, cuando parece olvidar que maravillosas novelas suyas deben todo al pop art, sin ir más lejos, La tía Julia y el escribidor, pero sospecho que esos argumentos de alta cultura, en el fondo, no dejan de pertenecer a una mentalidad midcult  que se evade detrás de otras máscaras más elevadas, y sospecho esto porque el libro, en ciertos momentos, da la sensación de aprovechar aguas neoconservadoras en el río revuelto de la política actual: la persistencia en darnos a conocer los malos hábitos que nos trajo mayo del 68, lo de erigir a Lacan y Derrida como símbolos de la cosa, lo que no deja de ser un arriesgado ejercicio de frivolidad intelectual,  eso de recurrir al esfuerzo personal, esa comparación, tan llena de riesgos, entre el papel que se otorgaba en su juventud a la cultura y la que se otorga hoy día, la corrupción en la política, el amarillismo en la prensa, la reivindicación del erotismo frente al sexo descarnado… en fin, un ramillete de afirmaciones que pueden ser desmontadas fácilmente en cuanto uno se lo proponga.

La cuestión, sin embargo, no deja de sorprenderme. En alguna de las múltiples entrevistas publicadas en la prensa estos días, muestra de que la cosa no está tan infectada de amarillismo, el escritor se declara no ser un conservador, dando a esta palabra el sentido que yo le doy a reaccionario, porque piensa que en el pasado se cometieron grandes barbaridades pero también se produjeron grandes logros y él no está por la fosilización, entendiendo ésta por defender a capa y espada cualquier tiempo pasado… Y digo que sorprende porque, me temo, que lo que la situación que describe Vargas Llosa del pasado se asemeja punto por punto a la actual, lo que añade una ceguera especial a la ya obvia, lo que no deja de ser grave.

En el fondo de todo esto late la particular situación en que se encuentran los personajes públicos. Creen, por ejemplo, que todo lo que piensan debe ser dicho, oído y publicado… olvidando ese certero sentido común del viejo de antaño que antes de contar  la batallita en el comedor a sus nietos se lo pensaba dos veces… por aquello de las risas y las chanzas ya se sabe, son cosas de la juventud. Vale decir, del futuro.

1 Comment
  1. Bouzas says

    Guy Debord escribió «La sociedad del espectáculo» ya puestos a plagiarle el nombre podría haberse esforzado un poquito más ¿no?
    «En todas partes se plantea la misma terrible pregunta, que desde hace dos siglo averguenza al mundo entero: Como hacer trajar a los pobres allí donde se ha desvanicido toda ilusión y ha desaparecido toda fuerfa?…» Gay Debord

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