Barcelona era una fiesta

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Aspecto que ofrecían ayer las Ramblas de Barcelona con motivo de la festividad de Sant Jordi. / Alberto Estévez (Efe)

Un paseo por Rambla de Cataluña, a mediodía, en Sant Jordi seguro que es una experiencia para poner a prueba al más pintao. No se trata ya del mareo que entra después de mirar a diestra y siniestra por ver de captar alguna portada interesante o toparse, como sin querer, con algún rostro célebre de los que se esconden tras los libros, sino simplemente de avanzar en la marcha sin caer en la agorafobia, la aplastofobia o cualquier otro temor perfectamente justificado, dadas las cantidades de gentío que allí se concitan.

Mientras me dejaba llevar por la marea lectora, pensaba sugerir al Ayuntamiento de la ciudad condal que se buscara otro sitio más amplio para el año que viene, un lugar donde la masa humana, amasada por los vaivenes hasta crecer como un bizcocho hiperlevado, no resulte masa exagerada, si me pillan ustedes la ironía bilingüe. Pero caí enseguida en que eso era una tontería. ¿Cómo va a quitar el excelentísimo alcalde la feria de los libros de la Rambla sin que le acusen de hereje? Además, ya se ha ramificado extensamente por el paseo de Gracia y calles adyacentes, como una mancha de aceite, hasta el punto de que, si te entran las prisas no te queda otra que alejarte hasta Aribau o, por arriba, hacia Roger de Lauria. Tremendo.

Pero es que todos quieren estar ahí, en ese punto y en ese instante, mezclarse en el marasmo, mamás con el cochecito del bebé a modo de ariete, niños preguntones y tietas que miran embelesadas cómo arreglan las rosas en los miles de puestos que se suceden entre los de libros. Rosas de papel, de cerámica, de plastilina, de cartón, de piel, de cristal. Incluso rosas de verdad. De todos los colores imaginables y dispuestas de una tal manera que por su longitud y acompañamiento de abalorios, más van pareciéndose a las palmas del domingo de Ramos que a la elegante y única flor del santo del dragón. Que la fiesta no decaiga. Todos hacen su negocio, y eso, en tiempos de crisis galopante como la que nos ataca, se agradece.

También hay libros y libreros y editores y autores de libros. Y lectores, aunque se sabe que los de verdad, los fondistas, los maratonianos de la lectura no suelen elegir este día tan multitudinario para comprarse un libro, aunque el descuento del 10 por ciento no sea pecata minuta. En la marabunta de la rambla, codo con codo con una dama de buena disposición que cargaba ya con tres rosas de colores, acerté a escuchar cómo un caballerete le decía a su mastresa “¿No es ése el del programa de TV… cómo se llama?”. A lo que ella respondía con cierto nerviosismo, tratando de dar con el nombre del ilustre televisivo. Tras varios intentos fallidos, ambos decidieron enfilar el paso en dirección del aludido para que les firmara su libro que, por otra parte, ni sabían de qué iba. Milagros de la tele.

A Luis Racionero, que firmaba en La Central, le hicieron la faena de colocarle cerca de Ferrán Adriá, que es escritor después que cocinero, pero que lo eclipsó de mala manera. Claro que mucho peor lo debieron tener los plumillas que hubieron de compartir caseta con Mario Vaquerizo, de cuya existencia tuve amable noticia por Juan Villoro, allí presente, que lo había visto triunfar en detrimento de sus colegas firmantes.

En estos casos, por lo visto, los organizadores de la feria procuran poner separados a los relumbrones de la literatura masiva por lo mucho que estorban las colas enormes que se les forman delante. Es el caso de Ana Obregón, que iba firmando a multitudes, mientras aseguraba, muy sonriente, que ella no había escrito ni una línea del libro, que se lo habían escrito. La modestia la adorna.

Oh, sí, qué linda fiesta la del libro. Encima hubo suerte y no llovió, a pesar de los agoreros del tiempo que habían amenazado con lluvia. Qué jornada tan particular.

Pregunté a una señora que guardaba cola, libro en ristre: “Es para Chuck Palahmiuk, que ha venido a firmar”. Ante mi ignorancia, me aclaró que se trata de un norteamericano de mucho éxito. Qué vergüenza, ¿y yo me tengo por una buena lectora? Debería esconderme debajo de una piedra y decir que me he perdido. Más tarde, un chico que llevaba otro libro del mismo autor, me explicó que es que la película de Brad Pitt sobre la misma novela –El club de la lucha- había sido muy sonada. Y ahí empecé a entender mejor todo. Qué suerte, pensé, escribir en inglés y tan cerca de Hollywood. De todos modos, me compré un ejemplar por si resulta que me estoy perdiendo algo.

No me tomen en cuenta el sarcasmo, porque, la verdad es que me encantan estos saraos a cuenta de los libros. Y es de destacar que, a pesar de que el electrónico ha sido figura reluciente este año, según los organizadores, no parece que quiera quitarle protagonismo al de papel, el de hojear y ojear sin descanso, el que seca las puntas de los dedos, el que se cubre de polvo cuando ningún alma caritativa lo toma en sus manos y lo abre y lee en sus páginas, ese privilegio que algunos hemos tenido la suerte de recibir de algún dios compasivo, desde que éramos muy jóvenes, para suavizar las asperezas que da la vida, los sinsabores y la tristeza genuina, primigenia de la humana condición. Ay.

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